La densidad nocturna pierde fuerza. Más pronto que tarde, el fulgor de la estrella color azafrán curtirá lentamente las pieles de los villahermosinos, aunque para ello, todavía faltan algunas horas. La ciudad continúa durmiendo, con excepción de algunos habitantes. El canto de los gallos retumba en lo más profundo de sus tímpanos. Aún no amanece, pero él está listo para otra jornada laboral. Octogenario, Rodolfo Jiménez Jiménez abandona la Cerrada Ejido Dos Montes y aborda un pochimovil (mototaxi) con destino a una colonia vecina. El camino siempre es sinuoso e irregular, algunos baches por aquí, algunas grietas por allá; nada fuera de lo común, solo una madrugada más recorriendo las calles típicas que le han visto crecer.
El reloj está por marcar las 06:00 A.M., el manto estelar se desvanece calmosamente tras los primeros rayos del sol. Rodolfo ha llegado a Circuito Municipal (pasaje popular del Sector Palomares en Gaviotas Norte), abre el enrejado protector del predio y aguarda con paciencia la llegada de Raúl. Esta zona no solo es habitada por cuerpos vivos de todas las edades, cargados —en mayor o menor medida— de salud y jovialidad; aquí moran también aquellos que han sido benditos con el descanso eterno.
Abarcando poco más de dos cuadras, se erige el Panteón Las Gaviotas. Si esta necrópolis fuese una persona, definitivamente sería un anciano taimado de complexión lánguida, pues el terreno destaca por su longitud antes que por su grosor. Pero no lo sobrestimes, su geografía es engañosa. Los caminos desiguales, característicos por el barro y el concreto, aprehenderán con vehemencia la suela de tu zapato; las bóvedas misceláneas —en formas y tamaños— que se yerguen a lo largo de los jardines, como el Laberinto de Creta, te desorientarán si eres despistado; experimentarás la versatilidad entre el sofoco y la humedad, cortesía del sol y la lluvia; o si el infortunio acostumbra a hacerte compañía, recibirás un saludo, un abrazo o (quizá) un beso de quienes reposan bajo las criptas.
Las historias van y vienen. La cinematografía, la literatura, incluso el boca a boca, han popularizado la imagen del sepulturero disgustado con el mundo, que vive en una bodega situada en las periferias del camposanto; nada más alejado de la realidad.
En el corazón del Panteón Las Gaviotas se encuentra La Capilla, una plazuela rodeada por pequeñas bardas de hormigón, donde en cada esquina se levantan pilares firmes que sostienen el techo blanquecino. En sus adentros yacen los dos comités administrativos, y vaya que están cargados con energía y un grato sentido del humor. Ellos se encargan de atender las actividades fúnebres del cementerio. Uno pertenece a Las Gaviotas; el otro corresponde a La Manga.
Rodolfo, taciturno, descansa en los bancos diestros de La Capilla. Apenas han transcurrido diez o quince minutos desde que abrió las puertas del panteón. Su mirada se pierde en las criptas grisáceas del jardín mayor.
El silencio característico de Circuito Municipal es interrumpido por la reverberación de un pochimóvil que transporta a una familia. El mini vehículo se detiene en la casa de los muertos. Los individuos bajan. Antes de cruzar el umbral del cementerio, una voz masculina de tono bonachón habla.
—Buenos días, difuntitos. Con su permiso, vamos a pasar.
Dos cuerpos adultos y uno pueril transitan el corredor principal. Son Raúl Francisco Ruiz Guzmán, Yolanda López López y la pequeña Fátima. Caminan hasta La Capilla, saludan a los miembros del comité vecino y se reúnen con el cuarto integrante de la familia. Todos beben café para despertar el cuerpo y el espíritu mientras discuten el itinerario del día.
Falta una semana para que febrero sea sepultado de nuevo bajo once meses. La limpieza general del panteón está a la vuelta de la esquina, así que deben realizarse las actividades oportunas para minorizar el esfuerzo titánico que requiere esta tarea mensual. Por el momento, bastará con recorrer el jardín mayor y recoger la basura más voluminosa. Para esta labor han sido elegidos Rodolfo, Yolanda y Fátima.
El trío de recolectores se prepara: colocan herramientas de todo tipo en una carretilla que permitirá transportar la basura más tarde, se ponen prendas de manga larga y sombreros que resguardarán sus cuerpos de la resolana e ingresan al laberinto de tumbas.
Me uno a sus actividades mientras ellos recorren la zona 2A del jardín mayor. Entre conversaciones, bromas y jergas, Yolanda evoca los días de canícula en que los rayos del sol arden con tal fuerza, que parecen desintegrar las prendas y calcinar a fuego lento la piel.
—Esto no es nada. Lo bueno se da entre julio y agosto, ahí sí se trabaja —cuenta la mujer mientras guarda en una bolsa negra algunos frascos de plástico con parafina derretida.
Rodolfo es el más experimentado de todos, su avanzada edad no es obstáculo para moverse con agilidad entre los resquicios más estrechos de los sepulcros; durante las horas recorriendo el panteón, no le vi aplastar ni una sola tumba. Quizás no es un hombre expresivo, pero sus acciones dicen más de lo que aparenta. Es notoria la tranquilidad y el respeto que profesa tanto para los vivos, como para los muertos. A fin de cuentas, «todos vamos al mismo lugar» —afirma.
El resto de la jornada es tranquila, como es el día séptimo de la semana, no hay más quehaceres. Rodolfo toma un vaso de Coca Cola y da un paseo en los alrededores del panteón. Yolanda conversa con las mujeres del comité de gaviotas. Fátima fabrica figuras de plastilina. Una brisa recorre La Capilla, me acerco al hombre caucásico que descansa en una de las esquinas. Conversamos.
—¿Alguna vez ha visto algo raro por aquí?
—No, gracias a Dios —responde mientras se quita el sombrero de mimbre—. Pero mi padre, quien también fue panteonero, me hablaba de una niña vestida con ropitas coloniales que camina por las bóvedas de la entrada. Los compañeros del otro comité también la han visto.
Su experiencia más cercana con lo ignoto ocurrió durante la pandemia. Una mujer conversaba con él sobre algunos trámites de bóvedas. La señora estaba acompañada de su hijo. El infante, aburrido, decidió recorrer el panteón; minutos después regresó tan pálido como un difunto, una niña le estaba llamando a jugar. Raúl asegura que no había nadie más en el panteón aquel día.
—Rodolfo me contó sobre los trabajos de brujería —dije.
—Sí, son muy frecuentes por aquí. Casi todos los días encontramos algo—asegura—. Generalmente se van a la basura, aunque una vez le prendimos fuego a uno. Eran peluches con alfileres clavados que nos dejaron aquí en La Capilla.
Raúl evoca sus días como taxista. Recuerda cómo le asaltaron en la carretera hacia La Isla. Sucedió hace más de veinte años, pero aún siente el filo de la navaja en el costado derecho de su cuello, las incesantes injurias y las amenazas de muerte si detenía el vehículo.
Las mejores conversaciones transcurren en un santiamén. Esta se interrumpe por un grupo mujeres y hombres reunidos en la entrada. Caminaban a paso lento, con caras tristes, rostros de insomnio y pesadez. «Ya viene la finadita» —susurran en La Capilla—.
La camioneta de la funeraria ingresa al panteón con lentitud. Cuatro hombres bajan el féretro y lo colocan en el centro de la administración. Las lágrimas caen, impregnan el polvo de la terraza. Los familiares se despiden por última vez. Raúl y Rodolfo, ambos parcos, guían a la multitud a través del Mictlán gaviotero.
La bóveda grisácea está abierta. Los cuatro hombres ingresan cuidadosamente el féretro. Aún no llueve. Una mujer mayor evoca un sortilegio de conjuros católicos, clamando por el alma de la difunta… En el nombre de Cristo Jesús, amén… El olor a petricor invade el olfato de los dolientes, proviene de las lágrimas y el aguacero.
Algunas personas izan sus sombrillas; otros encuentran resguardo en las capillas más cercanas. Solo un joven de no más de 20 años yace ante la tumba. Tiene la cara empapada; quizá por su sollozo, quizá por diluvio temporal.
—Está haciendo su promesa de despedida —cuenta la hechicera de tímpanos feligreses.
El joven se retira, encuentra consuelo en quien parece ser su padre. Rodolfo lleva una cubeta cargada de concreto fresco mientras Raúl encaja de manera geométrica los ladrillos que sellarán el descanso de aquella alma. Los nervios le invaden, las manos dudan. Una gota de sudor frío recorre su sien, pero la impavidez gobierna su mente. La lluvia arrecia, los dolientes se retiran, excepto el joven. Al término de sus labores, el chico estrecha la mano de cada hombre y da bendiciones a ambos.
Sobre el camino principal del Panteón Las Gaviotas podrás ver cómo un grupo de personas camina en dirección hacia la puesta del sol. Un veterano, un hombre, una mujer y una niña; cuatro generaciones distintas unidas por un vínculo casi tan íntimo como la sangre: el amor por quienes habitan en la superficie y en las profundidades. Allá van Raúl, Rodolfo, Yolanda y Fátima: una estirpe imaginaria unida por la tradición comunitaria.