APOCALIPSIS matemático

acto primero

En su momento lo dije pero nadie me hizo caso. Quién iba a atender a las advertencias de un informático sin padrinos en círculos académicos, un desconocido, alguien fuera de onda y por lo tanto ignorable. Me puse en contacto con los departamentos de las universidades más susceptibles de comprender la gravedad del problema, pero no recibí más de diez respuestas, y ninguna de ellas me dio la impresión de que me tomasen en serio. Lo intenté también mediante contactos directos, pero tampoco sirvió de nada: mi alcance se limitaba a tres o cuatro profesores con quien mantenía un cierto vínculo, pero en cuanto les enviaba por correo electrónico la información que tenía, ya no obtenía respuesta.

No sé qué hubiera pasado si no hubiera dado el nombre de Marcos Deverne, pero quizá fue un error hacerlo. En aquel momento se había convertido en una figura relativamente popular, pero contrariamente a lo que supuse, señalarlo a él no me ayudó a ganar credibilidad o atención, más bien creo que me las restó. Deverne llevaba un par de años haciendo públicas sus extravagantes teorías sobre el fin de las matemáticas, amenazando a profesores y a divulgadores y a cualquier matemático con quien se cruzara, pero su imagen rozaba la comicidad. Quizá él se consideraba a sí mismo un enfant terrible y revolucionario de las matemáticas, pero la verdad es que era visto como un incordio, un pain in the ass a quien -a excepción de sus pocos acólitos- nadie hacía verdadero caso, y se le consideraba más un bufón, un pobre diablo enfadado con el mundo y con unas ideas peregrinas.

La información que compartí consistía en tres fotografías -tres hurtos furtivos que tomé la primera vez que estuve en su casa- acompañadas de un texto explicativo. Conocía sus teorías a través de un amigo que había estado en una de sus reuniones: él me contó que algunas de las ideas de Deverne provenían de la lógica intuicionista y del ultrafinitismo, pero que su horizonte iba más allá. Afirmaba ser capaz de construir unas nuevas matemáticas que sustituyeran a las actuales, según él culpables de todos los males de la humanidad, y declaraba sin el menor reparo que para lograr su objetivo, debía acabar -literalmente- con toda su comunidad.

Por supuesto que yo rechazaba todo tipo de violencia, pero he de confesar que en el fondo simpatizaba con su proyecto. Siempre me pareció apasionante el fragmento de historia de las matemáticas en que los grandes sabios se enfrentaron al reto de comprender -y acaso alcanzar- la verdad, un debate crucial, de muchos capítulos y secuelas, y que no está, ni mucho menos, resuelto en la actualidad. De mis lecturas y conversaciones hacía ya un tiempo que había concluido que, de algún modo, la sociedad había equiparado ciencia a objetividad, y me parecía inconcebible, como a Deverne, aceptar que todo el conocimiento dependiera, en última instancia, de axiomas cuya verdad no se podía demostrar. Me resultaba también igual de molesta e insidiosa -incluso ingenua- la habitual actitud de sorpresa ante el hecho de que el mundo se comportase de un modo matemático -siguiendo sus reglas y patrones- cuando eran precisamente las matemáticas el lenguaje que usábamos para describirlas; de modo que, para fingir ser uno de los suyos y ganarme su confianza, no me hizo falta más que exagerar un poco mi opinión.

Llamé a la puerta de su casa y, sin más prolegómenos que “estoy aquí porque quiero contribuir con tu misión”, le espeté: “los fundamentos de la ciencia son una completa basura”. Supe que había dado en el clavo porque me miró con ojos absolutamente iluminados. “Ya”, me respondió, así que seguí con el discurso que había memorizado. Dije: “las matemáticas -y por lo tanto la ciencia en su totalidad- se fundamentan en dos pilares demasiado débiles, inaceptables por lo tanto”. Sus ojos se desviaron entonces de los míos, y bajó la cabeza musitando algo incomprensible, como si masticara mis palabras o las subrayase o corrigiese con las suyas propias. Me fijé entonces en sus manos: sus dedos se movían de un modo nervioso, y se rasgaba las uñas del dedo gordo con el índice. Más que un pobre diablo o un candidato a asesino en serie me pareció entonces un niño ilusionado pero frustrado, como un visionario entusiasta e infantil pero a quien el mundo de los mayores no comprendía. A pesar de no dirigirme la mirada, supe que seguía atento a mis palabras: “por un lado las matemáticas usan la deducción, un conjunto de reglas y silogismos que dependen, en última instancia, de prejuicios y elecciones subjetivas, por mucho que se use el eufemismo de 'axioma'; y por otro lado la inducción, un razonamiento que consiste en suponer que las cosas van a seguir comportándose según un patrón que previamente hemos observado, un artificio carente de sustento y por lo tanto inaceptable desde el punto de vista filosófico”.

Deverne asintió repetidas veces con lentitud. Me miró entonces a los ojos, esta vez más calmados, y me dijo: “pasa”. Algunas de las ideas que compartió aquella noche conmigo me resultaron difíciles de comprender, como su arenga en favor de la contradicción, un indefinible monólogo que soltó mientras abría una botella de vino y servía dos copas. Yo me sentía afortunado por tener acceso a su intimidad y poder escuchar sus famosas teorías de su propia voz, pero tenía dificultades para hacer comentarios que le confirmaran que yo era uno de los suyos. Decidí extremar un poco mis intentos de generar complicidad, y en un momento en que nos quedamos callados, le dije: “estoy dispuesto a asesinar a quien haga falta”. Deverne se me acercó, me alcanzó una de las copas con una mano, y después de que yo la cogiera, puso la que le quedó libre sobre mi hombro, del mismo modo en que lo haría un padre que comprende la vehemencia de su hijo pero la trata de atenuar con la voz sosegada de la experiencia. “Ya”, volvió a repetir, pero no dijo nada más al respecto, y me invitó a sentarme en el sofá.

“¿Te gusta la música?”, me preguntó entonces. En un primer momento creí que trataba de desviarme del tema, pero después comprendí que me estaba instruyendo. Después de enumerar unos pocos artistas de los que yo no había oído hablar nunca, puso una música en el ordenador que solo pude definir como abstracta. Me resultaba difícil concentrarme en ella, pero sentí que algo centelleaba en mi interior. Deverne cerró los ojos como si aquella música lo transportase a un mundo interior, y por la manera en que habló a continuación me pareció que sus palabras provenían de aquel lugar íntimo y musical. Me explicó entonces que la música y los sentimientos eran dos de los ámbitos donde las matemáticas aún no habían clavado sus “avasalladoras y sucias garras”, por mucho que hubieran trabajos que los relacionasen con ellas, especialmente en el ámbito de la psicología y la neurociencia. “El lenguaje matemático tiene la soberbia de creerse capaz de explicar todo lo que nos sucede”, dijo entonces, “y es innegable que en gran medida lo consiguen, pero el precio que hemos pagado es demasiado alto”, y después añadió: “por suerte existen intersticios donde se puede encontrar la salida; uno de ellos es la música”.

Más que a un matemático loco, tuve la sensación de estar escuchando a un chamán. “¿Cuáles son los otros?”, pregunté entonces, verdaderamente interesado. “Las drogas”, respondió, antes de dar un sorbo de su copa. En aquel momento se produjo un largo silencio. Aquella música abstracta -quizá también podría definirla como líquida o etérea, o unificada, aunque también fragmentada: contradictoria- continuaba produciéndome una sensación de flotación o de ensueño, y recordé que mi amigo me había contado que, en las reuniones del grupo de Deverne, se solía fumar de una pipa que producía un efecto alucinógeno muy concreto, “la pipa de Banach-Tarski”. Creí de nuevo estar perdiendo aquella complicidad que parecía haberse creado, pero entonces Deverne continuó hablando, como si el largo silencio entre sus dos intervenciones hubiera sido el equivalente al de una coma. “Las experiencias exteriores: otras matemáticas y otro pensamiento, otra humanidad”, y aún después de una última coma, añadió: “hay que imponer el rechazo a ultranza a cualquier axioma, hay que abrazar la contradicción”.

Fue una suerte que en aquel momento se acabara la canción, porque de no haberlo hecho no sé cómo me hubiera comportado. Escuchaba a Deverne como si un mesías me hablase desde la conciencia, y cada vez me sentía más liviano, distraído y volátil, como segundos antes de caer dormido, aunque del todo lúcido. El silencio inundó el salón y sentí que regresaba a un plano más consciente, y traté de impedir que Deverne se acercase al ordenador. Dije: “¿cómo demonios vamos a terminar con todos los matemáticos? Necesito saber eso, quiero ponerme a ello cuanto antes”, y supe de nuevo que había vuelto a conectar con él, porque esta vez asintió con impaciencia. “Ven”, dijo entonces, “voy a explicártelo, pero no quiero que compartas con nadie lo que te voy a contar”. Sopesé entonces usar expresiones como “lo prometo”, “tienes mi palabra”, o “lo juro”, pero me parecieron pueriles o estériles, y me limité a mirarle a los ojos y asentir con gravedad. Pareció convencerle mi actitud casi reverencial, porque se levantó y me indicó el camino hacia el sótano del que me había hablado mi amigo.

Identifiqué en la pizarra que lo presidía algunas de las ideas que habíamos comentado, pero no me dio tiempo a analizarlas todas, porque me condujo a la parte de detrás, en donde había un despacho oscuro y desorganizado. “Para acabar con los matemáticos primero hay que dejarles desnudos, desprovistos de actividad”, dijo entonces. Señalaba con un dedo que se movía con desdén en varias direcciones, hacia un conjunto de folios en sucio a la derecha, hacia un ordenador que había a la izquierda, y hacia un cronómetro que había en el centro. Yo estaba impresionado por la seguridad con la que hablaba, y desde que habíamos bajado al sótano aún no había pronunciado palabra. Dijo: “he encontrado una solución en tiempo polinomial para el problema de la factorización de un entero en números primos, y en breve voy a terminar la demostración de que es un problema NP-completo”, después de lo cual dejó de mover su dedo, y, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que se había excedido en la información que me había dado, posó su mano sobre mi hombro, ejerciendo presión en dirección opuesta a la del escritorio y colocándose entre los dos, como diciendo “ya está, hasta aquí puedo leer, volvamos arriba”.

“Me parece una idea genial”, dije entonces, mientras volvimos a la pizarra y nos dirigíamos a la escalera que conducía al piso de arriba. Me mostré sumiso y obediente, tratando de mantener esa confianza que parecía haber depositado en mí -ya fuera parcial o solo una insinuación- aunque, en realidad, no hacía más que analizar a toda velocidad lo que me había acabado de explicar. El timbre de la puerta de su casa sonó entonces repetidas veces, con una intensidad intermitente pero perentoria. Me quedé quieto instintivamente, como asustado por la amenaza de un agente exterior. Deverne pareció dudar, como si no supiera si decirme “sube conmigo”, o “espera aquí, voy a ver quién es”. El timbre seguía sonando con insistencia, y finalmente Deverne se dirigió hacia las escaleras. Un subidón de adrenalina me recorrió entonces el pecho y el estómago. Uno no sabe cómo funciona el cerebro en situaciones así, pero supongo que en milésimas de segundo calculé la distancia que había entre las escaleras y la puerta de la casa, y deduje que tendría tiempo de volver al despacho y sacar alguna fotografía.

Estaba nervioso: las amenazas criminales de Deverne parecían en principio solo teóricas, pero había algo de irrevocable en su manera de pronunciarlas, como si no fuera la ira o el arrebato quien las dirigiese, sino la irrecusable obligación de cumplir una misión superior a él. Tomé solo tres fotografías: una general de todo lo que había sobre la mesa, otra de las páginas en sucio que había escritas, y finalmente otra de lo que mostraba la pantalla del ordenador. Después volví al centro del sótano, me quedé inmóvil frente a la pizarra, y fingí haberme quedado ensimismado mirándola, mientras apaciguaba mi respiración para disimular.

Deverne volvió al cabo de poco, pero aunque lo hizo solo, supuse que su visita le estaría esperando en el salón, porque me invitó a salir por una puerta que no había advertido y que conducía al garaje exterior. Me dijo “gracias por tu visita, te tendré en cuenta para próximas reuniones”, y solo entonces respiré tranquilo, pues era evidente que no me había descubierto. “Gracias a ti, tengo muchas ganas de colaborar”, respondí, después de lo cual seguí sus indicaciones y salí al exterior.

En el texto que envié por correo electrónico a las universidades, escribí: “estas son las fotografías del despacho de Marcos Deverne. En la pantalla se puede ver cómo ha encontrado un algoritmo en tiempo polinomial para el problema de la factorización de un entero en primos, y de los papeles en sucio pronto saldrá la demostración de que es un problema NP-completo”. Cualquier experto en matemática computacional hubiera predicho que si todo aquello era cierto, Deverne se encontraba muy cerca de hacerse millonario. Todos los elementos conformaban la resolución (afirmativa) del famoso problema P=NP, según el cual, todos los problemas matemáticos podrían ser resueltos mediante un ordenador, es decir, la materialización del primer paso del proyecto de Deverne (“para acabar con los matemáticos primero hay que dejarles desnudos, desprovistos de actividad”).

El problema, sin embargo, no era tanto el hecho de que un descerebrado ganase un millón de dólares, y por lo tanto tuviera capacidad para invertirlo en sus neuróticos planes, ni tampoco las consecuencias directas de la resolución del problema P=NP (que los ordenadores fueran capaces de resolver todos los problemas computables sería más bien un avance, sin duda los matemáticos encontrarían otra labor mejor, quizá más profunda o relativa a otros ámbitos), sino el hecho de que todo el sistema de encriptación encargado de la seguridad de nuestros sistemas informáticos (contraseñas y claves de acceso, protección de datos, autenticación de usuarios, tarjetas de crédito, datos gubernamentales, absolutamente toda la información que transita por cualquier ordenador) dependía, en última instancia, de que el problema de la factorización de un entero en números primos continuase siendo un problema NP.

Que Deverne hubiera encontrado ese algoritmo significaba que podía aplicarlo para desencriptar cualquier contraseña que quisiera, un privilegio con el que soñaría cualquier ser humano, por supuesto también los delincuentes. Deverne era ahora el único propietario de la llave maestra de todas las cajas secretas hasta ahora existentes, y la única manera de evitar que hiciera un mal uso de ese poder era redefinir el sistema de encriptación mundial, una empresa de enorme envergadura y que había que empezar cuanto antes.

Ignorar mis correos fue por lo tanto un error. Por supuesto que nadie lo hubiera podido evitar: los hallazgos matemáticos pertenecen a un espacio común de la creatividad humana, a un campo compartido -como decía Poincaré- entre la intuición y la lógica, y es inútil tratar de acallar sus avances. Tarde o temprano saldrán a la luz desde nuevos frentes e iluminaciones, y el saber humano continuará su progreso, sea cual sea su destino. Encontrar un algoritmo de descomposición factorial en tiempo polinomial era un problema abierto y muy conocido por la comunidad matemática, de nada hubiera servido tratar de esconder que se había encontrado la solución, pero si alguien se hubiera dado cuenta de las nefastas consecuencias de su descubrimiento (o de su invención, de eso también opinaría Poincaré), quizá se hubiera podido reaccionar a tiempo y ahora no seríamos tan vulnerables a las funestos caprichos de un solo -y desequilibrado- hombre.

La única explicación que le encuentro a tanta irresponsabilidad es la ambición, o la competitividad. De las fotografías que envié no se podía extraer una conclusión definitiva de las demostraciones de Deverne, pero la dirección en la que apuntaban tenía una indudable apariencia de efectividad, como si el viejo Fermat hubiera añadido, además de su histórica anotación, una pista crucial. Solo se me ocurre pensar que, todos aquellos que tenían los conocimientos suficientes para anticipar lo que estaba a punto de suceder, fueron incapaces de anteponer el bien de la sociedad y prefirieron tratar -con lamentable y notable fracaso- seguir la línea que había trazado Deverne, ansiosos por ser ellos mismos quienes culminaran el proceso y llevarse así el premio y el reconocimiento, sin duda soñando con ser el nuevo Andrew Wiles.

De todas formas nada de esto tiene demasiada importancia. Ahora ya es demasiado tarde, y además me encuentro en otra posición. Durante un tiempo pensé en esquivar a toda costa a Deverne, pero tardé poco en darme cuenta de que no iba a servir de nada. Si yo desaparecía del mapa sin más, sin duda él sospecharía, y con el control que tendría en breve sobre la red (correos electrónicos, localizaciones y datos gps, contenidos de teléfonos móviles y redes sociales), terminaría descubriendo mi traición, así que era urgente tomar una decisión.

Cuando llamé al timbre de su casa y me abrió la puerta, le dije: “sé cómo aplicar ese algoritmo que has encontrado; puedo ayudarte a reventar el sistema informático mundial”. Deverne me miró con una ceja arqueada, y por un momento temí que me hubiera descubierto. No recuerdo haber visto mi vida pender de un hilo tan frágilmente como en aquellos segundos en que esperé a su reacción. Finalmente dijo: “eres exactamente lo que necesito, el ejecutor informático de mi plan”. Respiré entonces aliviado, y acepté la invitación para entrar en su casa. Aquella música abstracta (o líquida, o etérea o unificada, aunque también fragmentada: contradictoria) estaba sonando en el salón, y mientras Deverne se marchó hacia la cocina, pensé: “puedo matarlo aquí y ahora, antes de que me mate él a mí”, pero cuando volvió con las dos copas de vino me supe incapaz. Mi única forma de sobrevivir era borrar todo rastro de mi delación uniéndome a él: salir de toda sospecha, convertirme en su mano derecha y en cuanto pudiera eliminar los correos de todos los servidores. Deverne sonreía con complacencia aunque conservaba una fracción oscura en su mirada; por un momento le creí capaz de leer mis pensamientos. Me acercó una de las copas y levantó la suya para brindar. Mientras chocaban en alto, dijo: “por el principio del fin de las matemáticas”. Con una extraña mezcla de miedo y de confianza, o más bien de excitación y de calma, brindé yo también: “por el principio del fin”.