Henrietta Elizabeth Marshall
El Rey Marsín huyó hacia Zaragoza, desde el campo de batalla en que perecieron todos sus soldados. Una vez llegado a la ciudad y en cuanto estuvo ante su palacio, descendió de su cabalgadura. Sus criados lo rodearon extrañados de ver a su señor llegar en tal estado de abatimiento y furor a la vez. Se desembarazó de su rota espada, de su abollado casco y de su cota de mallas, que entregó a los servidores. Luego se echó al suelo, ocultando su semblante entre la hierba.
Cuando la Reina Bramimonda se enteró del regreso de su real esposo acudió a saludarlo. Después de oír el triste relato de la batalla y de ver la mutilada muñeca de Marsín, se echó a llorar desconsolada. Dirigió terribles maldiciones a Carlomagno y a Francia, así como también a los dioses e ídolos que hasta entonces había adorado.
Cogió las imágenes de Apolín, Tervagant y Mahoma y las rompió, echando los restos a los cerdos. Nunca se vieron ídolos tratados con tal desprecio.
La Reina, no contenta con esto, se golpeó el pecho, arrancó sus cabellos y dio gritos desgarradores. En cuanto al Rey Mafsín, se encerró en una habitación abovedada, se echó sobre algunos almohadones y se negó a oír palabras humanas, pues su dolor era muy grande.
Pero mientras la Reina Bramimonda daba curso a su desesperación y el Rey Marsín permanecía silencioso sobre los cojines, una poderosa flota surcaba el Ebro.
Siete años antes, la primera vez en que Carlomagno llegó a España, el Rey Marsín mandó un emisario al anciano Emir de Babilonia pidiéndole ayuda.
Pero Babilonia estaba lejos y el Emir Baligant tuvo que llamar a sus caballeros y barones que estaban dispersados por los cuarenta reinos de que se componía el Imperio, y de esta suerte pasaron los años y el socorro demandado no llegaba.
Pero, finalmente, después de este lapso de tiempo, arribó a las costas españolas, y una vez en ellas, buscó la desembocadura del río Ebro, por el cual penetró con todos sus poderosos barcos de guerra.
Durante el día, el río presentaba animado aspecto con las doradas proas de las naves y los multicolores pendones que sobre ellas ondeaban; y por la noche las múltiples luces y linternas colgadas de los palos se reflejaban en las aguas e iluminaban las riberas tiñendo de rojizos tonos los árboles y las casas que hallaban a su paso.
Por fin, el Emir desembarcó. Sobre la tierra extendieron una alfombra de seda blanca, y a la sombra de un laurel se sentó el soberano en un trono de marfil. A su alrededor se hallaban diecisiete reyes y los caballeros estaban en número incontable.
— Oíd, valientes guerreros— gritó Baligant. — Me he propuesto dominar a este Carlomagno, de quien se cuentan tan maravillosas historias, hasta el punto de que no se atreverá a comer sin mi permiso. Hace ya demasiado tiempo que esté guerreando en España, y quiero llevar mi espada a Francia hasta que lo vea a mis pies muerto o pidiendo clemencia.
De esta suerte, Baligant formaba insensatos proyectos.
Luego el Emir llamó a dos de sus caballeros.
— Id a Zaragoza— dijo— y anunciad al Rey Marsín que he venido a ayudarlo. ¡Qué hermosa batalla daremos al hallarnos frente a Carlomagno! Dad a Marsín este guante bordado y esta maza de oro; decidle que en cuanto haya venido a rendirme homenaje marcharé contra Carlomagno. ¡Y si este Emperador no quiere arrodillarse a mis pies pidiendo gracia y renegar de la fe cristiana, le arrancaré la corona de la cabeza!
— ¡Viva nuestro Emir!— gritaron los presentes.
— Y ahora a caballo, barones!— gritó Baligant.
— Que uno lleve el guante y el otro la meza. ¡Apresuráos!
Los barones, obedeciendo, montaron en sus caballos y emprendieron la marcha hacia Zaragoza.
Pero al llegar a la ciudad oyeron gran ruido. Eran los sarracenos que lloraban, gritaban y maldecían a sus dioses Apolín y Tervagant y a su profeta Mahoma, que nada había hecho por ellos.
— ¡Oh, miserables de nosotros! ¿Cuál va a ser nuestro destino?— exclamaban.— La vergüenza y el infortunio han caído sobre Zaragoza.
Hemos perdido a nuestro Rey, porque Rolando le cortó la mano. ¡Su hijo, nuestro Príncipe, también ha muerto y España entera está en manos de los francos!
Muy asombrados por tales exclamaciones, los dos emisarios desmontaron ante el palacio del Rey. Luego, después de haber subido las gradas de mármol, entraron en la habitación abovedada, en donde el Rey permanecía silencioso y la Reina lloraba desolada.
— Que Apolín, Tervagant y Mahoma salven al Rey y a la Reina— dijeron al entrar, inclinándose ante los soberanos.
— ¿Qué tonterías decís?— exclamó Bramimonda.— Nuestros dioses y el profeta son unos cobardes. En Roncesvalles se han portado lo peor que puede darse. Han permitido que murieran todos nuestros guerreros. Han olvidado a mi propio señor Marsín, que ha perdido su mano en la batalla. Han permitido que muriera mi hijo y, por fin, han tolerado que España quedara en poder de los francos. ¡Oh, somos víctimas de la miseria y de la vergüenza? ¿Qué va a ser de nosotros? ¿No habrá nadie que quiera darme muerte?
— Cesa de llorar, Señora— dijo uno de los mensajeros.— Somos enviados del Emir de Babilonia que ha venido a España a libertar al Rey Marsin. He aquí el guante y la maza de nuestro Señor. En el Ebro están anclados cuatro mil barcos y rápidas galeras. El Emir es rico, poderosa y perseguirá a Carlomagno hasta Francia, si es preciso, para aniquilarlo, perdonándolo solamente en el caso de que el Emperador se arrodille a sus pies clamando. gracia; de lo contrario morirá.
La Reina, al oír estas palabras, movió la cabeza.
— No es tan fácil como creéis. Antes morirá Carlomagno que pedir gracia o emprender la fuga. Todos los Reyes de la tierra, comparados con él, no son más que unos niños. No teme a nadie.
— Cállate— dijo el Rey a su esposa.
y volviéndose hacia los mensajeros añadió:
— Yo soy el que debo hablar. Me veis ahora sumido en el dolor. No tengo hijos que puedan heredar mi corona. Ayer tenía uno, pero Rolando le dio muerte. Decid, por lo tanto, a vuestro Señor que si me presta ayuda le daré la España entera y yo seré su vasallo, con tal que él consiga la victoria sobre Carlomagno.
— Así lo haremos — exclamaron los mensajeros.
El Rey Marsín les relató entonces todo lo sucedido desde el día en que Blancandrín fue a parlamentar con los francos, hasta el momento en que él tuvo que huir a Zaragoza, solo, por haber quedado muertos todos sus caballeros.
— Ahora — terminó diciendo Marsín, — Carlomagno se halla a siete leguas de la ciudad. Decid, pues, al Emir que se prepare para el combate. Los francos se disponen a regresar a su patria. pero no rehusarán la batalla que les presente Baligant.
Entonces, después de haberse despedido, los mensajeros se marcharon. Montando en sus cabalgaduras y muy maravillados por lo que habían visto y oído, emprendieron el camino hacia el campamento del Emir.
— ¡Hola!— exclamó éste cuando los vio regresar solos.— ¿Dónde está Marsín, a quien os mandé traer?
— Está gravemente herido— contestaron los mensajeros.
y relataron a Baligant todo lo que vieron y oyeron, así como lo que Marsín les encargó decir al Emir.
— Y nos ha prometido que si le ayudas— acabaron diciendo— te entregará todo el reino de España y se constituirá en vasallo tuyo.
El Emir inclinó la cabeza, pensativo. Luego, levantándose de su trono de marfil, miró orgullosamente a sus barones. La alegría reinaba en su corazón e insolente orgullo se pintaba en su semblante.
— No nos entretengamos, señores— gritó.— Dejemos los barcos, montemos a caballo y emprendamos la marcha. El viejo Carlomagno no ha de escapar. Hoy Marsín quedará vengado y a cambio de la mano que ha perdido, quiero llevarle la derecha del Emperador.
Y llamando a uno de sus principales barones le dijo:
— Te doy el mando de la flota hasta mi regreso.
Luego montó en su caballo y escoltado por cuatro de sus barones, emprendió la marcha hacía Zaragoza. Descabalgó ante las gradas de mármol del palacio de Marsín y se encaminó a la estancia en que se hallaba el Rey.
Cuando Bramimonda vió al Emir, corrió a echarse a sus pies.
— ¡Oh, pobres de nosotros! — exclamó llorando.
El Emir la levantó y los dos juntos fueron a donde estaba Marsín.
— ¡Incorporadme!— dijo éste a dos esclavos, cuando se apercibió de la llegada del Emir.
Y tomando su guante se lo tendió, diciéndole:
— Mi Señor Baligant, con este guante te hago entrega de todas mis tierras. De hoy en adelante soy tu vasallo. ¡Yo y mi pueblo estamos perdidos!
— Tu pesar es muy grande— dijo Baligant,— pero ahora no puedo entretenerme hablando contigo, porque Carlomagno no me espera y quiero sorprenderlo desprevenido; pero ya que me lo das, acepto tu guante.
Entonces, contento al pensar que iba a ser Rey de España, Baligant tomó el guante. Apresuradamente bajó los escalones de mármol del palacio, montó en su caballo y corrió adonde estaba acampado su ejército .
— ¡Adelante!— gritó.— ¡Los francos no pueden escaparse!
Y por esta razón, cuando ya Carlomagno, después de haber enterrado a sus héroes, se disponía a emprender el regreso, oyó gran ruido de cuernos, gritos. chocar de armas y piafar de caballos. Pronto por les colinas aparecieron los cascos de los caballeros y dos mensajeros del ejército infiel se adelantaron a toda brida hacia el Emperador.
— Orgulloso Rey, hoy vamos a derrotarte gritaron.— Baligant, el Emir de Babilonia, está aquí y con él viene un poderoso ejército. Hoy veremos si realmente eres valeroso.
Carlomagno dio un violento tirón a su barba, mirando encolerizado a los mensajeros. Luego, enderezándose sobre los estribos. dirigió una orgullosa mirada a su ejército y con sonora voz gritó:
— ¡A caballo, mis barones, y al arma!
Esta fue la contestación de Carlomagno al temerario mensaje del Emir. El Emperador fue el primero en armarse y cuando los francos lo vieron cabalgar a la cabeza del ejército, cubierto por sus brillantes casco y coraza, y empuñando su espada Joyosa, gritaron:
— ¡Viva el Emperador!
Luego, Carlomagno, llamando a dos de sus mejores caballeros, les dio al uno la espada y al otro el Olifante de Rolando.
— Llevadlos ante el ejército— les dijo.
Y cuando los cuernos dieron la señal de ataque, sobre todos se oía el fuerte y dulce sonido del Olifante de Rolando.
El día era claro y el sol centelleaba sobre los dos ejércitos reflejándose en el oro y las piedras preciosas de muchos colores que adornaban las arm8S y trajes de los combatientes. En 18s filas de los infieles había hombres terribles que infundían espanto con sólo mirarlos. Allí se veían moros, turcos, gigantes y monstruos de toda clase. Pero los cor8zones de los francos eran animosos y no sentían miedo alguno.
Pronto empezó la pelea de un modo terrible.
— ¡Montjoie! ¡Montjoie!— gritaban los francos.
— ¡Preciosa! ¡Preciosa!— exclamaban a su vez los infieles.
Éstos, al ejemplo de los francos, proferían un nombre derivado del de )a espada de su jefe. El Emir se enteró de la fama de la espada de Carlomagno y llamó a la suya Preciosa en imitación.
El combate fue largo y terrible, y por ambas partes se realizaron proezas y temeridades sin cuento. Por último, el campo se vio cubierto de muertos y heridos, de armas rotas y ensangrentados pendones y banderas.
En lo más recio de la batalla se encontraron el Emperador y el Emir.
— ¡Preciosa!— gritó éste.
— ¡Montjoie!— contestó el Emperador.
Entonces empezó un terrible combate, cuerpo a cuerpo, entre los dos Soberanos. Saltaban chispas de sus espadas al chocar furiosamente una contra otra, pero los caballeros redoblaban sus ataques con no vista saña y valor . Tales fueron sus acometidas que las cinchas de sus caballos se rompieron y ambos cayeron al suelo.
Rápidamente se pusieron en pie los dos combatientes y reanudaron su combate
— Oye Carlomagno— dijo el Emir, sin cesar de asestar golpes a su contrario,— pídeme perdón, prométeme ser mi vasallo y te concederé, con la vida, España en feudo.
— No quiero paz ni amor con un infiel— contestó Car1omagno.— Adopta la religión cristiana y en adelante serás mi amigo.
— Prefiero la muerte— contestó el Emir.
Y continuaron el combate. De un poderoso golpe, el Emir rompió el casco de Carlomagno a quien, además, hirió ligeramente en la cabeza. El Emperador se tambaleó y estuvo a punto de caer como si sus fuerzas lo hubieran abandonado. Pero entonces su ángel guardián le murmuró al oído:
— ¿Qué haces gran Rey?
Al oír Carlomagno la voz del ángel, recobró su fuerza y dando un furioso mandoble tendió muerto al Emir Baligant.
Entonces el Emperador recordó su sueño y vio que él era el que había obtenido \a victoria y que el Emir era el león que lo atacaba en su sueño.
— ¡Montjoie! — gritó montando de nuevo sobre su caballo.
En cuanto los infieles se percataron de la muerte del Emir, emprendieron la fuga.
Terrible fue entonces la carnicería que los francos hicieron persiguiendo a los babilonios hasta las murallas de Zaragoza.
La Reina Bramimonda estaba en lo alto de una torre rogando en compañía de sus sacerdotes por la victoria de los babilonios. Pero cuando, desde su observatorio, los vio llegar en revuelta confusión y perseguidos por los francos victoriosos, profirió un agudo grito de desesperación, y yendo a la estancia en que se hallaba el Rey Marsín, gritó:
— ¡Oh, noble Rey, nuestros aliados han sido derrotados! ¡Estamos perdidos!
Entonces Marsín agobiado por el dolor, exhaló el último suspiro.
En las mismas puertas de la ciudad se reanudó la batalla. Las calles estaban llenas de hombres armados, perseguidores y perseguidos, y antes de que se pusiera el sol, Zaragoza había caído en poder de los francos, que entraron en todos los templos y destrozaron cuantos ídolos hallaron.
Entonces todos los sarracenos que quisieron fueron bautizados, y los que se negaron a ello, condenados a muerte. Así se hacía en aquellos tiempos.
Dejando una guarnición en la ciudad, Carlomagno emprendió de nuevo el regreso a Francia, llevándose cautiva la Reioa Bramimonda;
En Blaye, a orillas del río Gironda, los tres héroes, Rolando, Oliveros y el Arzobispo Turpín, fueron enterrados con gran pompa y ceremonia y el Emperador" "después de haber permanecido en dicha ciudad algunos días, marchó a su real sitio de Aquisgrán. Y una vez allí llamó a todos los nobles ancianos de su reino, para juzgar al traidor Ganelón.
El Emperador estaba sentado en su trono, rodeado de todos sus nobles, cuando llegó Alda, la hermosa hermana de Oliveros, y fue a arrodillarse a los pies del trono.
— Señor — preguntó a Carlomagno, — ¿dónde está mi prometido Rolando?
Lleno de pesar, el Emperador inclinó la cabeza con los ojos inundados de lágrimas e incapaz de articular una palabra. Luego, tomando una mano de la hermosa Alda, le dijo cariñosamente:
— Querida hija mía, me preguntas por un hombre muerto, pero no te apesadumbres. No carecerás de noble esposo. Serás la mujer de mi hijo Luis.
Alda perdió el color de su semblante. Con ambas manos apartó el dorado cabello que lo cubría y dijo:
— ¿Qué extrañas palabras son éstas? Si Rolando ha muerto, ¿qué me importan los demás hombres? ¡Quiera Dios que yo también muera!
Y cayó inanimada a los pies del Emperador.
Carlomagno y todos los presentes se figuraron que le había dado un desmayo; de modo que el Monarca la levantó en sus brazos; al fijarse mejor todos, comprendieron que estaba muerta.
Al convencerse el Emperador de la triste verdad, hizo llamar a algunas damas de elevada alcurnia, a las que entregó el cuerpo de la joven para que la llevaran a un convento y cuidaran de enterrarla con toda la pompa que merecía la que murió por el amor de Rolando.
Luego, atado con gruesas cadenas, hicieron entrar a Ganelón para ser juzgado. Sentado en su trono, el Emperador relató a los ancianos nobles que estaban a su alrededor cuál fue la traición del acusado y las consecuencias de su acto criminal.
Orgulloso y altanero como siempre, Ganelón se erguía ante sus jueces.
— Es verdad— contestó al ser preguntado.— No lo negaré nunca. Odiaba a Rolando y quise conducirlo a la muerte y a la vergüenza, pero esto no fue traición.
— Ya lo juzgaremos nosotros— contestaron los nobles.
Ganelón no perdió por eso su serenidad. Miró a los jueces con altanería y luego a sus treinta parientes que a su lado estaban.
— Oídme, barones— exclamó con voz serena.— Mientras permanecí a las órdenes del Emperador y tomé parte en las batallas, lo serví con fidelidad y amor. Pero su sobrino Rolando me odiaba. Él me condenó a la muerte, a una muerte miserable y vergonzosa, cuando, por su consejo, me mandaron a la corte del Rey Marsín. Valiéndome de la astucia, escapé de la suerte que me aguardaba; pero antes de marchar desafié a Rolando, a Oliveros y a todos los Pares, ante Carlomagno y sus barones. El Emperador estaba, pues, enterado de los sentimientos que me animaban y, por lo tanto, mi acto fue de venganza, pero no soy culpable de traición.
— Ya lo juzgaremos nosotros— contestaron los nobles.
Y fueron a deliberar a una estancia vecina.
Ganelón, al ver que las cosas presentaban mal cariz, dirigió la palabra a sus parientes y les rogó que trataran de obtener su perdón. Pero principalmente confiaba en :su sobrino Pinabel, hombre inteligente que sabía hablar bien, y además buen guerrero, como no se hallara otro mejor.
— En ti confío— dijo Ganelón— para que me salves de la muerte y la vergüenza.
— Seré tu campeón— contestó Pinabel.— Si algún franco dice que eres traidor le demostraré que miente con la punta de mi espada.
Ganelón se arrodilló para besar la mano de su sobrino.
Y mientras los ancianos y los barones deliberaban, Pinabel hizo tan buena defensa de su tío que al fin todos convinieron en pedir al Emperador que por aquella vez perdonara a Ganelón, prometiéndole que en adelante le serviría fielmente, haciendo resaltar, además, que Rolando estaba ya muerto y todos los tesoros de la tierra no lo resucitarían. Era, pues, inútil el sacrificio de Ganelón.
Únicamente un caballero llamado Thierry no se conformó con estos propósitos.
— Ganelón es un traidor que merece la muerte — dijo.
Los demás, sin hacer caso de sus palabras, se presentaron a Carlomagno para darle cuenta de su opinión.
— Señor— dijeron,— venimos a pedirte que pongas en libertad a Ganelón. Es un caballero leal, aun cuando en esta ocasión obró mal . Ahora se arrepiente y en adelante te servirá con amor y fidelidad. Rolando ya está muerto y todos los tesoros de la tierra no bastarían a devolverle la vida.
Cuando el Emperador oyó estas palabras, palideció de cólera.
— ¡Sois unos felones!— gritó.
E inclinando la cabeza sobre el pecho, añadió tristemente:
— ¡Cuán desgraciado soy al verme así abandonado de todos!
Entonces se adelantó .Thierry. Era esbelto, elegante y de marcial apostura.
— Señor— gritó,— no todos te abandonan. Por mis antepasados tengo el derecho de figurar entre los jueces de esta causa. La querella que pudieran haber tenido Rolando y Ganelón, no tiene nada que ver con el asunto de que se trata. Yo sostengo que Ganelón es felón y traidor. Voto para que sea ahorcado y su cuerpo devorado por los perros, porque tal es el castigo que merecen los traidores. Y si alguno de sus parientes dice que miento, estoy dispuesto a probar la verdad de mis palabras con la punta de mi espada.
— ¡Bien dicho!— gritaron los francos.
Entonces se adelantó al trono Pinabel, el sobrino de Ganelón. Era alto, fuerte y muy diestro en las armas.
— Señor— exclamó,— tú solo tienes derecho á sentenciar esta causa. Thierry ha osado pronunciar un fallo y yo digo que miente. Estoy dispuesto a batirme con él.
Y diciendo estas palabras, echó su guante a los pies del Emperador.
— Bien — dijo éste,— pero es necesario que me des rehenes. Treinta de los parientes de Ganelón deben serme entregados hasta que el combate haya terminado.
Entonces Thierry, a su vez, se quitó un guante y lo dio al Emperador. Por su parte también entregó en rehenes a treinta de sus parientes, hasta que se viera cuál de los dos contrarios obtenía la victoria en el duelo que iba a tener lugar.
Fuera de las murallas de Aquisgrán había un hermoso prado y allí fue donde combatieron los dos campeones. Se instaló un trono para el Emperador y algunos sillones destinados a los nobles a fin de que pudieran contemplar. cómodamente el espectáculo.
Los campeones llevaban brillantes armaduras y estaban ya preparados para dar principio al combate. Sonaron los cuernos y montando ambos a caballo se precipitaron uno contra otro. Se atacaron valerosamente; pero los dos, con los escudos, paraban con gran habilidad los golpes del contrario. Las corazas de ambos se rompieron por fin, y en una ocasión chocaron con tal fuerza, que los dos cayeron del caballo.
— ¡Dios mío!— exclamó Carlomagno,— muéstranos cuál de los dos tiene razón.
Y entonces recordó su sueño del oso que tenia cautivo y cuya libertad reclamaban otros treinta de su especie y también al perro que salió de su palacio para combatir con el mayor de ellos.
Ambos caballeros se pusieron rápidamente en pie y empezaron de nuevo el combate.
— ¡Ríndete, Thierry! — gritó Pinabel, — y en adelante seré tu vasallo y te serviré fielmente. Te daré mis riquezas, si quieres rogar al Emperador que perdone a Ganelón.
— ¡Jamás!— contestó Thierry; — avergonzado estaría de obrar así. Deja que Dios decida cuál de nosotros dos es el defensor de la verdad.
Y continuaron la lucha.
— Pinabel— dijo luego Thierry,— eres un verdadero caballero. Eres fuerte y osado y todos reconocen) tu valor. Ríndete, pues; reconcíliate con Carlomagno y deja que la justicia se cumpla en Ganelón.
— De ninguna manera— contestó Pinabel.— Dios me prohíbe que abandone a mi pariente y no me rendiré de grado ante ningún hombre. Prefiero la muerte que cometer semejante acción.
Entretanto, se asestaban terribles golpes. Sus cotas de mallas estaban ya rotas; las joyas de sus cascos diseminadas por el suelo. Thierry tenía una herida en la cara. La sangre que salía de ella le cegó, pero él, levantando su espada con toda la fuerza que le restaba, descargó tal golpe sobre el casco de Pinabel, que se lo rompió, partiendo, además, la cabeza de su contrincante.
Por un momento, Pinabel agitó su espada en el aire, pero en seguida cayó muerto al suelo. El desafío estaba terminado.
— Por el juicio de Dios se ha probado que Ganelón es un traidor— exclamaron los francos.— Merece ser ahorcado en compañía de los treinta parientes que han respondido de su lealtad.
Y mientras el pueblo vitoreaba al campeón de Rolando, Carlomagno se levantó de su trono y yendo hacia él lo abrazó y lo besó en las dos mejillas, cubriéndolo, además, con su manto real. Luego, muy cuidadosamente, lo desarmaron los escuderos del Emperador y montándolo en una pacífica mula, lo condujeron a la ciudad para ser curado.
Carlomagno mandó a sus nobles ancianos que se reunieran alrededor del trono y entonces les preguntó:
— ¿Qué debe hacerse a los rehenes de Ganelón?
— Darles muerte— contestaron los interpelados.
En vista de ello, el Emperador llamó a su verdugo y le dijo:
— Ahorca a todos esos en las murallas y si se te escapa alguno te juro por mi barba que morirás en su lugar.
— Ninguno se escapará— contestó el verdugo.
Y acompañado por un centenar de guardias, ahorcó a los treinta parientes del Conde.
Pero una muerte más horrorosa fue la que se dio al traidor Ganelón. Se le ató de pies y manos y montado sobre un caballo de tiro fue conducido a través de toda la ciudad; así paseado, sufrió los insultos del pueblo: Luego lo llevaron fuera de las murallas, en donde muriera horas antes su campeón, y allí fue destrozado por caballos indómitos.
Y de esta manera murió el traidor Ganelón y fue vengado Rolando.
Cuando la cólera del Emperador estuvo satisfecha, llamó a sus obispos y les dijo:
— En mi palacio hay una prisionera de noble raza. Es Bramimonda, la Reina de Zaragoza. Ha abrazado la fe cristiana, abriendo sus ojos a la verdadera luz. Es preciso bautizarla para que su alma se salve.
Muchas damas se ofrecieron a apadrinar a la neófita y a la ceremonia acudieron los más nobles caballeros de la corte. Bramimonda fue bautizada con el nombre de Julia.
Por fin el Emperador pudo descansar. El día tocó a su fin y la tranquila noche halló a Carlomagno durmiendo. Pero mientras reposaba en su lecho, el arcángel Gabriel se le apareció en sueños y le dijo:
— Carlomagno, reúne todos los ejércitos de tu reino y marcha a Ebira a socorrer al rey Viviano, porque los sarracenos lo han sitiado en su ciudad y los cristianos necesitan tu auxilio.
El Emperador se revolvió entonces en su lecho y lloró. Deseaba ardientemente el reposo después de sus grandes trabajos y fatigas, pero no podía desobedecer el mandato celestial.
— ¡Ay! — exclamó,— qué vida tan trabajosa es la mía!
FIN
FICHA DE TRABAJO
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