culpable, señoría


No nos creemos capaces de matar. Nos decimos: “no, yo no, yo no soy así, en el momento clave tendré la cordura, la capacidad para controlarme”. Pensamos que esa idea que se ha asomado por nuestra mente -podría matarle, podría conseguir que desapareciese del mapa- será solo pasajera, que se difuminará en nuestro sentido de la ética, que habrá sido solo un instinto y que no sucumbiremos, así como no hemos sucumbido ante tantos otros impulsos. Es demasiado inmoral, demasiado punible propiciar una muerte injustificada -y hay que suponer que ninguna lo es- y pensamos que no, que si un día tenemos la posibilidad no la aprovecharemos, porque somos seres racionales, porque aún no nos hemos vuelto locos.

Hasta que un día lo hacemos. De pronto un día tenemos esa posibilidad y no la desaprovechamos. Empuñamos un cuchillo y lo clavamos con sorprendente habilidad, provocamos una única pero mortal herida a esa persona con quien habíamos fantaseado con matar, y entonces nos decimos: “lo he hecho, he sido capaz, he sucumbido ante el instinto”. Durante unos segundos sentimos algo parecido al placer (al fin y al cabo hemos satisfecho un deseo), aunque en seguida nos pesa la culpa, el arrepentimiento y, por supuesto, las dudas. ¿Por qué lo he hecho? ¿Por qué no he sido capaz de controlarme?

No creo que sea una cuestión de cordura, no lo es al menos mi caso. Nadie en mi entorno ni ningún examen psicológico ha demostrado -ni siquiera insinuado- que esté loco. No soy esquizofrénico ni paranoide, no tengo en ningún grado ningún síntoma de ningún tipo de psicosis, no tengo indicios de sufrir brotes violentos o iracundos o de enajenación transitoria de ningún tipo, y mi carácter es más bien sereno. Los que me conocen me consideran una persona normal, de modo que no estoy más loco que cualquier otro de los que no está en la cárcel, que cualquiera de los que aún no han cometido ningún asesinato ni probablemente lo cometan nunca.

Y aún así lo hice. Llevaba meses pensando en ello, o, mejor dicho, lo pensé una vez meses antes de llevarlo a cabo, y nunca pensé que no debía hacerlo, nunca me lo negué con la suficiente fuerza. La idea me atravesó como un sueño, como un pensamiento fugaz fácilmente descartable, pero no recuerdo reprobarlo, como si el hecho de limitarme a apartarlo de mi conciencia fuera suficiente para impedirme que lo materializara. Recuerdo también que, después de comprobar que había muerto, después de dejar de pensar en los porqués y después de sentir que volvía a estar en relativa calma, asumí que había traspasado la línea, que, por el motivo que fuera, no había sido capaz de controlarme, y acepté que pronto me detendrían. No escondí el cadáver ni huí, y lo único que hice fue llevarme el cuchillo, aunque lo hice sin demasiada fe, convencido de que iba a pasarme unos años en la cárcel.

Apareció entonces Lucille. Se presentó diciendo: “hola, me llamo Lucille Mantenneur, voy a ser tu abogada en este proceso”. No creo que exista un momento menos adecuado, una situación y un contexto menos idóneo para enamorarse, pero aún así sucedió. Sucedió que me olvidé de mi mujer. Me olvidé de que era culpable de asesinato y de que mi futuro podría consistir en vivir encerrado durante un largo tiempo. Me olvidé de todo, a veces creo que me olvidé incluso de mí mismo, y me enamoré de aquella presencia, de aquella feminidad elegante, sensual, indisimulable detrás de aquel porte serio, detrás de aquellos ojos marrones que me miraban como si supieran exactamente quién era, qué pensaba, por qué había sido capaz, por qué había sucumbido.

Ahora lo explico con tranquilidad: la perspectiva relativiza cualquier suceso que nos ocurra, cualquier azar que nos arrastre hacia caminos que creíamos inimaginables. Pensamos que las cosas que nos suceden son increíbles, que no saldremos de ellas, que el descalabro que nos provocan nos va a romper los esquemas, y sin embargo nada de eso después sucede. Tarde o temprano la sorpresa se disipa, y lo que vivimos se instala en la memoria de una forma muy parecida a como lo hacen las imaginaciones o los ensueños, las fantasías e incluso las mentiras, a como lo hacen las construcciones mentales, las elaboraciones del lenguaje. Las huellas pronto se desvanecen, disminuye su peso y su importancia, y ya no podemos diferenciar lo que hemos vivido de lo que no, al fin y al cabo el pasado es tan solo un relato. Maté a un hombre y en la celda donde esperaba a que llegara la fecha del juicio consumé un amor absolutamente inopinado, un enamoramiento tan intenso como urgente. Llegué a creer que todo cuanto estaba viviendo era un sueño, y sin embargo ahora siento que no podía haber sucedido de otra manera, que todo fue natural y lógico. Ahora ya no me resignaba a aceptar la pena que me caería, y me agarré con todas mis fuerzas a Lucille, a la esperanza que representaba Lucille. Pasé de asumir que estaría encerrado unos años a proyectarme en libertad con ella, a imaginar una nueva vida con ella, libre de cargos y libre de culpa, libre también de mi anterior vida.

Primero fueron miradas que se sostenían más de la cuenta, después percibí algo demasiado cálido en los innecesarios besos que nos dábamos en la mejilla cuando nos saludábamos y cuando nos despedíamos. Cuando le insinué mi deseo, recuerdo que dijo: “en otras condiciones no dudaría”, y eso bastó para hacerlo explotar todo. Nos poseíamos primero con fuego, con un fuego urgente y doloroso, un dolor de dudas e imposibilidades, pero que después mutó hacia una ternura, hacia un sentimiento que no recordaba haber sentido nunca. Ella también tenía pareja, y algunas veces me preguntaba cómo es que pudo ser infiel con un asesino, o por qué fue capaz de saltarse todas las normas de la abogacía y tener un idilio con su defendido, aunque tampoco quise ahondar nunca en los motivos, si algo tenía en aquel momento era capacidad de comprensión e indulgencia. Ambos llegamos a la conclusión de que no había explicación. Del mismo modo en que yo había sucumbido ante el impulso asesino, ahora los dos lo habíamos hecho ante la potencia aplastante, la irrecusable fuerza del enamoramiento, y empezamos a hacer planes de futuro, completamente convencidos de que iba a librarme de la cárcel.

De entrada el caso parecía complicado, pero la inteligencia de Lucille era perseverante. Mi manifiesta enemistad con la víctima me convirtió en el principal sospechoso, pero solo había una prueba que me incriminaba: habían encontrado un pelo que no pertenecía a la víctima en la escena del crimen, y después de comparar el perfil genético y contrastarlo con el mío, habían establecido que coincidían. La prueba del adn goza hoy en día de un aura de infalibilidad absoluta, pero Lucille indagó en sus características, en el uso que se le daba en el mundo jurídico, y encontró una debilidad por donde invalidarla.

El día del juicio sentía una mezcla de emociones que me atormentaba. Mi mujer me miraba desde el otro lado de la sala con unos ojos que yo no era capaz de enfrentar, mientras Lucille se paseaba por el estrado, argumentando en mi defensa, luciendo bajo la toga el vestido liviano y marrón que yo le había apartado de los muslos para entrar en ella hacía apenas minutos. Sabía bien cuál sería su discurso, pero aún así la escuchaba como si fuera la primera vez. Dijo: “señoría, le pondré un ejemplo sencillo”. Lucille tenía una expresión y una voz dulce, una mirada y unos gestos que la hacían parecer frágil, pero que desaparecían en cuanto hablaba con la seguridad con que lo hacía, en cuanto sus ojos se fijaban y ensanchaban con la intensidad con que lo hacían. “Suponga que tenemos una moneda que sospechamos que está trucada. ¿Cuántas veces tendremos que lanzarla para estar seguros de que lo está?”. Desconozco por completo cuáles son las dinámicas en los juicios, qué argumentos se usan y cuánta ciencia interviene en ella, pero Lucille apostó por hacer uso de las matemáticas, al parecer poco habituales dentro del mundo jurídico. “Nunca, su señoría, nunca podremos estar convencidos de que la moneda está trucada, puesto que estamos dentro del ámbito del azar. La prueba del adn establece conclusiones en términos de estadística, y la estadística no es más que una medida de la incertidumbre”. Lucille efectuaba pausas después de sus frases, silencios breves que reforzaban su persuasión. “En otros contextos la estadística está muy bien, señoría, y nos permite hacer afirmaciones más o menos certeras o útiles, pero aquí estamos poniendo en juego la libertad de una persona, y mientras haya una probabilidad, por ínfima que sea, de que esta persona sea inocente, otorgarle un valor que no tiene a una prueba estadística es un error que no nos podemos permitir”.

Cuando llegó el turno de la acusación, el fiscal dijo: “que los argumentos de la defensa no le despisten, señoría, según el estudio genético, tanto el adn del pelo encontrado en la escena del crimen como el del acusado pertenecen a un mismo uno por ciento de la población, y por lo tanto la probabilidad de que el acusado sea el culpable es de un noventa y nueve por ciento”. Recuerdo mirar a Lucille con interrogación, pero ella no me devolvió la mirada. Cuando llegó su turno, dijo: “señoría, lo que la acusación propone es una falacia, una muestra del profundo desconocimiento de la teoría de la probabilidad”.

Lo que vino a continuación fue una auténtica clase de ciencia forense y matemáticas. Lucille explicó al detalle las tipologías, los procedimientos, los materiales, los instrumentos, las prevenciones y los riesgos que se tenían que tener en cuenta para que una prueba del adn fuera válida. El grado de certidumbre de la prueba no solo dependía de la pericia del forense, sino de todos aquellos factores, que podían alterar significativamente su veracidad. Explicó, además, que la afirmación del fiscal (“el adn del pelo encontrado y de la víctima pertenecen a un mismo uno por ciento de la población, y por lo tanto la probabilidad de que el acusado sea el culpable es de un noventa y nueve por ciento”) era una conclusión falsa desde el punto de vista matemático, puesto que no tenía en cuenta ni la idea de probabilidad condicionada, ni el Teorema de Bayes. Lucille no se extendió en explicaciones matemáticas que probablemente nadie comprendería, pero sí subrayó el riesgo de creer a ciegas en la prueba del adn, especialmente si era la única prueba existente. Su demostración de conocimientos técnicos, sin embargo, era solo el preludio de su argumento final, mucho más mundanal y comprensible, y por eso mismo mucho más efectivo. “Señoria, señor fiscal, respóndanme a una pregunta. Si hay un uno por ciento de la población que tiene el mismo adn que el del pelo encontrado en la víctima, y en esta ciudad hay un millón de habitantes, ¿cuántas personas podrían estar sentadas en el banquillo del acusado, en el lugar de mi defendido?”. Lucille me miró entonces con unos ojos de una intensidad muy diferente a la que yo había conocido. Era visible su adrenalina al estar llegando al punto álgido del juicio, y sentí un deseo terrible de poseerla. “Dígame, ¿cuánto es el uno por ciento de un millón?”. La expresión del juez era de asentimiento, la del fiscal de suspicacia. “Yo les respondo, si me permiten. El uno por ciento de un millón es diez mil, es decir, que la probabilidad de que el acusado sea el culpable es de uno entre diez mil, una cifra muy diferente a la del noventa y nueve por ciento que ha propuesto la acusación”.

Esta vez vi en la expresión de Lucille algo de temor. Yo sabía que su argumento era tan inválido como el del fiscal. Existía el riesgo de que el juez supiera que ambas eran dos falacias conocidas, dos sesgos cognitivos -el por uno incorrecto matemáticamente, el otro por excesivamente abierto-, y por eso aún continuó. “Señoría, como puede usted comprobar, las interpretaciones a la prueba son difusas, pero los riesgos morales son muy graves. No podemos encerrar a este hombre en la cárcel. La única prueba que lo acusa carece de veracidad absoluta, y por lo tanto no está probada su culpabilidad”.

No hubo respuesta del fiscal, y el caso quedó visto para sentencia. Lucille me guiñó un ojo, pero cuando busqué con la mirada a mi mujer vi que estaba saliendo de la sala. Los guardas me condujeron de nuevo hasta mi celda, y es desde aquí desde donde escribo estas líneas, esta última página justo antes de un nuevo capítulo.

No sé qué va a suceder a partir de ahora. Quizá mañana volvamos al juzgado y el juez dictamine que soy culpable. Culpable de haber matado a un hombre, de haber sucumbido primero al instinto asesino y después al amoroso, cada uno a un extremo del otro, la pulsión de muerte y la de vida, Tánatos y Eros personificados en mí. Si es así pasaré un tiempo en la cárcel, preguntándome los porqués, sosteniendo todo cuanto me ha sucedido. También es posible que no, que mañana el juez me declare inocente, y Lucille y yo llevemos a cabo todos los planes que hemos hecho, que empecemos la vida que hemos imaginado. Sin duda es la opción que más deseo, el amor es el más fuerte de los motores, el más efectivo de los antídotos. Algo me dice, sin embargo, que existen más posibilidades, más situaciones que pueden darse. Quizá Lucille ya no esté cuando salga, quizá recapacite y se arrepienta, quizá dé marcha atrás y crea que nuestra relación fue solo un producto de una fantasía incorrecta, y no quiera romper todo cuanto ha construido. En ese caso tendré que asumirlo, cargar con mi peso y construirme de nuevo. Quizá también suceda que sea yo esta vez quien no sea capaz, quien cambie de perspectiva en cuanto sea libre y no sienta la presión de las paredes de la celda, el peso de un asesinato a mis espaldas, el de una doble traición, la de Lucille y la mía. No sé qué va a suceder a partir de ahora, no puedo saberlo. Todas las posibilidades están sobre la mesa y solo me queda esperar, esperar a que el juez resuelva mi futuro, esperar a que Lucille se posicione, esperar a que los sentimientos se calmen, se coloquen y se definan, a que vivamos eso que aún no hemos vivido.

Siento la angustia de la incertidumbre, pero he de reconocer que estoy tranquilo. La perspectiva relativiza cualquier suceso que nos ocurra, cualquier azar que nos arrastre hacia caminos que creíamos inimaginables. Pensamos que las cosas que nos suceden son increíbles, que no saldremos de ellas, que el descalabro que nos provocan nos va a romper los esquemas, y sin embargo nada de eso después sucede. Tarde o temprano la sorpresa se disipa, y lo que vivimos se instala en la memoria de una forma muy parecida a como lo hacen las imaginaciones o los ensueños, las fantasías e incluso las mentiras, a como lo hacen las construcciones mentales, las elaboraciones del lenguaje. Las huellas pronto se desvanecen, disminuye su peso y su importancia, y ya no podemos diferenciar lo que hemos vivido de lo que no. Al fin y al cabo el pasado es tan solo un relato, y quizá lo sea también el presente. Y quizá lo sea también el futuro.