A Anton, con un inmenso y profundo agradecimiento
Hay gente que nos aburre, que nos repele o nos ahuyenta y de la que nos nace alejarnos: muermos insufribles, pedantes insoportables o personas violentas que nos despiertan rechazo o indiferencia, antipatía o incluso a veces dolor. Por otra parte, hay también personas que, por su simpatía, su carácter o porque determinados gestos nos resultan afines o complementarios, nos reconfortan, nos divierten, nos inspiran, nos atraen e incluso a veces nos enamoran. Sucede así con las personas pero también con las actividades, con los objetos o con las disciplinas artísticas y del conocimiento. Por algunas sentimos una inclinación natural y que no nos requiere ningún esfuerzo, y en cambio hay otras que no solo no consiguen provocarnos esa agradable necesidad de prestarles atención e implicación, sino que ni siquiera entendemos por qué a nadie podrían interesarles.
Dicho de otro modo: son los agentes externos los que nos inspiran más o menos interés o apasionamiento, esto es así y no voy a ser yo quien lo niegue. La rueda que rige y dirige el mundo lleva siglos funcionando así, y no digo que no esté bien que así sea o que vaya a dejar de hacerlo, pero sí creo que existe una posibilidad de cambiar esa inercia, o por lo menos de alterar un poco el sentido de giro de esa rueda obstinada e inmensa.
Para explicarme mejor debo hablar de Anton Aubanell, una de las voces más sabias de la didáctica de las matemáticas en la actualidad, inspiración de la idea que motiva estas palabras. Más allá de sus conocimientos y profundidad, es muy conocido y celebrado el amor que Anton profesa por las matemáticas. Su pasión es entrañable y genuina, y se expresa tanto en su lenguaje corporal, en su tono de voz como en las expresiones que usa cuando habla de una idea matemática que le gusta o considera importante. No sé si es así como lo dice exactamente (supongo que algo habrá puesto de su parte mi memoria) pero uno de sus momentos estrella -y que creo que resume a la perfección su actitud- es cuando desvela una propiedad o una conexión o un razonamiento, y entonces exclama, emocionado: “¿verdad que es bonito?”.
La mezcla de ilusión y de convicción con que lo dice es una combinación única, y a muchos de los profesores de matemáticas de Catalunya -muchos de nosotros exalumnos suyos- nos ha dejado una huella profunda, casi una marca de estilo. En mi caso, recuerdo que las primeras veces sentía extrañeza e incomprensión (¿tan apasionante era aquella demostración visual de aquel teorema, tan fascinante aquella aplicación de aquella propiedad de la teoria de grafos?), pero pronto empecé a sentir curiosidad, y he de reconocer que cierta envidia. Aquella pasión era verdaderamente contagiosa, y a medida que iba asistiendo a más conferencias y talleres suyos, me di cuenta de que deseaba replicarla. Por una parte pensaba que la emoción con que transmitía su amor por las matemáticas funcionaría bien para potenciar el interés por aprender de mis alumnos, pero también sentía el deseo de vivir las matemáticas de la misma manera intensa y emocionada con que lo hacía él, así que me propuse imitarlo.
Empecé así a usar su expresión (“¿verdad que es bonito?”) cada vez que una idea interesante afloraba, aunque en seguida añadí más de mi cosecha, y cada vez en más momentos. “¡Me encantan este tipo de problemas!”, “¡Esta solución es preciosa!”, “¡Qué razonamiento tan brillante!”, “¡Qué error más interesante!”, “¡Qué duda tan curiosa!”, y frases así, siempre con el punto justo de teatralización para no resultar sobreactuado. Hace ya unos cuantos años que sostengo este teatro voluntario, y supongo que algo de efecto habrá surtido porque no han sido pocos los alumnos que se han reído de mí -o que me lo han recriminado casi con amargura- por el hecho de que toda cuestión matemática que emerge me parece bonita, o que cualquier problema o duda matemática que me plantean me parece interesante.
Desde el punto de vista de la docencia, mi percepción es que el efecto en los estudiantes es positivo, puesto que les brinda un modelo de aprendiz curioso, interesado, que siente emoción y apasionamiento cuando aprende y se hace preguntas, una actitud que no tiene mucho sentido que les pidamos si no la mostramos nosotros mismos. Más allá de lo pedagógico, sin embargo, en seguida me di cuenta de que el fingimiento de la actitud de Anton estaba produciendo cambios sutiles en mí. Eran cambios pequeños pero que invitaban a pensar en transformaciones más profundas y transferibles, así que insistí en seguir imitando a Anton y explorar esta idea.
En este punto he de decir que nunca me han interesado todos los ámbitos de las matemáticas. Hay problemas que no me gustan, hay aspectos que me aburren profundamente, y hay temas que preferiría que no existiesen. La cuestión es que, a raíz de reproducir los gestos de Anton, no solo han nacido nuevas simpatías sino que muchas de las viejas antipatías han dejado de serlo, y he empezado a percibir belleza donde antes no creía que la hubiera. Dicho de otro modo, de tanto copiar al personaje, creo que al final me lo he terminado creyendo.
Es cierto que este impulso consciente y voluntario me resultó fácil de dar por mi natural inclinación previa hacia las matemáticas, pero durante el proceso me di cuenta de que se producía un curioso diálogo interno entre la expresión del sentimiento y el propio sentimiento, es decir, entre el gesto de ponerle palabras a la emoción y la propia emoción. Algunas situaciones matemáticas me aburrían o desagradaban, pero en el momento en que usaba expresiones verbales de apreciación positiva, mi actitud cambiaba y de pronto me encontraba disfrutando del problema o de la cuestión de la que estuviéramos hablando. En esas ocasiones, pues, no era el estímulo externo el que me inspiraba el placer de dedicar la atención sino que era al revés, y era mi propio esfuerzo -mi propia movilización del interés- el que lo terminaba por convertir en real.
Aquello me abrió un horizonte. Si este juego entre gesto y emoción había transformado mi relación con las matemáticas, ¿podría transformar también mi forma de relacionarme con el mundo? Dicho de otro modo, ¿se puede movilizar el interés? ¿Puede ser el sujeto el que convierta al objeto en interesante, y no al revés? Si yo había sido capaz de generar interés donde no lo había (por muy cercano que fuera a otros intereses que sí tenía ya de antemano), ¿no podría generar intereses más lejanos y difíciles?
Supongo que es obvio que mi apuesta es que sí, y que podemos plantearnos preguntas y retos de orden superior. Al fin y al cabo, ¿hasta qué punto debemos depender solo de los agentes externos? ¿Cuánta responsabilidad tenemos sobre lo que sentimos? ¿Cuán descabellado es pensar que existe un poder interno, potencialmente infinito, capaz de convertir el mundo en interesante -porque me convierte a mí en un ser capaz de movilizar a voluntad su interés- y cambiar así nuestra experiencia vital por completo?
Yo creo que es posible, aunque también puedo imaginar todas las objeciones. Y no estoy en desacuerdo: efectivamente no podemos fingir lo que sentimos y una utopía como la que describo no es fácil de conseguir. Pero si somos optimistas, y creemos de verdad en nuestro poder transformador, podemos creer en que el interés, la curiosidad y la atención son habilidades que se cultivan y que crecen con la movilización consciente, en una especie de versión mejorada del viejo “fake it until you make it”, no en el sentido de fingir para engañar, sino de ensayar una forma de estar en el mundo hasta que se vuelva auténtica.
Y aún creo que se podría subir la apuesta. Podríamos entrenarnos para una movilización consciente pero no solo del interés sino de sentimientos aún más profundos, más humanos. Así como existe el Anton Aubanell de las matemáticas, podemos ser los Anton Aubanell de las personas, y hacer crecer en nosotros el interés real en los demás, en el cuidado y el apoyo de los demás. Podemos cultivar la curiosidad, la escucha y la comprensión de las preocupaciones y las realidades de nuestros amigos, de nuestra familia, de nuestros compañeros de trabajo y de todas las personas que, conocidas o no, se mueven a nuestro alrededor. En definitiva, podemos movilizar el amor, un amor generoso no solo por nuestros vínculos más profundos sino por todo el mundo, independientemente de quién sean o de qué hayan hecho. Podremos así movilizar una compasión que sea transversal, y tener de objetivo común el máximo bienestar de todos y de todas, de nuestra comunidad y de todas las comunidades. Un mundo utópico pero en realidad mucho más fácil de conseguir de lo que parece. No es necesario que estemos todos de acuerdo, a algunos solo les convenceremos con el ejemplo. Basta con que lo deseemos y empecemos a actuar, cada uno a su ritmo, cada uno en su profundidad. Seamos todos como Anton Aubanell. Seamos los Anton Aubanell del amor.