EL ABSURDO

ES EL NUEVO CERO


¿Que si sé quién es Marcos Deverne? Madre mía, pues claro que lo sé, durante un tiempo asistí a las reuniones que él y sus acólitos organizaban, se hacían llamar algo así como “los destructores de las matemáticas”, menuda banda de descerebrados, no me extraña que la hayan liado tan gorda. Al principio creí que se trataba solo de un puñado de sabios soñadores, incluso entrañables: una mezcla tierna entre efervescencia juvenil y academicismo de alto nivel, como si pusieras a beber chupitos de tequila a William Faulkner y a Vladimir Nabokov y cuando estuvieran borrachos les propusieras que dieran ideas para inventar una nueva literatura. Se reunían en un sótano sucio y mal iluminado que pertenecía a Deverne, recuerdo que había una pizarra desplegable con una maraña de garabatos y artículos y flechas y subrayados -la típica imagen de las películas de policías- con todas las ideas que defendía el grupo. Las reuniones eran caóticas, intensas y a menudo histriónicas (tanto les daba por encadenar soflamas como por quedarse todos en completo silencio mientras leían alguno de los textos que alguien del grupo hubiera traído), pero la inicial curiosidad y admiración que sentía por su extravagancia e indudable erudición tardó poco en convertirse en desconfianza y después en miedo: no era difícil predecir que aquel radicalismo -aunque es verdad que parcialmente fundamentado- terminaría en desgracia.

Yo estaba allí por la filosofía, me había hecho popular en su círculo por haber escrito un artículo donde adaptaba conceptos de Kant -sobre la intuición temporal y la espacial- y los relacionaba con el origen y la esencia de las matemáticas, aunque si me consideraban uno de los suyos era porque yo también ensalzaba la figura de Brower, el fundador de la lógica intuicionista, su mayor referente.

Me introdujo en el grupo el propio Deverne. Yo solo había escuchado hablar de él entre corrillos en la facultad: se había ganado fama de cicatero por haber saboteado con intervenciones agresivas más de una mesa de debate en algún congreso. Era un tipo de una personalidad abarcadora, persuasiva, quizá sí un tanto oscura pero solo en el contexto exclusivamente social o humano, porque en cuanto se hablaba de matemáticas, sus poderosos razonamientos eran envolventes, casi diría que seductores. El resto del grupo lo formaban Alexei, un ruso experto en el álgebra de Heyting pero que -al igual que Brower- renegaba de ella como hacen los músicos de formación clásica cuando se cansan o aburren y se dedican al jazz; Martina, una escritora de ciencia ficción que proporcionaba el efectismo literario, ella fue la autora de la frase “los matemáticos son las nuevas brujas y por lo tanto deben morir”, sin duda el germen del primero de sus crímenes; y Charlotte, la gurú espiritual del grupo, era ella quien conducía las sesiones de meditación y lo que denominaban “experiencias exteriores”, que no eran más que unas tomas grupales de un alucinógeno del que yo no había escuchado hablar nunca, “la pipa de Banach-Tarski”, creo que la llamaban.

Pero sí, Deverne era el líder, el que marcaba la pauta y al que todos seguían, aunque estoy seguro de que también le temían, era capaz de infundir miedo sin mediar palabra. Un día dijo “el absurdo es el nuevo cero” y yo exploté en una carcajada instantánea, creí que lo había dicho de un modo humorístico. Sentí entonces sus ojos clavarse en mí con una furia casi tangible, como si hubiera blasfemado ante la mismísima inquisición y en su mirada viajara todo el castigo que merecía. Noté también cómo el resto del grupo también me observaba, así que tuve que improvisar algo rápido. Dije: “brillante, me parece brillante, 'el absurdo es el nuevo cero', solo de pensar en la cara que van a poner esos mojigatos del rigor y la lógica me parto de la risa”; eso fue lo que se me ocurrió para salir del paso. No era el humor lo que más se respiraba en aquellas reuniones, pero mi jugada pareció suavizar un poco el ambiente. Deverne dejó de mirarme y se dirigió hacia la pizarra, pero Alexei bufó de un modo que daba a entender exasperación o hastío. “De todas formas”, dije entonces, “habrá que explicar eso de 'el absurdo es el nuevo cero', no creo que la gente lo comprenda del todo, yo mismo tendría dificultades para explicarlo”; hacerme un poco el ignorante pensé que ayudaría a que no tuviesen en cuenta mi carcajada. Martina tomó entonces la palabra y dijo: “el número cero fue repudiado hasta que las prácticas meditativas de la religión hindú permitieron su aceptación: lo que durante siglos fue considerado el verdadero anticristo, ahora es uno de los pilares de la matemática moderna”.

Martina tenía en su forma de hablar una música y una encadenación de palabras muy periodística y poética, todo cuanto decía parecía ser leído de un párrafo imaginario, previamente elaborado en su mente. Su intervención, por suerte, desvió un poco la atención y pensé que ya se habían olvidado de mi ofensa. Alexei asintió repetidas veces con la cabeza, y Martina continuó diciendo: “toda la comunidad matemática rechaza el absurdo, lo consideran inasumible, una puerta prohibida e infranqueable, el peor de los resultados posibles, lo inaceptable, el mismísimo demonio”. Se produjo entonces un largo silencio que aproveché para observarles yo a ellos: nadie decía nada pero todos miraban en dirección a Deverne, parecían esperar a que dictara sentencia. “Eso es”, dijo entonces, “los muy ignorantes y anacrónicos todavía dan por válido al viejo Aristóteles; es nuestra obligación mostrarle al mundo que los tiempos tienen que cambiar, que el absurdo ya no puede ser más un proscrito, que es la contradicción quien nos debe indicar el camino”, y aún después de una pausa, añadió: “estamos muy cerca de fundar unas nuevas matemáticas, y por lo tanto una nueva humanidad”.

Esta vez no contuve ninguna carcajada -bastante había tenido con el episodio anterior- pero sí traté de disimular mi espanto. Por lo que sabía, las ideas de la lógica inuicionista -que rechazaba las habituales demostraciones en que se prueba que algo existe sin necesidad de encontrarlo explícitamente- tenían como contrapartida la no aceptación del principio del tercero excluido (según el cual no pueden ser ciertas al mismo tiempo una afirmación y su contraria, el fundamento básico de la lógica aristotélica y por lo tanto de la matemática actual), una amenaza de descalabro que en su momento recibió la completa oposición de Hilbert (“quitarle al matemático el principio del tercero excluido sería como quitarle a un astrónomo su telescopio, ni más ni menos que la muerte de las matemáticas”).

Las intenciones de la lógica intuicionista eran, en el fondo, encomiables: surgieron para dar respuesta a la paradojas de la teoría de conjuntos y a las contradicciones a las que conducían el infinito y el axioma de elección, pero Deverne y los suyos parecían querer ir más allá. “Que las cosas solo puedan ser ciertas o falsas”, dijo entonces Charlotte, “es un artificio que ha conducido al ser humano a comportarse como un autómata, a pretender que la ciencia va a responder todas sus preguntas, incluso la última de todas, la más vital y que concierne a su esencia”. Al escuchar aquella afirmación (“las cosas solo pueden ser ciertas o falsas”) no pude contenerme de intervenir, aún a riesgo de volver a cometer un error. Dije “¿No demostró ya Gödel que en todo sistema lógico hay afirmaciones indecidibles, verdades que no podemos saber si son ciertas o falsas?”, pero de nuevo obtuve una reacción airada, aunque de algún modo parecí haber metido el dedo en la llaga. Deverne lanzó una tiza contra el suelo, haciéndola estallar y dispersar sus trozos por el suelo del sótano, y gritó: “¡Insuficiente! ¡La teoría de Gödel es insuficiente! Que haya verdades indecidibles es una obviedad, lo que hay que explorar es el camino de la contradicción, hay que provocar la ruptura definitiva, la clave está en la paradoja, en el absurdo, en la gloriosa contradicción!”.

Para mí aquella explosión de ira representó un punto y final. Si antes mi miedo era solo inicial o teórico, en aquel momento me dije que ya no asistiría a más reuniones. Aún así la tentación de saber a dónde demonios conducían aquellos delirios -tan incomprensiblemente compartidos entre mentes tan brillantes- era tentadora, así que aún indagué un poco más, esta vez más tranquilo, con la certidumbre de que no les volvería a ver más. Les pregunté entonces por las ideas de los finitistas y los ultrafinitistas -otra corriente de lógicos que descartaba completamente todo proceso o construcción que no fuera finito, la negación radical del problemático concepto del infinito- pero apenas si me hicieron caso, y solo después de que nadie pareciese mostrar interés, Alexei dijo: “el finitismo es también insuficiente, hay que acabar con ellos, con todos ellos, finitistas y constructivistas e intuicionistas y matemáticos clásicos en general, hay que empezar de nuevo de una vez por todas”.

Las reuniones solían acabarse entorno a la una de la madrugada: miré el reloj y ya eran las dos, así que creí urgente sonsacarles cuál era su plan. Dije: “¿alguien me puede explicar cómo lo vamos a hacer?”, incluyéndome a mí intencionadamente, tratando de mostrarme ante ellos como un cómplice más. Algo debió de haberse roto, sin embargo, porque me percaté de que se intercambiaron miradas, me pareció que sospechosas. Pensé que algo andaba mal, como si me hubieran descubierto o estuvieran a punto de ejecutar un plan urdido entre ellos telepáticamente, y me asusté definitivamente cuando vi que Deverne, con el paso muy lento y calculado, desapareció por detrás de la pizarra. Charlotte dijo: “la única forma de nacer es primero morir”, y en ese momento escuché un ruido desde la zona en que supuse que estaba Deverne. Me levanté con sigilo decidido a marcharme mientras Alexei decía “empezaremos demostrando que P es igual a NP” (el viejo problema que, según se decía, convertiría en innecesaria toda actividad matemática), “y después destruiremos el resto del edificio, caiga quien caiga, muera quien tenga que morir”.

Lo lamento, señor inspector, si por no haberme quedado más tiempo no puedo darle más pistas para su investigación, pero espero que entienda que en aquel momento temí por mi vida. Sin otra idea en la cabeza que salir de allí y estar a salvo de aquel psicótico despropósito, me marché sin decir nada, primero a pasos rápidos, pero después a toda velocidad. En lo que tardé en subir las escaleras y salir de casa de Deverne no escuché que dijeran nada, ni tampoco me giré para ver cómo reaccionaban. Tiene usted que creerme, no tengo nada que ver con los crímenes que han salido a la luz. Puede usted interrogarme las veces que haga falta, puede encararme con ellos si lo desea. Ni el arma ni el veneno que han encontrado en mi casa son de mi propiedad, lo tienen que haber puesto ellos ahí, tiene que ser algún tipo de venganza, o quizá sea parte de su plan. Tiene usted que creerme. Se lo advierto -y se lo digo también por su bien- no he dicho nada que no sea verdad.