APOCALIPSIS matemático

acto segundo

Al principio aún mantuve un escepticismo prudente, una esperanza. Me decía a mí mismo: “no será capaz, en el último momento habrá una iluminación ética en su conciencia, pensará en las vidas de los matemáticos, entenderá que son personas, tendrá en cuenta el dolor de su familias y se dará cuenta de su desvarío: no, Marcos Deverne no matará a nadie”. Era como si detrás de aquella infranqueable nube de razonamientos extremos, tan seguros de sí mismos, se alcanzase a entrever algo parecido a la bondad, a veces en miradas que abandonaban la habitual obcecación -y se relajaban como lo hace el mar al llegar la noche-, o cuando a través de gestos y comportamientos se le atisbaba un carácter que ya no era frío ni violento, sino sensible.

Cuando escuchaba música, por ejemplo, cerraba los ojos y sus comentarios eran de una índole poética y elevada, casi exclusiva. Sentado en el sofá del salón de su casa, observándole apreciar aquellas piezas inclasificables, me costaba verlo como al ideólogo de un descabellado genocidio, sino como a alguien avanzado a nuestra época, un visionario, un privilegiado que había sido tocado por un don brillante, por mucho que, simplificando el juicio y las convenciones, fuera tan fácil calificarle como un loco. Decía: “escucha este ritmo roto, este diapasón en los dientes, esta libélula que aparece y desaparece: ¿no te parece que hay algo que se sale de ti? ¿que hay una paz y un oleaje distinto, como en un sueño dentro de un sueño, o como en una inmersión en el exterior de ti mismo?”, un tipo de comentarios que no me costaba materializar (porque en efecto veía una libélula que aparecía y desaparecía, sentía el temblor de un diapasón en mis dientes, y notaba cómo las rupturas del ritmo me transportaban a un lugar indefinible), abstracciones inquietantes y deliciosas, pero que después contrastaban con aquellas arengas en contra de las matemáticas y de los matemáticos, unas diatribas encendidas e incendiarias, criminales, destinadas siempre a su ambicioso e imperturbable objetivo último: la erradicación de las matemáticas, según él las culpables de todos los males de la humanidad.

Mi error fue pensar que aquellas dos caras -el ser sensible y elevado por un lado, el implacable asesino por el otro- eran dos polos opuestos, porque lo cierto es que se complementaban. La obsesión de Deverne era que las matemáticas habían corrompido la práctica totalidad de los ámbitos del pensamiento humano, dotándolos de un marco para encontrar respuestas y explicaciones, pero que se había pagado un precio demasiado alto por su supuesta objetividad. Según él, las injusticias e insuficiencias de la sociedad y del ser humano -su infelicidad crónica- eran producto de la preponderancia de un ego sobredimensionado, del sometimiento a sus peores versiones, una esclavitud que había derivado en un raciocinio cruel y competidor, una mentalidad envilecida, egoísta -y en última instancia insatisfecha- y que era producto de las matemáticas, puesto que, pensamiento y matemáticas eran -el uno y las otras- consecuencia y lenguaje mutuos. Sostenía pues que la única manera de sanar al mundo y a sus habitantes era cortar de raíz con sus orígenes, y, aunque en su empeño por derrumbar las prisiones del ego fuera capaz de amenazar con violencia, al mismo tiempo reconocía en la música uno de los pocos bastiones de libertad, un intersticio que se había salvado de las matemáticas -la sensibilidad-, y sobre la que no volcaba violencia alguna, puesto que era la prueba de que sus teorías eran correctas: de que aún había esperanza.

Lo que Deverne esperaba encontrar después de acabar con las matemáticas era poco menos que el paraíso, la realización de un deseo que compartiría cualquier especie -el fin del dolor y del sufrimiento, la felicidad impoluta, inquebrantable-, y a pesar del rechazo que me producía escucharle palabras como “asesinato”, “muerte” o “exterminio”, no podía dejar de sentir una creciente curiosidad: al fin y al cabo, Deverne no pretendía resolver el sentido de la existencia, pero sí divinizarla. Nos explicaba, por ejemplo, que si desapareciese el concepto matemático del orden (el dos es menor que el tres, el diez es mayor que el cinco), como consecuencia dejaríamos de compararnos entre nosotros -o nosotros mismos en relación con el tiempo- y abandonaríamos nuestro anhelo constante de aumentar o disminuir las cualidades y aspectos que nos preocupan, siempre expresables como variables más o menos numéricas (queremos ser más libres o menos desgraciados, más populares o menos obesos, más longevos o menos ignorantes), y por lo tanto comparables en el sentido matemático. De este modo desaparecería el dolor, la frustración de no ver nunca cumplidas nuestras pretensiones, y experimentaríamos la paz que supone el definitivo desvanecimiento del ego.

El discurso de Deverne era pues profético, pero colindaba a veces con lo alucinógeno. Nos hablaba también de las virtudes de la contradicción, un lugar prohibido por la lógica y las matemáticas, pero que escondía escenarios desconocidos, como los que veíamos cuando fumábamos de su pipa, que contenía una droga de un efecto muy rápido y preciso, y que permitía visualizar la famosa paradoja de Banach-Tarski (según la cual es posible cortar en pedazos un guisante y reensamblarlo y convertirlo en el Sol, sin añadir ni quitarle nada, una inverosímil y fascinante experiencia sensorial), aunque insistía en que aquel era un teorema cierto –en el sentido de que había sido demostrado por las matemáticas- pero que provenía de la aceptación de un axioma (el axioma de elección): un tipo de afirmación cuya verdad no sabemos con certeza -y nos limitamos a aceptar- y que, por lo tanto, tan solo expresa un prejuicio, un “artificio intolerable” de las matemáticas, otro de los blancos habituales de su ira.

Derrocar la opresión de los axiomas, abrazar la paradoja y la contradicción, acabar con las matemáticas para construir otras nuevas, salvar a la humanidad de la esclavitud del ego: todo aquel mapa del renacimiento humano era sin duda una panacea atractiva, pero el camino escogido (matar uno a uno a todos los matemáticos) era un auténtico disparate. Se me hacía difícil comprender cómo una inteligencia como la suya no se daba cuenta por sí sola, pero debí de subestimar su empecinamiento, o acaso aquel odio que sentía por los matemáticos era más hondo de lo que creía, porque tardé poco en comprobar que sus amenazas no eran baldías.

Un día irrumpió en el sótano donde nos reuníamos con el puño cerrado en una expresión de victoria contenida, y nos dijo: “la cruzada ha empezado, hoy he matado a mi profesora de matemáticas”. Se refería a la profesora que tuvo en el instituto, a quien culpaba, como a todos los profesores y divulgadores, de tratar de inculcarle la “inaceptable hegemonía” de las matemáticas. Alexei, Charlotte y Martina aplaudieron con un fervor que no supe distinguir si era sincero, pero yo me quedé paralizado, y tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no mostrar la aprensión y el miedo que me invadieron, sobre todo este último. Ninguno de ellos lo sabía, pero yo hacía solo unas semanas que, en un ataque de pánico, había filtrado sus planes pensando que así salvaría vidas. Por mucho que no hubiera servido de nada -mis correos electrónicos fueron totalmente ignorados-, o que ahora me arrepintiese de haberlo hecho -en aquel momento yo ya era un creyente de sus ideas, aunque no de su método-, ahora que había confesado su primer crimen y que había demostrado que era capaz de matar, estaba seguro de que, si Deverne me descubría, no le temblaría el pulso en sacrificarme, de modo que mi única opción era la complicidad y el fingimiento: seguir ganándome su confianza y, a la menor ocasión, borrar todo rastro de mi delación.

Los siguientes crímenes se sucedieron sin que yo pudiera reaccionar de ningún modo. Asesinó a un conocido divulgador que tuvo la mala suerte de actuar muy cerca de su casa, y a quien culpó de utilizar la magia matemática para “encandilar a ingenuos”. De aquel crimen Charlotte creó uno de las frases que después se hicieron más populares: “los matemáticos son las nuevas brujas y por lo tanto deben morir”, y poco después la víctima fue otro matemático famoso, otro divulgador que cometió la afrenta de “tratar con ligereza el diabólico concepto del infinito” (y que convertía en comedia las misteriosas relaciones que existen entre el cero y el infinito), un asesinato que quizá no hubiera sucedido -o no todavía- si Alexei no hubiera traído el libro de la víctima a una de nuestras reuniones. La elección de los crímenes parecía pues responder más al azar de sus encuentros u ocurrencias que a un plan definido, y aunque el resto del grupo celebraba sus hazañas, nadie más parecía tomar la iniciativa, como si la autoría de las muertes fuera una parcela exclusivamente suya. Yo estaba bloqueado, atemorizado y únicamente ocupado en disimular mi espanto, pero por suerte el grupo recuperó un poco la cordura. Después del quinto asesinato, una de las reuniones consistió enteramente en redefinir la estrategia. Para mi sorpresa, la preocupación no provenía del hecho de que el plan inicial fuera logísticamente intratable (entre profesores, divulgadores y matemáticos, la cantidad de víctimas posibles podría sumar millones, y además repartidas en infinidad de países, una empresa inasumible), ni tampoco de lo absurdo de pretender erradicar las matemáticas eliminando a los matemáticos (del mismo modo en que no desaparece el lenguaje eliminando a los lingüistas, o la música eliminando a los músicos). El problema era la más que probable amenaza de ser descubiertos. La discreción no era en absoluto el punto fuerte de Deverne, que proclamaba a los cuatro vientos sus intenciones, y además dejaba en la escena de los crímenes unas notas reivindicativas firmadas por el “movimiento anti-matemático”. Pronto en la prensa empezó a hablarse de los “crímenes matemáticos”, y, puesto que Deverne ya se había hecho discretamente popular por sus intervenciones apocalípticas en los congresos que intentaba sabotear, era fácil prever que pronto sería señalado como el principal sospechoso, si es que no estaba siendo ya investigado.

Fue Alexei quien activó las alarmas. La primera reacción de Deverne fue entrar en cólera, y de una patada rompió la silla que había en frente suyo. Dijo: “a la mierda la policía, si hay que acabar también con ellos, lo haremos”, pero fue solo un brote espontáneo de ira, porque en seguida se calmó, e incluso creí ver serenidad en sus ojos mientras escuchaba a Charlotte, que fue quien tomó el mando. Charlotte argumentó que no podíamos poner el plan en riesgo siendo demasiado ambiciosos o temerarios, y al ver que Deverne asentía con mansedumbre, decidí tomar parte en la discusión. Deverne había encontrado un algoritmo en tiempo polinomial para el problema de factorización de un entero en primos, y había demostrado que era un problema NP-completo. Los dos resultados conformaban la demostración de que la respuesta a la pregunta “¿es P=NP?” era afirmativa, pero más allá de las implicaciones que pretendía darle (según él, el teorema convertía la actividad de los matemáticos en innecesaria, pues ahora los ordenadores podrían resolver cualquier problema matemático), su descubrimiento era un arma de enorme potencia. Yo sabía que la gran mayoría de los sistemas de encriptación informáticos basaban su seguridad, precisamente, en que el tiempo de resolución del problema de factorización de un entero era intratable para los ordenadores, pero el algoritmo de Deverne ponía fin a esa limitación. Basándome en su trabajo, propuse al grupo diseñar un programa capaz de desencriptar cualquier código, una llave maestra que nos daría acceso a todos los ordenadores y servidores, y nos permitiría romper cualquier contraseña que existiera.

Mi propuesta fue recogida con euforia, y a partir de aquel día me convertí en el ejecutor de los nuevos planes. Les pedí que me dejaran trabajar durante unas horas, y cuando terminé el algoritmo, demostré su efectividad incrementando los saldos de sus cuentas bancarias en varios ceros. Antes de hacerlo, sin embargo, borré de todos los servidores aquellos correos electrónicos que demostraban que yo había intentado traicionar a Deverne, de modo que ahora ya no tenía que sufrir por si me descubrían. Me había ganado definitivamente la confianza de todos, y el primer paso de la nueva estrategia fue cambiarnos de residencia y borrar todos los archivos policiales relacionados con nosotros (y que, en efecto, ya existían). Por el momento estábamos seguros, pero disponíamos de un tiempo limitado antes de que los informáticos creasen un nuevo sistema de encriptación. Les propuse entonces un plan de hundimiento económico de las instituciones matemáticas, una especie de caos basado en la bancarrota de personas, entidades, editoriales y universidades relacionadas con las matemáticas. Conseguí convencerles de que, más que asesinando uno a uno a todos los matemáticos, podríamos erradicar las matemáticas derrumbando sus estructuras organizativas, arruinándolas, haciéndolas desaparecer del mapa a través del ahogo económico. La operación era ahora de una envergadura más grande, más logística y menos sanguinaria, pero aunque Alexei, Martina y Charlotte estuvieron de acuerdo con el nuevo enfoque (quizá ellos también tenían algún cargo de conciencia por las muertes que ya se habían producido), se hizo evidente que Deverne había cambiado de actitud.

Desde el momento en que dejamos de hablar de asesinatos, su presencia en las reuniones dejó de ser entusiasta, apenas si intervenía, y se lo veía cada vez más pensativo. Era como si, de repente, el plan hubiera dejado de interesarle, como si la ausencia de sangre lo hubiera desanimado, o como si estuviera tramando otras líneas. Por suerte su agresividad y arranques de violencia no se producían, pero era extraño que no hablase, o que asintiese dócilmente a las nuevas propuestas que generaba el grupo, y únicamente se dedicaba a escribir sobre unos apuntes de los que no nos contaba nada.

A pesar de su aparente desconexión, el resto continuamos usando el poderoso algoritmo, y durante unas semanas tuvimos la sensación de jugar con el mundo a nuestras anchas. No fueron pocos los departamentos de matemáticas que hundimos, ni los matemáticos y entidades que llevamos a la desesperación por los súbitos quebrantos que les infringíamos a sus economías. Durante un tiempo conseguimos crear una relativa sensación de caos (Charlotte lo llamó “el apocalipsis matemático”), pero aunque aquella especie de terrorismo frío en el que nos embarcamos era excitante, era un trabajo también extenuante. Los resultados, además, tampoco terminaban de ser evidentes, y empezaron a surgir las dudas (¿cómo sabríamos si las matemáticas desaparecerían? ¿cómo eliminaríamos de la mentalidad humana una ciencia tan asentada en su cultura, tan popular y extendida, tan integrada en su forma de pensar?), de modo que el método volvió a ser objeto de revisión.

Deverne recuperó entonces el mando. Alexei y Charlotte discutían sobre si era preciso volver al plan inicial, ahora que estábamos más o menos a salvo de la policía, aunque no supiéramos por cuánto tiempo. Alexei propuso una táctica de intensificación estratégica de los asesinatos, pero Charlotte dijo que había que plantearse acciones donde pudiéramos alcanzar a más víctimas, y no solo de una en una. Volví a sentir la vieja aprensión por el hecho de estar sacrificando inocentes, así que insistí en el plan informático, tratando de convencerles de que solo era cuestión de perseverar, aunque ni siquiera yo mismo creía en mis palabras. Deverne, en un gesto que mantengo guardado en la retina, se levantó de su silla, alzó sus apuntes, y de un plumazo los estrelló contra la mesa, haciéndonos callar a todos. Se quedó de pie, miró al suelo con una expresión de derrota, y nos dijo: “ni asesinatos, ni bancarrotas, ni exterminios colectivos: nada de eso va a servir de nada”. Martina asintió como si ya supiera qué iba a contarnos a continuación, mientras Charlotte, Alexei y yo nos miramos desconcertados. “Nunca destruiremos las matemáticas con herramientas y procedimientos que le pertenecen”. Nos miró entonces como lo haría un profesor que se ve obligado a comunicar a sus alumnos que han estado trabajando en balde, a partir de un supuesto erróneo. En aquel momento sentí un desánimo absoluto. Deverne tenía razón. Aquella era la terrible, evidente y descorazonadora verdad: nada de lo que hiciéramos acabaría con las matemáticas, puesto que nosotros mismos, nuestra forma de pensar y cualquiera de nuestras ideas o acciones pertenecían todas al universo de las matemáticas, todos ellos ejemplos y representaciones suyas. Nuestra epopeya era pues tan absurda como querer borrar la pintura de una pared aplicándole nuevas capas: como pretender generar silencio a partir de palabras.

El discurso que pronunció entonces Deverne fue el último que escuché de su boca. Dijo: “solo hay dos formas de salir de las matemáticas”. No recuerdo en ninguna de las reuniones un silencio tan expectante, tan intenso como el que se produjo entonces. Nuestro profeta, nuestro visionario iluminado y apocalíptico estaba a punto de dictar sentencia, y nos quedamos todos inmóviles, esperando a que prosiguiera. “Una de ellas es esperar a conocer a otra civilización diferente a la nuestra, y eso no va a ocurrir pronto, si es que ocurre nunca”. Seguíamos sin decir nada, esperando, como siempre, a que nos instruyese. Nos explicó entonces que, del mismo modo en que surgió en el ser humano la necesidad de nombrar objetos (y así nació el lenguaje, que con los siglos evolucionó hasta la literatura), la percepción espacial que tenemos de nuestro mundo -esto está aquí, esto otro allá, en lugares distintos y por lo tanto contables- propició la creación de un gen matemático, una inteligencia primigenia de origen biológico, y cuya herramienta original eran los números naturales. Como en el caso de la literatura a partir de las palabras, el crecimiento y la evolución de nuestro cerebro terminó construyendo lo que ahora es el enorme edificio de las matemáticas, únicamente a partir del proceso de contar: el resto era todo artificio y creatividad, rizar el rizo una y otra vez. “Solo una civilización que haya sido biológicamente diseñada para percibir el espacio de un modo diferente al nuestro”, dijo entonces, “habrá desarrollado unas matemáticas diferentes”. “¿Percibirlo cómo?”, preguntó entonces Alexei. “Como se percibe un sistema dinámico, el de un huracán o de un fluido en movimiento: entendiendo el todo como una unidad”, respondió Deverne. Alexei asintió pensativo, y escuché que Charlotte inspiró con fuerza. “Si en lugar de objetos distintos y separados físicamente”, prosiguió Deverne, “concibiésemos el espacio como una sola unidad, sujeta a cambios y a conexiones internas pero unificada y conectada, entonces, en lugar de crear el edificio de las mátemáticas a partir de los números, lo haríamos a partir de las relaciones de nuestro sistema, y eso generaría un pensamiento diferente al nuestro, y por lo tanto unas matemáticas diferentes”.

Reconozco que me chirrió el hecho de que Deverne hablase ahora de un modo tan parecido a como lo hace la literatura esotérica, el mundo del yoga y la meditación, y algunas pseudociencias: el enfoque holístico, en definitiva. Enfermedades que se tratan desde una globalidad, más que de un modo local; la intuición de que estamos todos relacionados, el universo, la vida, sus objetos y emociones; entender el todo como una unidad de intrincadas y profundas relaciones, más que un conjunto de partes aisladas. Las teorias de Deverne se salían por primera vez de lo estrictamente matemático, y aunque recordasen, en efecto, al funcionamiento de los sistemas dinámicos de la física, tenían un componente místico decepcionante. Sin embargo Deverne había dicho también que “solo hay dos formas de salir de las matemáticas”, así que al ver que ni Alexei, ni Charlotte, ni Martina intervenían, decidí estirarle de la lengua. Le pregunté: “¿cuál es la otra forma?”, y entonces dijo: “la otra forma de salir de las matemáticas es salir de uno mismo, salirse del cuerpo y de la mente, abandonar la vida”, y después de una pausa, añadió: “para volver a nacer, hay que primero morir”.

Yo no sé qué es la locura, supongo que un convenio, un contrato firmado entre todos. El tiempo además pone a prueba cualquier cimiento, y lo que un día nos prohibíamos, poco después lo aceptamos con alegría o inconsciencia, o bien lo que hasta hace poco no hubiéramos nunca aceptado, ahora nos parece comprensible, e incluso legal. Todo pasa, todo cambia y todo muere, también todo vuelve a nacer, como diría Deverne. Nuestras mentes transitan durante décadas las frases y pensamientos que nuestros prejuicios aprueban, realizan los actos que nuestros vecinos también aprueban, y en el reconocimiento de lo propio en lo ajeno -y viceversa- nos decimos “no, no me he vuelto loco puesto que aún me comporto como la mayoría de la gente, como veo a mi alrededor que se comporta el resto”, como si en un continuo reflejo de espejos nos renovásemos los unos a los otros una ley compartida y comúnmente aprobada y que nos dicta qué es la cordura, qué la realidad, qué se sale de la norma, qué es estar loco y qué no estarlo. Deverne había cometido asesinatos, había tejido una teoría apocalíptica, desorbitada, y estaba claro que albergaba un odio irracional hacia los matemáticos, pero continuaba habiendo genialidad en sus desvaríos, así que, aunque la insinuación del suicidio fuese otra más de sus descabelladas ideas, se me hacía difícil pensar en que había perdido la cabeza.

Sentí compasión, también curiosidad por su nueva idea, pero ante todo me invadió la tristeza. Aquello era, a todas luces, una despedida, y además fue abrupta, muy en su estilo tosco, brillante pero seco, indomable. Deverne terminó de hablar y se marchó: se limitó a poner la silla en su sitio, dirigió una última mirada a sus apuntes, y, simplemente, se fue. Miré entonces a Alexei, que mantenía las cejas arqueadas y los ojos perdidos. Charlotte dijo: “¿dónde vas?”, pero Deverne ya había salido por la puerta. Después le gritó: “¿no estarás hablando en serio?”, y acto seguido salió tras él. Alexei nos miró a mi y a Martina, que permanecíamos inmóviles, y salió también a toda velocidad, supongo que pretendían disuadirlo. Yo aún no era capaz de digerir toda aquella información: en cuestión de minutos Deverne había cambiado por completo el guión, y ahora parecía haber desistido de salvar a la humanidad y pretendía salvarse él solo (o acaso él primero), suponiendo, además -y eso era mucho suponer- que su idea de suicidarse fuera efectiva, y suponiendo también que de verdad iba a hacerlo, aunque esto último era más que probable. Miré a Martina, desconcertado. Se había levantado de su silla, había rodeado la mesa, y tenía en sus manos los apuntes de Deverne. Siempre había pensado que había algo de misterioso en ella, un velo de abstracción en su mirada y que la hacía parecer siempre serena. Hablaba poco y siempre con frases cortas, resolutivas y técnicas, por eso me extrañó tanto lo que me dijo, no tanto por el contenido, sino por el tono que usó. “Deverne es un puto loco, pero no me dirás que no es bueno”, y a pesar de la gravedad del momento, no pude evitar sonreír. “Sí lo es, sí”, respondí, y entonces Martina abrió un camino después del cual ya no ha habido marcha atrás. Con los ojos traviesos y una expresión de fingida resignación, dijo: “yo creo que vale la pena que le echemos un vistazo a estos apuntes”.