Para Fana


Mi hermana y yo siempre habíamos vivido en la misma casa, la heredamos de mi madre, mi madre la heredó de su madre y así sucesivamente hasta llegar a la abuela viuda que dejó que la campanilla creciera mucho para ahuyentar a su familia supersticiosa. Nací bajo la bóveda celeste y el calor de un sol citrino que formaba túneles en mi cuerpo. Recuerdo cientos de pequeñas y delicadas hojas verdes como el jade, llenas de infinitas venas transitando por todo el bosque, venas iguales a las de mis párpados y los párpados de mi madre que ahora yace debajo de la misma tierra que me vio nacer, inmóvil ante la lluvia de flores de sauco blancas y diminutas que cubren su cuerpo de la misma forma que los copos de nieve cubren una montaña en invierno.

Nos dijeron monstruos y tal vez sea, porque en realidad lo somos. Un producto inocuo de la relación entre mi madre y el bosque, entre su vitalidad y la energía que emanaba de los árboles. Ellos dicen que nuestra existencia supone una amenaza, una fuerza oculta y perseguida desde hace cientos de años por aquellos que temían al poder de mi madre y de otras como ella. Cuando llegaron, huimos por el bosque sin cargar nada más que lo que traíamos puesto. Vimos arder nuestra casa, al humo y el fuego subir hasta las estrellas y a la ceniza encendida extinguirse igual al resplandor de las luciérnagas cuando están a punto de morir. Esa misma noche descubrí que mi hermana había escondido el escarabajo de mi madre entre sus manos, el oro y las piedras pegadas a su cuerpo nos compraron una vida nueva cerca del mar, el bicho desnudo y libre decidió quedarse con nosotras varios años y su presencia nos ayudó a extrañar menos nuestro hogar.

Nos mimetizamos, trabajamos y reímos. Con el tiempo, la gente olvidó lo que éramos hasta que eventualmente, nosotras también lo hicimos. El mar era muy diferente al bosque y la vida en la ciudad, llena de luces, de bullicio y de salitre se iba rápido. Vivimos en paz por décadas hasta que empecé a escuchar en el rumor del mar algo parecido a las voces del pasado y un día, sentada en el borde del balcón viendo luces en los edificios, se despertó en mí algo negado y antiguo que tuve que esconder de mi hermana para que no despertara en ella nunca.

Todas las noches un rugido, un fuerte dolor en el pecho, un resplandor en los ojos que evitaba mirar en el espejo pero que relucía brillante debajo de los parpados. Y el fuego, el fuego monstruoso que emanaba desde algún lugar de mis entrañas y que palpitaba por mis venas hasta nublar por completo mi cerebro. Tenía el tiempo exacto para encerrarme en mi cuarto, para inventar excusas y despedirme de ella por si en algún momento mi cuerpo cedía y enloquecía o por si el dolor que trastornaba mi mente me hacía saltar por la ventana. Siempre tuve miedo que pasara, que un día saltara y tuvieran que limpiarme del asfalto; que mi hermana llorara por quedarse sola, y que no pudieran enterrarme con nuestro escarabajo ni con mi madre bajo el sauco. Pero después de unas horas el dolor cedía, y la mañana traía el cereal, las risas, la música del mar, el cosquilleo del sol que me hacía olvidar de nuevo lo que éramos y que me permitía jugar a ser una mujer normal llena de vitalidad y de belleza, una belleza inútil porque, de todos modos, los hombres nos tenían miedo, como a las flores carnívoras que sólo observas cuando están dormidas. Pero yo no dormía. Y mi hermana sospechaba, pero guardaba silencio.

Es muy difícil para mí contar lo que sucedió después, porque no lo recuerdo, porque esta carta está escrita a través de mi memoria fragmentada, porque todo lo que está aquí puede ser invento mío y tal vez yo sea un pez con sueños extraños o el paciente más raro del psiquiátrico. Pero escribo porque siento, porque la muerte no me permite el descanso y porque hice lo necesario para borrar de mí el recuerdo de esa noche, hasta ahora, que encontré la única foto que mi hermana y yo teníamos, guardada en una caja de metal que huele a galletas y a flores. La noche que ella entró al cuarto y vio el resplandor saliendo de mis ojos vacíos, la boca que emitía un gruñido siniestro y el cuerpo torcido y quebrado pero capaz de moverse de un lado a otro, de arriba abajo como si fuera una marioneta a la que la guiaba un titiritero perverso. El grito. (Su grito), alertó mi mente, pero mi cuerpo siguió su curso, andando y girando de una manera monstruosa, directo a ella, con las manos abiertas como si fueran tenazas. No pudo huir, la impresión no la dejó, el recuerdo también emanó de su vientre y la luz eterna escondida en su ácido desoxirribonucleico empezó a brillar ligeramente.

Entonces lo entendí, supe qué hacer y con toda la fuerza que pude, tomé mis propias manos y las dirigí de su cara hacia mi vientre, abriendo piel, grasa, músculo y vísceras para sacar esa cosa que me había estado torturando por años. La tomé entre mis manos, parecía un pez inerte, luminoso, inmóvil, con dos ojos en cada costado llenos de pequeñas protuberancias que parecían huevecillos horribles. Palpitaba, estaba vivo. Pero mi fuerza se apagaba y me desmayé justo antes de ver a mi hermana huir de la casa, huir de nuevo sólo con lo que traía puesto y los ojos cristalinos, brillantes, llenos de lágrimas luminosas que dejaron un rastro perenne en el piso. Cuando desperté noté con desagrado que mi cuerpo herido y quebrado estaba vivo, y que mi mente ya podía controlarlo de nuevo. Después sané, y más tarde, cuando tuve la fuerza necesaria para deshacerme de esa cosa palpitante, no pude hacerlo. Fuera de mí se veía tan indefensa y frágil que la terminé tirando al mar, se despidió de mí con un último brillo que en el agua y con los colores del coral la hizo parecer hermosa.

Nombre: Karla Adalhí.

Edad: 30 años.

País: México.

IG: axolotlp / Blog: elmonstruodefuego