crónica de un debate inspirador

Yo no sé si lo mío es autosugestión o fantasía, pero desde hace un tiempo, tengo la sensación de que las preocupaciones de mi vida personal y los aprendizajes que trato de transmitir a mis alumnos se entremezclan de una forma sorprendente. El otro día, por ejemplo, cruzaba el patio en dirección a las aulas para dar una clase que me apetecía especialmente cuando, de manera incomprensible, me asaltó un pensamiento clarísimo. Como si alguien me hablase a través de un auricular imaginario, mi mente escuchó sentenciar lo siguiente: “la conciencia es un continuo desplazamiento entre el pasado y el futuro, mientras que el presente, como el número cero, existe y no existe al mismo tiempo”.

A pesar de no ser ni especialmente novedosa ni tampoco demasiado brillante, me pareció extraño tener una revelación como esa justo antes de entrar en clase. Durante los últimos metros antes de llegar al aula tuve incluso dificultades para desconcentrarme de esa idea: tal era su urgencia. Pero lo sorprendente, como decía, no fue tanto el hecho de que aquel concepto me viniera a la cabeza en aquel momento. Lo curioso fue que la idea estaba relacionada con el momento personal en el que yo me encontraba y, al mismo tiempo, con la reflexión que pretendía sugerir en aquella clase.

¿Casualidad o causalidad? No lo sé, pero me quedé un poco contrariado. Entré en clase, encendí el ordenador y, mientras pasaba lista con la mirada, observé a los alumnos. Ajenos a mis cavilaciones, iban sentándose en sus sitios, callándose poco a poco. Aquella iba a ser la primera sesión del tema de Estadística, y mi plan era dedicarla a organizar un debate suave para calentar motores antes de entrar en materia. La Estadística y la Probabilidad suelen englobarse en un solo bloque, el azar. Pero aunque sean bifurcaciones de la misma rama, sus almas son completamente distintas. Uno de mis objetivos era que advirtieran esa diferencia.

La cuestión es sencilla. La teoría de las probabilidades (o Probabilidad, a secas) estudia los fenómenos aleatorios (esos que tienen un componente de azar) antes de que sucedan, calculando, a priori, cuánto de factible es que un cierto suceso se produzca (cuál es la probabilidad de que me toque la lotería, de que saque cinco veces seguidas un tres en un dado de seis caras, etcétera). En cambio, la Estadística estudia esos mismos experimentos después de que hayan sucedido. Los repite una serie de veces, toma nota de los resultados obtenidos, organiza tablas y gráficos para describir los resultados y, solo después, efectúa predicciones para futuros experimentos.

De alguna manera, pues, la Estadística estudia el pasado, la Probabilidad el futuro, y los dos son un pez que se muerde la cola. Además, pasado y futuro, Estadística y Probabilidad giran entorno a un presente efímero, un instante que se convierte en pasado en cuanto sucede pero que es el centro, el origen de todo, algo así como el número cero, una construcción matemática fundamental pero casi absurda al mismo tiempo, pues designa al vacío, a lo inexistente, a la nada.

Aunque pueda parecer osado, esa era la reflexión, el símil al que me proponía que llegaran mis alumnos. De todas formas, antes de eso, el otro objetivo (el prosaico, el curricular) era que el grupo ejercitase la memoria y compartiese conocimientos. La formulación (e improvisación) de preguntas para conducir (y reconducir) un debate es casi un arte. Las preguntas deben ser abiertas, y de la dificultad correcta. De todas ellas, sin embargo, mi preferida, quizá por ser la más abierta posible, es simplemente: “¿Qué?”. Sin más preámbulos, pues, ese día escribí en la pizarra: “¿Qué, la Estadística?”.

Mis alumnos ya me conocen, saben que esa ausencia de concreción en la pregunta es intencionada. Mientras se pasan el turno de palabra para intervenir, yo tomo concienzudos apuntes de lo que dicen y, cuando el grupo llega a un callejón sin salida, resumo en la pizarra su progreso y después les oriento con nuevas preguntas. Es uno de los momentos preferidos de mi profesión. Nunca deja de maravillarme la manera en que, con la debida paciencia y la justa dirección, un grupo de adolescentes construye pensamiento matemático por su cuenta. Aquel día, sin embargo, la clase se encalló en etapas iniciales. En lugar de hablar de Estadística, discutieron largamente la definición de Probabilidad, y entraron en sutilezas semánticas. Por supuesto, respeté sus inquietudes y, aunque la clase sirvió de repaso para conceptos que utilizaríamos más adelante, me sentí obligado a dar por cerrado el debate. No había conseguido dirigirles hacia la idea que me había propuesto, así que tuve que añadir la sesión a la extensa lista de fracasos pedagógicos de mi historial. De todas formas no me desanimé, y utilicé los últimos diez minutos para transmitir la idea de la manera tradicional: con un discurso breve, pero en el que concentré todo el apasionamiento de que fui capaz.

Supongamos que hay una cosa realmente difícil de conseguir, les dije, una cosa que, precisamente, sería nuestro sueño cumplirla. ¿Qué nos diría la Estadística? Nada positivo, seguramente. Algo así como que el noventa y nueve coma nueve por ciento de los intentos han fracasado. Augurios pésimos fundamentados en la experiencia. Pero, ¡ah!, eso nos pasa por fijarnos en la Estadística. ¿Qué nos diría la Probabilidad? Si nos preguntamos cuál es la probabilidad de que alguien lo logre, ¿no es acaso cierto que no es imposible, es decir, que la probabilidad es mayor estrictamente que cero, y que por lo tanto existe, por ínfima que sea, una mínima posibilidad?

A veces la pedagogía moderna se excede en sus críticas al método tradicional. Algunos discursos, aderezados con las dosis correctas de teatro, terminan por ser tan efectivos como la mejor de las sesiones competenciales. Aquel día percibí que los alumnos estaban atentos, que el mensaje estaba entrando. Les señalé con el dedo, y rebajé el tono hasta la complicidad. Fijaos en vuestros padres, y fijaos en nosotros, los profesores, les dije. Cuando os decimos que no hagáis determinada cosa, y os argumentamos que nosotros tenemos experiencia, que nosotros ya hemos pasado por lo mismo, y eso que queréis hacer os va a ir mal, que vais a fracasar, ¿qué pensáis?

Sus ojos se encendieron. Todos han discutido o recibido prohibiciones de sus padres y profesores, por pequeñas que sean. Nosotros representamos la Estadística, les dije, los datos comprobados, la experiencia. ¿Pero quién quiere escuchar a un pasado anticuado, a unos aburridos porcentajes, con todas sus odiosas advertencias? El futuro, el espacio abierto de las probabilidades, ese amplio universo en el que todo es posible, ¡todo eso está aún por explorar!

A veces, es cierto, sucede lo peor, añadí, adoptando un tono de decepción. Aunque nos avisaran, nosotros no hicimos caso y quisimos cumplir nuestro sueño. Pero sucedió que fracasamos. Fuimos valientes, pero fracasamos. Resultó que la experiencia sí era un grado, y de repente pasamos a ser el enésimo caso que, añadido a las estadísticas, servirá para que otro padre (u otro profesor) nos utilice en sus moralejas. ¡Qué más da que les digamos que necesitamos comprobar por nosotros mismos ese fracaso! Ellos insisten en aleccionarnos. Nos damos cuenta entonces de que nuestro futuro se convierte en seguida en presente, y este, desvanecido al instante, se convierte también en pasado, en Estadística.

Para ese momento me reservé el uso de un adjetivo que habíamos estudiado hacía apenas un par de meses. Les dije: fijaos, el presente es infinitesimal, y formé una pinza con el dedo índice y el pulgar, sugiriendo una minúscula precisión, tratando de cargar de dramatismo el momento, con la esperanza de emocionarles. El presente, infinitesimal y efímero, es como el número cero, añadí, un concepto matemático que necesitamos, que definimos y utilizamos habitualmente para que todo funcione, pero que apenas tiene sentido, pues representa el vacío.

Cuando terminé de decir aquello sentí una inspiración. Miré la hora en el móvil, y como todavía me quedaban unos minutos, decidí dejarme llevar. Para este último tramo no necesité añadir ningún teatro, pues hablé desde mi más absoluta sinceridad. La Estadística es el pasado, les dije, lo caduco, la muerte. En ese momento empecé a sentir que ya no les estaba hablando a ellos, sino a mí mismo. No ignoréis por completo las conclusiones a las que llegan las estadísticas, les dije, no seáis necios. Pero tampoco dejéis que la sombra del pasado os domine, os paralice u os impida alcanzar vuestros logros. Creo que con aquellas frases trataba de condensar el eterno conflicto entre la juventud y la madurez con que la existencia nos tiene entretenidos. Entonces, para culminar el momento, cerré el puño y grité, ¡aferraos a la Probabilidad! La Probabilidad es el amor, la magia, la poesía… ¡la libertad!

Después de aquello, lo ideal es que hubiera sonado el timbre, pero no fue así. Para colmo, después de todo, me di cuenta de que el tema que íbamos a empezar era el de Estadística, y no el de Probabilidad, pero tampoco me importó. Cerré el ordenador y salí de la clase, dejando la puerta abierta. Quiero pensar que el discurso había calado por la intensidad del silencio que percibí a mis espaldas. Salí del edificio, atravesé el patio de nuevo, y entré en la sala de profesores. En ese momento tuve la iluminación que cerró el círculo. Me di cuenta de que el mundo es un universo que la ciencia se esmera en comprender, pero que la ciencia está sobrevalorada. Un teorema es cierto hasta que alguien demuestra que es falso, una teoría es válida hasta que alguien encuentra una mejor. Y las estadísticas… están para romperlas. El mensaje que había dado a mis alumnos, esa arenga en favor de la juventud, del riesgo, de la fe en el futuro y en ellos mismos, cristalizó de repente en una necesidad de rebeldía que me envolvió violentamente, como si toda la energía que trataba de motivar en mis alumnos brotase de repente en mi interior.

Ese día resolví algunas de las dudas que venían acosándome las últimas semanas. El pesimismo pretérito de la Estadística nos impide a veces abrirnos a lo que sucede en nuestros presentes, y hay que aferrarnos a la esperanza, a la Probabilidad, para mantenernos vivos. Al mismo tiempo, sentí cómo algunas de mis inquietudes más íntimas, que amenazaban con marchitar, renacieron con fuerza. No sé cuál es el motivo exacto. Pero gracias a esta conexión entre las Matemáticas, mis alumnos y mi vida personal, renové la fe en mí mismo, en mi futuro y, de paso, en mi profesión.

Lo único que me quedó pendiente por resolver fue el símil entre el número cero y el presente. Pero estaba claro que tendría que meditar mejor la manera de discutirlo con mis alumnos.