carta a mi madre

Madre, te escribo esta carta con cautela, no creas que me es fácil expresar lo que siento. Ayer mismo charlamos por teléfono. Debías de estar leyendo porque tardaste en cogérmelo. Hablamos de lo de siempre, una puesta al día mecánica y breve. Después me invitaste a cenar, pero yo te dije que no, que aún tenía trabajo en casa, que ya pasaría otro día. He de confesar que te mentí. Es verdad que tuve el impulso de llamarte, quería contarte y preguntarte muchas cosas, muchas más de las que caben en una llamada telefónica, pero en seguida me di cuenta de que no, de que aún no, de que aún tenía que meditarlo más.

No te asustes, quizá nada de esto nos afecte, no al menos perceptiblemente. Ya me conoces, cuando algo se mete en mi cabeza soy incapaz de dejarlo pasar, he de encontrarle sentido, si es posible también solución. No es verdad que tuviera trabajo. Te mentí porque llevo unos días ofuscado, y esta vez mi obsesión te concierne a ti.

Verás, desde hace un tiempo he venido observándome, estudiando mi relación con el mundo y sus formas, pensando también en mis características, sobre todo las que heredé de ti. Ya, ya sé lo que estás pensando, siempre he tendido a analizar demasiado, a hacerlo además bajo el prisma de las matemáticas. Pero sabes también que no sé remediarlo, que me es imposible desentenderme de ellas. A veces siento que yo mismo soy un conjunto de teoremas, una teoría propia que incluye cálculos y propiedades, por supuesto también contradicciones. Mi cuerpo, mi mente y mis emociones forman un triángulo que fue construido sobre mecanismos aprehendidos, inercias inconscientes que nacieron en la infancia y que, a pesar de todos sus progresos, en este momento he sentido que debo revisar.

Cuando tenía veinte años usé una imagen para explicarte que era natural que yo quisiera irme de casa. Te dije que yo era un pájaro, y que las madres de los pájaros no solo no impiden que sus pequeños vuelen, sino que hay un momento en que incluso les empujan a hacerlo. Aún puedo reproducir en mi imaginación el cambio de expresión que se produjo en tu cara, la comprensión repentina de aquella verdad universal. Estoy a punto de cumplir cuarenta años y el símil de aquella anécdota me resulta ahora infantil y lejano, un aprendizaje de primer curso de adultez. Pero más allá de lo estrictamente logístico de la emancipación, a través de mis últimas experiencias me he dado cuenta de que aún tengo bóvedas que me impiden volar más alto o más lejos, hacerlo quizá de otra manera, y estoy convencido de que la solución pasa por verte a ti, por mirarme a través de ti.

Recordarás mi infancia, no me cabe duda. A las madres se os graban los recuerdos como fotografías pegadas al alma, los evocáis con una nostalgia que alguien sin hijos sería incapaz de emular. Vivíamos en el antiguo Egipto. Qué calor y qué atraso tecnológico, pero qué paz y qué suerte de momento. Todo estaba aún por hacer, todo el camino por definir. Tengo un recuerdo vago de las pirámides, aquellas imponentes figuras que solo divisábamos de lejos. Pero me acuerdo muy bien de cuando íbamos al río. Yo solo era un niño pero tú me llevabas para que viera cómo los agricultores reconstruían las delimitaciones de sus cosechas. Cuando el río bajaba despiadado, su anchísima lengua inundaba todas sus propiedades, pero después volvía a su cauce, y entonces cada uno exigía sus extensiones, nadie quería perder ni una parte de su tierra. Lo hacían usando unos papiros extraños, llenos de símbolos misteriosos. Qué ironía, también qué decepción, pensar que conceptos como el perímetro o el área surgieran de la propiedad, del individualismo; al fin y al cabo del egoísmo. Conversando contigo y con aquellos sabios aprendí a medir distancias y superficies, y aún recuerdo la sencillez con que construíamos ángulos rectos usando aquellos triángulos tan concretos.

Nunca te estaré lo suficiente agradecido por haberme criado en aquel lugar y en aquel momento, el del nacimiento de la geometría. De aquellos años aún conservo una irrestañable tendencia a traducir al lenguaje geométrico los resultados de cualquier ámbito, incluso los más alejados de ella. Después nos mudamos a Grecia, a sus ciudades modernas y democráticas, y aquella tendencia aún se habría de acentuar más. Con razonamientos tan simples como brillantes aprendí a calcular el radio de la Tierra con Eratóstenes, me acerqué mucho al número Pi con Arquímedes, y descubrí la belleza de las cónicas con Hipatia, la primera mujer matemática de la historia. Pero de todos ellos del que más me acuerdo es de Pitágoras, ese hombre sabio y misterioso, también peligroso, pero del que aprendí tanto; fue él quien me explicó que aquellos triángulos que descubrí en Egipto cumplían propiedades especiales, eso que siglos después llamarían Teorema de Pitágoras.

Fue una infancia feliz, no creas que no soy consciente de ello. Crecer entre tanta sabiduría me dio libertad de pensamiento, también capacidad crítica. Las demás civilizaciones progresaban en otras direcciones, pero en Grecia se formó parte de mi personalidad, sobre todo en el instituto. Allí se intensificaron las otras pulsiones, las que más nos alejan de una madre, recordarás bien los años de rebeldía. Pues bien. Es precisamente de la evolución de ese giro o ese cambio de foco del que quiero hablarte, del desprendimiento de ciertos vínculos, de las connotaciones, de los inadvertidos residuos del complejo de Edipo.

Más que en la metáfora de matar al padre, de rivalizar con él y de tratar de derrocarle, quiero poner el foco en la madre, en algunas creencias que la relación con ella imprime en el subconsciente. En la primera infancia el complejo de Edipo se manifiesta a un nivel obvio, de apego físico. Poco después la masturbación conduce el deseo hacia otro lugar y el complejo queda, por así decirlo, resuelto. Sin embargo, después de superado, hay concepciones o ideas mucho menos evidentes, pero que apuntan a que la resolución ha sido incompleta, o que ha mutado hacia algo diferente. En aquellos años yo creo que aún cerraba esos últimos ciclos, de ahí las ausencias, el alejamiento, algunos desplantes. Aún así de algún modo el desasimiento no era del todo nítido, y yo seguía atendiendo a las clases que me indicabas, a medio camino entre el nido y el cielo.

Fue la época de Euclides, aquel profesor inigualable. Aún recuerdo la impresión que me produjo cuando me regalaste una réplica de Los Elementos, su obra faraónica. En aquellos tomos había resumida toda la geometría de que se tenía conocimiento hasta entonces, y además se trataba de un modo verdaderamente matemático. Quizá en aquellos años de juventud desarrollé al hombre que soy ahora, pero yo aún creía en sus teoremas. Tú me enseñaste a apreciar la belleza, la creatividad de las demostraciones, e incluso acepté sin objeciones el axioma de las paralelas. Al fin y al cabo, ¿quién iba a negar que por un punto externo a una recta solo pasa otra recta paralela a la primera?

El tiempo así construido, fundamentado en la geometría de Euclides, llegó después a otra era, y tu pequeño pájaro se marchó del todo. Fueron los años de los viajes, de las migraciones a veces desbocadas, la época de Inglaterra, de Alemania y también de Italia. Pocos hijos habrán hecho sufrir tanto a una madre. Yo estaba lejos de casa, derrochaba y trasnochaba y quemaba la vida en lugar de vivirla, puedo entender la impotencia, la incomprensión que sentías. Tardé mucho más de lo habitual en serenarme, sé cuánto trabajo te costó tolerar todo aquello. Pero también eso pasó. Pasó la sed de aventuras, pasó la insaciabilidad. Durante la Edad Media cumplí los treinta años, y a juzgar por la vida que llevaba o por las parejas que tenía, se podría decir que había alcanzado la madurez.

Pero yo aún habría de volver a la carga, a la aversión iracunda por lo establecido. Del mismo modo que hubo que matar al padre, me di cuenta entonces de que había que matar también a la madre. En aquel momento tú respirabas tranquila, yo había sentado la cabeza y tú te habías jubilado. Pasabas los días entre lecturas y paseos, te acercabas a la vejez con serenidad. Pero entonces llegó Riemann, llegó también después Lobachevsky, y de algún modo volví a las andadas. La modernidad trajo consigo nuevos retos y experiencias, exploraciones que reprobabas. Descubrí que considerar alternativas al axioma de las paralelas no solo no conducía a contradicciones, sino que engendraba geometrías extrañas y hermosas, como la elíptica y la hiperbólica. Recuerdo bien tu reacción cuando te hablé de aquellas teorías. Tú siempre lo has negado, pero más de una vez he pensado que la depresión que sufriste estuvo relacionada con ello. Yo te veía postrada en la cama, sin la energía ni el ánimo para levantarte, y me parecía que eras la viva imagen de Euclides; que yo era el hijo insolente que le explicaba los éxitos de cuestionar su axioma.

En aquel momento yo era un acérrimo geómetra, un aspirante a innovador teórico, y me uní con fervor a las nuevas corrientes. Me rebelé visceralmente contra todo lo que representabas, sabes muy bien como se activan mis entusiasmos. Para ti era incuestionable que la suma de los ángulos de un triángulo fuera de ciento ochenta grados, pero yo ya descifraba trigonometrías esféricas, y construía geodesias en la pseudoesfera. Yo no sé si has pensado nunca en ello, pero a mí siempre me ha parecido que en aquella controversia se resumía el conflicto generacional que nos separa, ese cúmulo de diferencias irreconciliables que tú te cansaste de reprocharme, que desistí yo también de confrontarte.

La ruptura entre nosotros cristalizó aquella tarde de diciembre, en tu casa, a mediados del siglo XIX. Yo debía de volver de alguno de mis congresos, y me harté de tu contención creyente. Te dije “basta, lo aceptes o no, el mundo no es como tú crees, la geometría no tiene por qué ser euclídea”. Estoy seguro de que aquello abrió una brecha en tu seno, una herida que tardó en curarse. Pero si una cosa no puedo reprocharte es tu capacidad de adaptación. Finalmente, cuando llegó el siglo XX, y con él la teoría de la relatividad, aceptaste por fin las nuevas geometrías. Al mismo tiempo, cuando los tensores de la geometría diferencial se consolidaron en la comunidad científica, también yo me apacigüé. Para qué luchar tanto por unas verdades que ya todo el mundo aceptaba. Tanto tú como yo entendimos que las tres geometrías eran perfectamente compatibles, se trataba solo de especificar su contexto. Nuestra relación regresó entonces a los algodones afectuosos de una madre y un hijo, a un amor y un cariño muy parecidos a la buena amistad.

Imagino que darías por definitiva esa tregua, pero he de volverte a contradecir. La inquietud y el constante cuestionamiento son características que no creo que abandone nunca, más bien me esfuerzo en mantenerlos. Quizá la mutua aceptación de nuestras geometrías representó en su momento la erradicación aparente de esos últimos trazos o mutaciones del complejo de Edipo. Pero, como te decía al principio, desde hace un tiempo he transitado momentos que han hecho aflorar nuevas dudas, sutilezas que no había advertido.

Estarás de acuerdo conmigo en que una de las propiedades fundamentales del amor de una madre es su incondicionalidad. Yo ya podía hacerte las trastadas que fuera, marcharme las veces que hiciera falta, que tú siempre estabas ahí, justificando y perdonando y aceptando. Soy además el hermano menor, el caprichoso, el que todos adulan, el que no tuvo la responsabilidad de cuidar a nadie. Sabrás también que siempre he tendido a tolerar mal las críticas, que habita en mí un narcisista, un egocéntrico, un hedonista. De algún modo, durante la infancia, debí de acostumbrarme a ser el niño mimado, el rey de la casa, el que todo lo hace bien, el que cree que el mundo está ahí para servirle, el que se enfada si sus deseos no se cumplen. Todas esas son tendencias que con la edad y la conciencia he conseguido atenuar, en eso también estarás de acuerdo. Pero hay un lugar en el que sospecho que algunas de esas inercias aún sobreviven.

Ese lugar es la pareja. A través de volver a analizar mis relaciones, me he dado cuenta de que, en cierta medida o en cierto plano inconsciente, parezco esperar de ellas un comportamiento parecido al que recibí de ti. Es posible que esté exagerando, o que busque respuestas en el lugar incorrecto, pero si soy sincero conmigo mismo, he de asumir que los arrebatos más duros o definitivos, los rechazos o animadversiones más graves, las más repentinas insatisfacciones, las he sentido cada vez que he recibido actitudes que una madre no suele tomar, como si en las capas más profundas de mi subconsciente aún no hubiera aprendido a distinguir el amor adulto, de aquel que proyecta las primeras fases de la relación con la madre.

Me asusta pensar cuántos de mis fracasos se han debido a esto. Tampoco sé bien si estoy errando el tiro, y mi ignorancia da palos de ciego. Esperar de la pareja un amor incondicional no es realista, pero quizá sea natural. Pretender también que esa persona estará ahí siempre para nosotros, hagamos lo que hagamos, es también una creencia errónea, pero comprensible. Algo me dice además que ese egocentrismo, esa perversión edípica de servilismo, de cosificación, de sutil menosprecio o infravaloración, es más común de lo que parece en la comunidad masculina; que quizá sea incluso el motivo último del machismo imperante. No lo sé. En cualquier caso, en este momento tengo la sensación de haber llegado a un punto de no retorno, a un lugar de conciencia inaudita, como si hubiera acabado de descubrir una última jaula, y la estuviera observando, preparándome para romperla.

Te preguntarás cómo he llegado hasta aquí. La respuesta, podrás adivinarlo, la encontré en las matemáticas. Hace apenas un par de semanas asistí a la exposición de un trabajo de investigación que tutoricé. Iñigo es uno de los mejores alumnos que tengo este año, y dedicó su trabajo a la geometría fractal. Su exposición fue excelente, y el tribunal le concedió una unánime matrícula de honor. Iñigo desarrolló los fundamentos básicos de la teoría, y después expuso unas cuantas ideas propias e innovadoras, aplicadas a la ingeniería. Durante su defensa yo le escuchaba atento, nervioso por si sería capaz de brillar. Su discurso fue correcto, técnico y bien hilvanado pero, en un momento dado, Iñigo dijo “la naturaleza es fractal”, y he de confesar que, a partir de aquel momento, tuve dificultades para concentrarme.

La geometría fractal nació como un entretenimiento, y no fue hasta la llegada de los ordenadores, hace solo cuarenta años, cuando Benoit Mandelbrot la popularizó. El adentramiento en sus definiciones y construcciones es un camino apasionante de sorpresas y bellezas, pero yo mismo la había también relegado a un plano curioso de la matemática, a un divertimiento, a una abstracción vagamente conectada con la naturaleza. Los objetos fractales (de fractus en latín, roto, fracturado) no tienen una dimensión entera, un hecho, de entrada, inquietante. Así como la recta tiene dimensión uno, el plano dimensión dos, o el espacio dimensión tres, un fractal suele tener dimensión decimal, un cálculo que se obtiene relacionando el número de réplicas de sí mismo que se obtienen, con cada división que se le realice. La curva de Koch, el triangulo de Sierpisnki o la esponja de Menger son ejemplos abstractos, creados a partir de iteraciones, y que cumplen la autosemejanza teórica de los fractales. Pero su presencia en la realidad me parecía más bien un efecto de psicodelia, un inspirador futurismo geométrico, pero al que no daba demasiada importancia.

Algo se abrió en mis concepciones cuando Iñigo lanzó aquella cita de Mandelbrot. A la vieja lucha entre geometrías euclídeas y no euclídeas, a todo el periplo amoroso por las mujeres de mi vida, se le añadió entonces una nueva variable, una última iluminación repentina. Como si una imprevista y sombría melodía brotara desde mi pecho, percibí con espanto la veracidad de mis sospechas. Repasé la gestión de mis emociones, también ciertos tonos de mi carácter, y encontré conexiones con mi relación contigo. En ese momento un haz de rupturas geométricas se abrió ante mí. Como nunca antes lo había hecho, vi entonces el mundo con ojos fractales. La estructura cristalizada de los copos de nieve, el perfil de los helechos, las grietas que forma la sequía en el suelo, las trayectorias quebradas de relámpagos y ríos, las venas y ramas de las hojas de los árboles, los perímetros de las nubes y de las costas, la irregularidad de las cataratas; todos aquellos diseños que recubrían la realidad no solo eran sublimes, sino que constituían la verdadera estructura de la geometría, su fracturada y estética disposición en el mundo, su fascinante complejidad, también su sencillez.

Me di cuenta entonces de cómo en todos mis años de rebeliones, de reformulaciones teóricas y capítulos geométricos, solo había llegado a un estadio prematuro de conciencia, a un grado insuficiente de plenitud. El amor de una madre es incondicional pero su dirección es unívoca, en la primera infancia los hijos solo se ven a sí mismos. Esta etapa euclídea, plana y axiomática, progresa después hacia una idea de amor también incompleta, un mercantilismo que consiste en dar a cambio de recibir, en participar de un contrato más o menos tácito, a menudo ni siquiera consciente. Esta segunda geometría no es euclídea: es hiperbólica por insostenible, elíptica por acotada. Puede además durar toda una vida, infinidad de parejas nunca salen de ella. Pero más allá del encasillamiento axiomático, más allá de las inevitables simplificaciones de los modelos geométricos, existe un último enfoque, fractal y definitivo, donde el amor es pureza, es incondicionalidad pero esta vez desinteresada, bidireccional, carente de juicios o proyecciones freudianas, y desaparecen por fin las últimas jaulas, las que nosotros mismos, por falta de conciencia, nos habíamos estado imponiendo.

Escrito así, te parecerá que he encontrado el santo grial. Ya me conoces. Me abrazo a los credos con la pasión de un converso. Pero si una cosa he aprendido es a no desplazarme como un péndulo, a jugar con los polos hasta encontrar equilibrios. El enfoque fractal se ha presentado ante mí como una puerta de entrada a una manera distinta de entender el mundo, una geometría de las relaciones más pura, también más fracturada, pero capaz de albergar longitud infinita en un área finita, o un área infinita en un volumen finito. Esta propiedad bastaría para convencer a cualquiera de la ilimitada profundidad de su alcance, pero yo aún prefiero mantenerme cauto. Por el momento, el mundo es aún tan euclídeo como no euclídeo, no es fácil dejar de ser uno mismo, quizá sea imposible hacerlo del todo.

Tampoco creo que te envíe esta carta. Al fin y al cabo no tengo nada que reprocharte, yo soy el último responsable de mi camino. Es cierto que me siento vacío, ignorante, pero la incertidumbre que me produce este nuevo horizonte está cargada también de esperanza, como si hubiera acabado de detectar una estrategia, y sospechase que la solución anda cerca. El amor, como la geometría, es hermoso pero cambiante, es sencillo pero caprichoso, es difícil, pero es el motor último de la existencia, también el más bello de los aprendizajes, sin duda el esfuerzo vale la pena.