El caramelo

La otra noche fuimos al teatro. Ángela me había sorprendido con un sobre escrito con su letra infantil y sugerente, dentro del cual encontré dos rectángulos de cartón plastificado con los códigos de barras, las numeraciones de los asientos, unos cuantos logos y el título de la obra. Incendios, de Wajdi Mouawad. Antes de entrar comentamos el tipo de público que había. En su mayoría era gente mayor, jubilados que van al teatro por tradición, residuos y resistencia de la vieja burguesía de la ciudad de Reus. Subimos hasta el último piso y tomamos asiento en el gallinero. En seguida nos dimos cuenta de que, tan lejos del escenario, tendríamos que forzar un poco la vista, tolerar el crujir de los asientos cada vez que alguien cambiase de postura, y agudizar el oído. Aún así yo me sentía feliz de estar allí, le agradecí de nuevo a Ángela su regalo, y me concentré en la obra. Los actores me gustaron, entré sin esfuerzo en el argumento, y pensé que tenía que ir más al teatro, que por qué demonios no lo hacía más a menudo. Todo iba bien, la vida era maravillosa cuando uno la condimentaba con cultura, y Ángela simbolizaba esa iluminación inspiradora. De esta especie de amor instantáneo, de este reencuentro con el magnetismo del arte, surgió entonces un sentimiento muy intenso por ella, por sus detalles, por cómo habla, por cómo piensa y por cómo siente. Todo estaba bien en aquellos asientos a los que cada vez nos acostumbrábamos más, pero entonces Ángela me ofreció un caramelo.

En aquel momento, chupar un caramelo me pareció una actividad idónea. La función iba a durar unas tres horas y absorber con intencionada y extremada lentitud aquel caramelo, pensé que sería una buena metáfora del goce lento y desmenuzado que nos esperaba. Lo acepté, y después de la breve batalla por no hacer ruido con el envoltorio, empezó la experiencia. Al principio percibí la presencia del caramelo con claridad. A través de la lengua, me imaginé unos arroyos minúsculos que me mojaban el cuello con su sabor, creo recordar que de naranja. Me vinieron entonces recuerdos de infancia, de cuando me bebía los vasos de Fanta que me daba mi madre a sorbos muy cortos para que me durara más, y de cómo discutía con mis dos primas sobre sus estrategias con respecto al mismo asunto. En otro momento sin duda habría mordido el caramelo, destruido sus cristales internos y hacerlo crujir para obtener una sola dosis, más rápida e intensa. Pero esta vez no. La obra progresaba con solvencia y el guión proponía unas superposiciones temporales que funcionaban, y que me gustaban. No me perdía un detalle de lo que sucedía en el escenario pero, al mismo tiempo, analizaba las evoluciones del caramelo dentro de mi boca, como si estuviera viendo una película muda por un canal, y escuchando una música independiente por el otro.

Descubrí entonces que, a pesar de haber una relación directa entre la periodicidad y la fuerza de mis absorciones con el grado de intensidad con que notaba el sabor del caramelo, había un flujo que se me escapaba. Si yo ejercía una breve y ligera fuerza sobre el caramelo, sentía el sabor de la misma manera, breve y ligera. Pero si entonces inmovilizaba la musculatura, aunque estuviera muy disminuida, percibía una minúscula corriente de caramelo deshaciéndose, avanzando sin mi permiso. Imagino que el simple contacto con la saliva lo disolvía de manera independiente a mi voluntad. Durante un tiempo me mantuve atento a las dos obras, la de teatro y la del caramelo, y me concentré en detectar el momento exacto en que el caramelo llegara a su fin. Por desgracia no lo conseguí porque entonces el texto se impuso por encima de todo, y me olvidé del caramelo. En una de las escenas, uno de los personajes resultó ser profesora de matemáticas, y habló sobre la soledad de los matemáticos, sobre el grado de abstracción de sus teorías, y sobre la insolubilidad de ciertos problemas. Era el párrafo de introducción a un curso de teoría de grafos, una asignatura que siempre me arrepentí de no haber cursado en la universidad.

Un grafo no es más que un conjunto de puntos y de caminos que los unen, un concepto sencillo y del que se desprenden teoremas y aplicaciones hermosas. El texto explicaba el concepto de grafo de visibilidad de un polígono del plano (una representación de los vértices que pueden verse entre ellos) y lo relacionaba con la compleja trama familiar de la obra. La idea me pareció genial. Me giré hacia Ángela y la miré con las cejas arqueadas, y ella me guiñó un ojo. La actriz hablaba de la insolubilidad del problema inverso al habitual: dada una aplicación teórica encontrar su grafo de visibilidad, y por lo tanto el polígono concordante. Después subrayaba que, precisamente en la imposibilidad de encontrar soluciones a ese problema residía su belleza. La idea no me resultaba nueva, y pensé en los teoremas de Gödel. Pero verla aplicada en una obra como aquella me volvió a parecer genial. Fue entonces cuando, absorto en los recuerdos universitarios y en el porqué de aquella inexistencia de soluciones, me di cuenta de que se había consumido el caramelo.

Yo no sé por qué me afectan tanto estas cosas, pero he de reconocer que aquello me entristeció. Pensé que mi boca, la obra de teatro y el caramelo formábamos nuestro propio grafo, y que yo había sido incapaz de mantener vivos nuestros caminos. Mi deseo era haber sido capaz de asistir al momento en que el caramelo desapareciera, como si pudiera presenciar el instante exacto en que una magnitud que se desvanece alcanza la cantidad cero. Tampoco voy a exagerar y decir que aquello me turbó en exceso, pero sí confieso que no pude olvidarlo. Poco después la función llegó a su pausa, y salimos a fumar un cigarrillo. Después de comentar el primer acto, le expliqué a Ángela lo que me había pasado con el caramelo. Le pareció divertido, y me dijo que no me preocupara, que todavía le quedaban más. En ese momento me sentí avergonzado de actuar como un niño, pero también feliz por ver cumplido mi deseo, e impaciente por volver a subir al gallinero. Una vez sentados, le pedí a Ángela el caramelo y me lo puse en la boca con una seriedad más propia de un experimento científico, como si en lugar de un simple caramelo me estuviera poniendo en la boca una cápsula con una droga experimental cuyo efecto me preparaba para investigar. Esta vez me esforcé en no mover ni un solo músculo de la boca, y dejar que aquel flujo inevitable de sabor actuara por sí solo. La obra seguía su curso y yo seguía inmóvil, pendiente de si el caramelo se deshacía, y a qué velocidad lo hacía. Por su parte, la historia respondía a sus interrogantes a un ritmo convincente, pero ya no había referencias matemáticas. Estar concentrado en los dos objetos no representaba demasiado esfuerzo, pero hubo un momento en que todo aquello me pareció ridículo, y pensé que me estaba comportando de un modo caprichoso, queriendo repetir un placer cuya belleza consistía en su unicidad, y no en producirse cuando a mí me apeteciera. Cansado de esperar, ejercí entonces por primera vez una succión a este segundo caramelo. La impresión que me produjo no fue tan clara como esperaba, supongo que debido al tiempo que llevaba instalado en mi boca, habiéndome envuelto en su sabor la saliva. Lo sorprendente fue que, justo entonces, la misma actriz de antes volvió a hablar sobre matemáticas.

En ese momento me tensé. Había dudado de mí mismo, había pensado que mis preocupaciones eran tonterías, pero ahora el azar me daba la razón. La situación del primer acto se estaba repitiendo, y me preparé para, esta vez, hacerlo mejor. Me hubiera gustado disponer de más caramelo para disfrutar de este segundo intento, pero, aunque pequeño, su volumen era aceptable, así que retomé la concentración para no perder el hilo de ninguno de los otros dos vértices -la obra y el caramelo- de mi nuevo grafo. La actriz habló entonces de la conjetura de Siracusa, una proposición que afirma que, si uno toma cualquier número natural, y le aplica unas determinadas operaciones, siempre se termina obteniendo el número uno. El algoritmo consiste en dividir por dos cuando se tiene un número par, y calcular el triple más uno si se tiene impar. A la conjetura de Siracusa se la conoce también como los números de granizo, y aunque se ha comprobado con infinidad de números que siempre termina en el número uno, todavía nadie ha encontrado la demostración teórica.

Era la segunda idea matemática que aparecía en la obra y me pareció igual de buena que la otra, pero esta vez yo tenía claro que no me iba a dejar despistar, y seguí atento a las evoluciones del caramelo. Para ilustrar en qué consistía la conjetura y mostrar cómo funcionaba, el personaje puso un ejemplo. Empezó por un número que no recuerdo, y aplicó todos los pasos del algoritmo. Cada vez que obtenía un número par, lo dividía por dos, pero si obtenía uno impar, entonces lo multiplicaba por tres y le sumaba uno. En aquel momento no pude evitar perderme en asociaciones de ideas, aunque esta vez, aplicadas al caramelo. De una manera rápida, casi instintiva, me encontré aplicando el algoritmo de la conjetura de Siracusa, dentro de mi boca. Cada vez que se producía una división por dos, yo chupaba el caramelo imaginándome que lo atraía hacia mis sentidos, del mismo modo en que lo hacen los números de granizo cuando se acercan al uno. Por su parte, cuando salía un número impar y entonces había que multiplicar por tres y sumar uno, yo relajaba la boca, pensando en que así permitía que el caramelo se alejara, aunque estaba claro que, tarde o temprano, volvería hacia mí.

Justo antes de empezar a sincronizar las succiones de mi boca con las operaciones que recitaba la actriz, el volumen del caramelo ya había disminuido, y supongo que, por eso mismo, se me metió en la cabeza acabar el caramelo al mismo tiempo que la actriz llegase al número uno. Atraído por la belleza de las simetrías y las sincronías, me pareció que aquella era una coincidencia perfecta en aquel momento, así que empecé a chupar con más fuerza cada vez que había que dividir por dos. El objetivo, en realidad, no era demasiado factible. La actriz recitaba los cálculos con bastante velocidad, y en cambio la desintegración de un caramelo suele ser lenta. Aún así, insistí tanto en chupar en el momento adecuado que, cuando la actriz finalmente llegó al número uno, me pasé de fuerza, y me tragué lo que quedaba de caramelo.

En ese momento me quedé paralizado. Había terminado mi segundo caramelo, había hecho coincidir su final con el final de la conjetura, pero no había respetado la condición de que su consumación fuera lenta, pues me lo había tragado de golpe. Volví entonces a sentirme ridículo por dedicarme a semejantes estupideces y tener aquel tipo de pensamientos, y me dije que ya bastaba de tonterías, que me concentrase de una vez en la obra. Después del sorprendente giro en que el padre de una de las protagonistas resultaba ser al mismo tiempo su hermano, la obra llegó a su parte final. Yo ya no pensaba en el caramelo pero entonces, a través de otro de los personajes, el guión volvió a hacer referencia a las matemáticas. Esta vez se discutía sobre la veracidad de que uno más uno sea igual a dos. En este caso, el símil propuesto era más sencillo. Si el hermano era también el padre, es que dos personas eran la misma, es decir, uno más uno era igual a uno, el mismo resultado que en la conjetura de Siracusa. En ese momento me acordé de los caramelos, pero, harto de desconcentrarme en preocupaciones absurdas, decidí ignorarme a mí mismo.

La obra terminó, los aplausos duraron una merecida eternidad, y después salimos del teatro. A los dos nos había encantado la obra, y nos fuimos a tomar una cerveza para comentarla. Antes de llegar Ángela me preguntó por el segundo caramelo. Me dio un poco de vergüenza explicarle lo que había pasado y en lo que había pensado, pero lo hice. Le conté entonces que, después de sentirme identificado a través del caramelo, primero con la idea de los grafos y después con la de los números de granizo, lo único que me quedaba pendiente era encontrar algo dentro de mí que le diera sentido a que uno más uno podría ser igual a uno. Ángela me miró con unos ojos traviesos y sonrientes, y se tomó un tiempo para hablar. Se paró, me cogió una mano con la suya, y con la otra buscó algo en su bolsa. Tardé poco en adivinar qué hacía. En efecto, sacó un tercer caramelo, abrió la mano para mostrármelo, y me dijo:

-Se te escapó el primer caramelo… Y te tragaste el segundo caramelo.

Mientras decía esto movió el dedo índice dos veces, representando la suma de uno más uno. Como si estuviera haciéndome un truco de magia, me acercó entonces el tercer caramelo.

-¿Cuántos caramelos ves aquí?

-Uno -le respondí.

-Pues ya lo tienes. Uno más uno es igual a uno.

Después de aquello, no había otra opción que reírnos. Hoy, días después, escribo sobre ello sin la menor idea ni de la utilidad, ni del significado de lo que pasó. Tampoco sé por qué lo estoy escribiendo. La única moraleja que se me ocurre es que sí, que debería ir más al teatro. Así que, Ángela, si estás leyendo esto, haz el favor de mirar el correo. Te he enviado un enlace con una obra que tiene buena pinta. Es en Barcelona, pero si te apetece podemos ir a verla. Ah, y no te preocupes. Esta vez llevo yo los caramelos.