Camino de Estrellas
Mi Camino después de perder a mis padres
Para mi familia y amigos, para todos los que me acompañan en mis caminos
Daniel Jiménez Krause © 2025
Mi Camino después de perder a mis padres
Para mi familia y amigos, para todos los que me acompañan en mis caminos
Daniel Jiménez Krause © 2025
Este Camino nace de una pérdida.
En junio de 2025 me quedé sin padres. Mi madre había fallecido en 2019, secuestrada de la vida prematuramente y de forma fulminante por un cáncer. Mi padre murió el 12 de junio de este año, tras un duro periodo de deterioro físico y cognitivo que acompañé día a día. Cuando él se fue, sentí que también se cerraba un ciclo entero de mi vida.
Necesitaba una pausa emocional profunda. Necesitaba un espacio donde reunir mis recuerdos y mis duelos. Necesitaba alejarme del ruido, reiniciar.
Me lancé a caminar sin grandes expectativas, pero con un optimismo tranquilo y la intuición de que el Camino haría su propia magia.
Lo iría descubriendo paso a paso.
Tengo una espiritualidad propia, aunque no soy católico. Decidí conscientemente caminar uno de los grandes senderos del catolicismo: el Camino de Santiago. Santiago de Compostela. Compostela quiere decir campo de estrellas. Vine a habitar y surcar su marco católico con respeto: sus pueblos, iglesias, cruces de piedra, rituales de siglos.
Elegí el Camino Portugués de la Costa después de varias semanas de reflexión. Buscaba un Camino que pudiera hacer en dos semanas sin exigir al cuerpo más de lo razonable: mi rodilla derecha, lastimada en un accidente de esquí en 1994, descartó enseguida los Caminos Francés y Primitivo por sus subidas y bajadas fuertes. El Camino Portugués de la Costa ofrecía lo que buscaba: belleza del Atlántico, entrada en Galicia por tierras de tradición milenaria, con la esperanza de encontrar un equilibrio entre soledad y sentido.
Desde Oporto por la costa portuguesa. Luego por Galicia, de Tui a Santiago
Otra razón importante para decidir este Camino fue el mar. El mar, viejo amigo: nací y crecí frente a él, en La Habana, Cuba. Sabía que, si había un espacio capaz de nutrirme emocionalmente, sería el mar.
Preparé lo necesario con calma, como un ritual. Compré buenos zapatos para esta empresa —los probé varios días hasta estar seguro—, un chubasquero liviano y una mochila nueva. Lo demás ya lo tenía: mis fieles zapatillas Skechers ultraligeras, ropa esencial, mi bolsa de aseo.
Incluía un chaleco beige, sencillo, con el logo verde y amarillo de saviaamazonlodge.com, que me regaló Miguel, un guía del Amazonas peruano al que conocí en 2017, durante una semana en plena selva.
Hay objetos que tienen un significado especial, aunque al principio no sepamos por qué. Este chaleco evocaba una experiencia espiritual vivida en la selva del Amazonas, que no entendí del todo en su momento. El último día, al despedirnos, Miguel se quitó el chaleco que había llevado toda la semana y me lo dio en silencio, como quien entrega algo más que una prenda.
Cuando empecé a preparar este Camino no tuve dudas: caminaría desde el primer hasta el último día con el chaleco de Miguel puesto, recordando que mi Camino comienza mucho antes de Oporto.
Desembocadura de un río en el Atlántico. Cinco días: el mar, mi único y magnífico compañero.
Había comprado el billete a Oporto para el viernes 31 de octubre de 2025, después del trabajo. También había reservado una habitación en un pequeño hotel entre la Catedral y el río Douro. Planifiqué con optimismo una primera etapa hasta Labruge, donde reservé de antemano una habitación en una pensión para el 1 de noviembre. Serían 27 kilómetros caminando junto al río y el mar. Me pareció una distancia razonable, pues en mi vida cotidiana camino con frecuencia 15 kilómetros sin dificultad. No vi razones para no empezar así.
La mochila estaba lista desde el día anterior.
El viernes trabajé hasta las cinco. Dejé el ordenador en casa, cogí la mochila y fui al aeropuerto. Pero seguí trabajando en el móvil en un documento que me había pedido mi jefe. Trabajé literalmente hasta que me senté en el avión. Cuando por fin envié el archivo finalizado, desconecté todas las aplicaciones de trabajo y lo dejé ir. Primera liberación.
Miré por la ventanilla mientras el avión aceleraba por la pista. Sentí un cosquilleo mezcla de vértigo, alivio y entusiasmo.
Dejando atrás Bruselas, le puse música a la promesa, con una canción del brasileño Cartola que amo desde siempre, y no podía ser más oportuna: Deixe-me ir, preciso andar, vou por aí a procurar, rir pra não chorar.
Llegué tarde en la noche a Oporto. Fui directo al hotel y, a pesar de la hora, salí a tomar una copa en una esquina frente al Douro. Me golpeó una avalancha de pensamientos sobre lo que dejaba atrás y lo que iba a buscar, justo antes de empezar el Camino.
Salí a andar el Camino de Santiago a las 8 de la mañana, con el chaleco de Miguel puesto.
Punto de partida frente a la catedral de Oporto
Salí a caminar curioso, emocionado, con esa mezcla de vértigo y determinación que solo se siente al inicio de algo grande. Quería caminar “con el universo”, dejarme llevar por lo que viniera.
Força Estranha, hermoso poema-canción de Caetano Veloso, me acompañaba desde el primer paso. Apenas conocía el estribillo. La escuché varias veces mientras avanzaba bordeando el Douro. Ese río majestuoso me abrió literalmente el camino; me fue llevando hacia el mar, que sería mi compañero más fiel durante los próximos días.
A medida que descendía junto al agua, ya me sabía la canción de memoria. Escenas cotidianas —un niño corriendo, una mujer embarazada, hombres discutiendo— se mezclaban con el sol y la força estranha que nutren la vida, y que impulsaban ya mi propio camino, recién inaugurado.
Primer encuentro. Desembocadura del Douro en el Atlántico
Al llegar al paseo marítimo de Matosinhos, al oleaje salvaje del Atlántico, la canción ya no era una canción: era un pulso dentro de mí. Caminaba cantándola en voz alta, y el sol me daba en la nuca, como una mano cálida. Y entonces lloré. Mis primeras lágrimas de este Camino.
Pero la segunda mitad del día fue otra historia.
Los últimos seis kilómetros se volvieron una tortura. Empezar el Camino con veintisiete kilómetros y, además, cargando una mochila, fue un error imprudente. Ese primer día aprendí por las malas que debí comprar los zapatos una talla más grande —los pies se hinchan y, sin espacio, los dolores son inevitables— y debí haber hecho antes una caminata de prueba, con mochila cargada y terreno y distancia reales. Nada de eso hice. Y los veintisiete kilómetros con peso a la espalda me pasaron factura.
Llegué roto a Labruge, sin hambre, los pies ardiendo, los dedos hechos llagas por el calzado que apretaba mis pies hinchados; la rodilla derecha con un dolor feo; las caderas —que jamás me habían molestado— doloridas.
Esa noche me acosté con miedo. Me pregunté cómo seguiría el Camino. Si podría con él. Miré el chaleco de Miguel, tirado sobre la mochila. En el Amazonas me lo había dado como un talismán, sin explicar por qué. Pero aquí, en esta pequeña habitación en el norte de Portugal, no sentía ninguna protección. Sentía solo miedo.
Dormí más de ocho horas. Desperté con menos dolor y decidí hacer menos kilómetros. Quería cuidarme, escuchar el cuerpo.
Desde Oporto, casi 80 km de pasarelas de madera permiten caminar literalmente junto al mar
El día amaneció magnífico: sol y nubes. Apenas empecé a caminar, no podía ser de otra forma, Cantares, el poema de Antonio Machado y con música de Joan Manuel Serrat, se instaló en mi cabeza.
Caminante, no hay camino, se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino, y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar.
Aquellos versos —tan repetidos toda mi vida— adquirían un significado tangible: vivir el camino paso a paso, con la meta lejana y el Atlántico respirando a mi lado. Caminaba despacio, atento a cada piedra, cada ola que rompía. El mar gris, inmenso. El cielo abierto. Yo, pequeño, avanzando.
Miré hacia atrás: Oporto y Labruge ya eran invisibles, borrados por la distancia y la curva de la costa. El paseo de madera se extendía detrás de mí como una cicatriz frágil sobre la arena. Nunca volvería a caminar exactamente esos mismos pasos. Este camino era único, irrepetible, mío.
Más tarde llegó la lluvia. El mar se volvió gris y violento. No había nadie, el mar y yo compartíamos un diálogo silencioso.
Me senté en un banco bajo la lluvia, frente al Atlántico. El viento olía a sal y a madera mojada. Todo se movía con fuerza —las olas, las nubes, mi respiración. Fue un instante completo, el mundo se reducía a ese banco, a la lluvia y al mar.
Pero, como el día anterior, la plenitud se desvaneció al reanudar la marcha: regresaron los pinchazos en los pies y el dolor en la rodilla derecha, una cadena de molestias ya francamente graves.
Comencé este Camino lleno de energía y convicción. ¿Veinte y tantos kilómetros al día? Pensé que sería fácil. No tomé en cuenta que llevar 9 kg a la espalda marca una enorme diferencia. El primer día caminé veintisiete —desde la catedral de Oporto, bordeando el Douro, luego el océano, hasta Labruge. La belleza fue inmensa, pero el precio también.
Y ahora cada paso dolía: caderas, rodillas, dedos. Mi plan de llegar a Santiago antes del día 14 de noviembre empezaba a sentirse rígido. El Camino me estaba confrontando con mis límites desde el segundo día.
Reflexioné sobre mis objetivos. El Camino como meta de rendimiento físico no estaba entre ellos. El camino como ejercicio de contemplación, sí. El dolor obra exactamente en contra de eso que busco.
Me invadió una frustración profunda: primero con mi cuerpo de cincuenta y nueve años, que ya no puede todo; luego con mi viejo enemigo íntimo, el exceso de entusiasmo, siempre rozando la temeridad.
Hablé conmigo mismo largo rato sobre la mesura, la escucha del cuerpo y esa tendencia vital a lanzarme más allá de lo razonable. Me dejé arrastrar por ese impulso: veintisiete kilómetros con mochila, después de años sin caminar cargando peso. Es un patrón antiguo: ir más allá, siempre más allá —como aquella temeridad que me costó un accidente grave de esquí en 1994.
Me dije que, si el Camino iba a tener sentido para mí, debía reconciliarme con mis límites, no pelear con ellos. Por eso tomé una decisión, nada fácil: avanzaría en transporte hasta Viana do Castelo y me regalaría un día de descanso. Quería liberarme de los dolores que pintaban feo como el de la rodilla, mi rodilla dañada años atrás, y quitarme la presión psicológica. Solo así podría seguir caminando con cuerpo y alma, y no en guerra conmigo mismo.
Me desperté con espíritu ligero, en sintonía con la decisión tomada. La pausa y el avance en transporte no eran una derrota, sino un reajuste inteligente: un acto de humildad ante el Camino, la decisión de caminar en paz con mis límites.
Llegué temprano a Viana do Castelo. Como la habitación aún no estaba lista, dejé la mochila y salí. Durante el trayecto en bus había visto, dominando la ciudad, una colina con una iglesia en su cima. Decidí subir hasta allí, pero con prudencia absoluta, sin forzar nada.
Vista desde Monte de Santa Luzia
Así emprendí el ascenso al Monte de Santa Luzia. El funicular estaba fuera de servicio, de modo que el único camino posible era el de mis propias piernas. Comencé a subir por la escalinata majestuosa y casi interminable de losas de piedra.
Me fijé en la hierba que crecía desde y sobre la piedra misma, como si brotara del silencio mineral. La ternura de ese verde obstinado hizo aflorar unos versos guardados muy hondo en mi memoria.
Dios bendiga la hierba que brota entre el cemento.
Es verde y delicada, y se dobla con el viento.
De repente, se endereza y se alza hacia el sol,
porque la hierba está viva y la piedra no.
Dios bendiga la hierba.
Versos de la canción God Bless the Grass, de Malvina Reynolds. En casa, en La Habana, teníamos ese disco y mi madre lo ponía a menudo. Mi madre, frágil y persistente como la hierba.
El sendero alternaba tramos de sombra y de luz filtrándose entre los árboles; el aire era limpio y tibio. Sentí que el cuerpo agradecía. Arriba, la vista fue un regalo: el océano extendiéndose sin fin, la ciudad a sus pies, la cúpula blanca del santuario del Sagrado Corazón de Jesús. Me quedé largo rato allí, contemplando, dejando que la perspectiva se asentara en mí.
La bajada la hice despacio, con mimo, sabiendo que las articulaciones sufren más descendiendo que subiendo. Volvieron la hiedra, el musgo y la hierba obstinada entre las losas.
Entre la subida, la bajada y algunos paseos por la ciudad, anduve unos diez kilómetros ese día. Sin mochila, sin prisa, sin dolor, salvo el de las ampollas, que eran ya parte del paisaje.
El resto del día en Viana do Castelo lo pasé caminando por la playa o sentado frente al mar. Era inevitable enlazar con mi infancia: una infancia íntimamente ligada al agua. Teníamos el mar literalmente frente al apartamento, una suerte mayúscula. Íbamos casi a diario al club de playa Patricio Lumumba —abierto entonces para todos—, que años más tarde sería reservado solo para oficiales de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, tan exclusivo como lo había sido el Miramar Yacht Club antes de la Revolución que prometió acabar con las exclusividades.
Mi madre me inició en las artes acuáticas desde la hora cero de mi existencia. Cuando aprendí a caminar ya era una pequeña rana pelona y ojiverde, que flotaba, se sumergía y se desplazaba en el mar con confianza y sin miedo. La devoción por el agua profunda nos vino de ella, de su sangre alemana. Por muy ilógico que suene, así es: el cubano es de mucha playa, pero poca agua. El cubano se sienta en el Malecón mirando hacia la ciudad, dándole la espalda al mar.
Ir al club Lumumba a nadar con mi madre y mi hermano era algo cotidiano y ritual. Ella llegaba del trabajo y, un instante después, estábamos los tres en el muelle. Nos tirábamos al agua y nadábamos mar adentro. En la escalera del muelle, a veces, ella machacaba un erizo de mar con una piedra y eso atraía a docenas de pececillos de todos los colores. Un acuario improvisado para deleite nuestro.
Levantaba la mirada del agua fascinado por los peces y la encontraba a ella, agachada junto a nosotros: una mujer joven y hermosa, de belleza moderna—delgada, pelo corto, bikini cuando todas las demás usaban traje de baño entero. Yo estaba muy orgulloso de ella, de aquella alemana hecha cubana que convertía lo ordinario en magia y se atrevía a todo.
Supimos después, leyendo sus memorias, que darse un chapuzón y pasar media hora nadando o flotando en la inmensidad azul del Atlántico era para ella una forma de psicoterapia: una respiración secreta que equilibraba el lado reprimido de la Monika pública, conocida en toda la isla por sus programas de radio y televisión sobre sexualidad. La imaginé metida hasta el cuello en el agua cálida, nadando mar adentro para no tener testigos, combinando ejercicio y espiritualidad, soltando tensiones, dudas, contradicciones y miedos. “Si el Atlántico tuviera oídos y grabadoras”, la imaginé decir, “podría contar mi historia entera”.
Atardecer en Viana do Castelo
Cuando volví a mirar el mar, bajo un atardecer espectacular, pensé en el proyecto de reestructurar las memorias cubanas de mi madre. Ella vivió treinta años intensos en Cuba, entregándose con pasión a su labor como educadora y adoptando el idioma y el espíritu de la isla. Tras su muerte seguimos en diálogo: ella a través de sus textos, yo en mis intentos por ordenarlos y darles nueva forma.
Para mi proyecto actual me pregunté si debía limitarme a cambiar la persona narrativa y reordenar la estructura, o si también debía incorporar mi propia voz de hijo. Llegué a una conclusión práctica, de supervivencia creativa: haré lo primero. De otro modo, el proyecto corre el riesgo de volverse infinito, de no terminar nunca —o peor aún, de no empezar. Honrarla no implica escribir la obra perfecta, sino hacer bien la obra posible.
Sonreí al pensar que exactamente así abordaba mi madre sus retos: la acción pragmática como estrategia de vida. Avanzar con pasos cortos e imperfectos, pero avanzar. Así se llega lejos.
El sol caía sobre Viana do Castelo. El descanso del día había hecho efecto y los dolores graves ya no estaban. La soledad y el mar me devolvieron a mi madre. Mañana tendría otro día de soledad y mar.
Salí de Viana do Castelo el 4 de noviembre con la moral recuperada. El descanso del día anterior, la pausa, habían sido razonables.
Caminé hacia el norte por el paseo de madera que acompaña la costa. No me crucé con nadie: una soledad transparente, que me llenaba de calma.
Gatito pescador
En esta inmersión pensé en mi padre. Sentí que le debo una revisión a mis recuerdos: volver a la memoria para rescatar al padre hermoso y brillante que fue antes de que la demencia lo nublara. El último año, tan duro para él y para mí, no puede pesar más que toda una vida de inteligencia, curiosidad y amor.
Fueron pasando recuerdos en blanco y negro, como fotos viejas de relatos familiares y de mi propia memoria: el niño español de cinco años hacinado con sus padres en Tetuán en 1945, esperando que se reanudara el transporte marítimo atlántico para emigrar a Cuba; los primeros años paupérrimos en La Habana; el golpe de suerte de ingresar en la Havana Military Academy; su formación como oficial de marina mercante en la Academia Naval del Mariel; la Revolución del 59; Jesús Jiménez Escobar, el “capitán más joven del mundo”, al mando del buque insignia de Cuba; su matrimonio con mi madre alemana; el padre joven que nos despertaba silbando marchas militares.
Miré hacia el mar: había una pequeña playa con gaviotas. Y de golpe apareció un recuerdo nítido, como si lo viviera de nuevo: mi padre manejando el ruidoso y tosco Dodge de 1954, el olor a gasolina y los asientos raídos, con toda la familia —tía Pilar y tío Gonzalo incluidos— para pasar el día en la playa de Santa María, playa luminosa de aguas azules y arena blanca al este de La Habana. Casi siempre nos encontrábamos allí con sus amigos y sus respectivos hijos. Eran días simplemente perfectos: los pequeños jugábamos sin parar, corríamos, nos lanzábamos al agua; los adultos, aún jóvenes, a ratos se unían a nosotros, nos alzaban sobre sus hombros para tirarnos al agua desde allí arriba. Al final del día teníamos la piel arrugada como una uva pasa.
Volví en mis recuerdos al club Lumumba, esta vez con mi padre y mi tío Gonzalo, pescando en el muelle al atardecer. Usábamos como carnada filete de doncella, un pez que abundaba en la base del muelle. Lo que pescábamos —otros peces pequeños, sin valor culinario— lo devolvíamos al agua en un mismo movimiento entusiasta. Cuando el sol comenzaba a hundirse en el horizonte encendido, mi padre nos invitaba a ver el punto verde que aparecía en el instante de su desaparición. A veces lo creí ver. A veces creo que lo vi de verdad.
Sentí un agradecimiento profundo por los inefables momentos marinos de mi infancia: el salitre en la piel quemada, la mar tibia y cristalina, mis padres, mi hermano, mis tíos. Si la felicidad puede definirse, es exactamente esta colección de recuerdos.
Mirando de frente el océano portugués, recordé que el mar fue la patria de mi padre. Me puse entonces un pequeño reto: aprender de memoria el poema Canción del Pirata de José de Espronceda. Era su poema favorito, y lo recitaba con la emoción que solo un hombre de mar puede imprimir a un canto dedicado a un hombre mar.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria la mar.
Escrito en 1835 y desde siempre parte de la cultura popular, es un poema extenso —diecisiete estrofas— con una cadencia simplemente irresistible. Ya conocía algunos fragmentos, y al repetirlos una y otra vez los versos fueron encajando por sí solos. Al final recité el poema entero, sin errar. La sal del Atlántico me golpeaba el rostro.
Navega, velero mío, sin temor,
que ni enemigo navío,
ni tormenta ni bonanza
tu rumbo a torcer alcanza
ni a sujetar tu valor.
Sentí que mi padre caminaba a mi lado y recitaba la Canción del Pirata conmigo.
El Rio Âncora llegando al mar
El paseo se interrumpió al llegar al acantilado de Montedor, siete kilómetros y medio al norte de Viana. Las siguientes dos horas anduve por campos, literalmente “por campos”: senderos entre plantaciones de patatas, girasol y maíz, ya cosechados. Luego resurgió el paseo de madera, ahora bordeando el río Âncora. Entré en Vila Praia de Âncora bordeando la desembocadura del río hasta la playa.
Me senté en un café frente al océano y tomé un almuerzo ligero, mirando ese mar indomable. Era un paisaje espléndido, cierre perfecto para un día hermoso; incluyendo la confirmación íntima de que mi cuerpo puede sostener este Camino.
Saliendo de Vila Praia de Âncora, el camino transcurría de nuevo junto al océano, sobre pasarelas de madera: cuatro kilómetros hasta la playa de Moledo. Había amanecido con lluvia torrencial, pero después del desayuno solo lloviznaba y luego hasta salió el sol.
Desembocadura del Minho en Moledo. Al frente, el monte O Muiño, Galicia
En la playa de Moledo se me acaba el mar. El Camino Portugués de la Costa continúa hacia el interior, transversal, hasta el río Miño, para enlazar con el Camino Central y entrar en España por Tui.
Me detuve un momento para despedirme del mar. Le di las gracias por haberme acompañado desde mi infancia. Y le dije en voz alta: Te amo.
Una despedida serena y consciente antes de seguir caminando hacia el interior.
En la playa de Moledo, el Camino atraviesa la vía del tren por un angosto túnel. Se me antojó un instante mágico, poético, cinematográfico: dejar de ver y escuchar el mar de golpe al entrar en el túnel, y salir al otro lado donde el terraplén del ferrocarril bloqueaba por completo su vista y su sonido.
Era un umbral. Detrás quedaba el Atlántico: su rugido constante, su inmensidad gris, azul, blanca, su compañía de días. Delante mío: campos, bosques, humedad, rocas, otra paleta de verdes. Otro universo.
El camino ahora iba paralelo a la línea del tren que acababa de pasar en la playa de Moledo. Una línea recta impecable, de orientación noreste, hacia el río Miño, que es la frontera con España.
Aquel cambio de mundo —del ruido del mar al silencio del campo— trajo de regreso la memoria de mi padre, esta vez con más urgencia. Dos semanas antes del Camino, mi hermano y yo habíamos hablado de algo difícil: ¿Puedo dejar establecida mi voluntad para que, en caso de sufrir una demencia grave, quede claro cómo, cuándo y en manos de quién debe tomarse cualquier decisión relacionada con el final de mi vida?
Nuestra experiencia con nuestro padre había sido dolorosa, y sabíamos que él, en plenas capacidades, no hubiese deseado verse reducido a lo que la enfermedad le hizo en los últimos meses. Pero cuanto más hablábamos, más complejo era el dilema. No había respuestas fáciles.
No es el caso clásico de una situación clínica irreversible, como nos ocurrió con nuestra madre, cuando su voluntad anticipada, y nuestra convicción de que era lo correcto en vista de la realidad, nos hizo tomar la decisión, con el corazón hecho un trapo, de aceptar la propuesta médica de retirarle tratamientos.
Con la demencia no existe un punto claro, no hay un umbral definido. ¿Quién determina el momento en que alguien ha perdido completamente su capacidad, hasta el extremo de que deba aplicarse la voluntad que dejó establecida?
Recordé entonces que mi padre, incluso en sus últimas semanas —inmóvil, desorientado— aún me reconocía, decía mi nombre, me sonreía, tarareaba una canción conmigo, celebraba un trozo de chocolate.
Comprendí que ningún documento puede anticipar el fin de una vida que aún es vida. Que nadie tiene derecho a apagar una luz mientras haya una sonrisa, un nombre, una canción y un trozo de chocolate.
Seguí caminando, todavía con esos pensamientos dando vueltas.
Sin darme cuenta, llegué al río Miño y, poco después, a Caminha, donde primero visité la iglesia del centro. Estaba vacía excepto el organista que practicaba. El órgano llenaba la iglesia con una música tibia y envolvente; sin que yo lo pidiera sirvió para ordenar y concluir mis pensamientos.
Mercado en Caminha
Paré para almorzar en una cafetería de Caminha, mi almuerzo predilecto de estas dos semanas: una tortilla natural de dos huevos. El cuerpo pedía proteína. De tanta suerte que mientras estuve sentado cayó un imponente aguacero, que amainó cuando terminé. Continué para llegar una hora y media más tarde a mi alojamiento en Lanhelas y tirarme en la cama. El día había sido largo, y no solo en kilómetros.
Amaneció otra vez con una lluvia torrencial: una cortina de agua densa, imposible de atravesar. Esperé hasta las ocho y media y, con el cielo aún gris y una llovizna pertinaz pero ya sin truenos, salí a caminar.
Durante más de dos horas seguí el curso del Miño, siempre a su lado, entre pueblos de piedra, prados de hierba brillante y bosques que aún exhalaban el olor de la lluvia. El paisaje tenía una belleza serena, antigua, como si el río arrastrara no solo agua sino también memoria.
El Minho pasa
Mientras avanzaba, comenzaron a surgir pensamientos remotos, ligados a mis raíces. Repasé la memoria de mis abuelos y bisabuelos, maternos y paternos. Me detuve en ese milagro improbable: que tantos destinos y acontecimientos dispares hubieran terminado confluyendo en mis padres y, finalmente, en mi propia existencia.
Pensé en lo mucho que ignoro: fechas, contextos, silencios; los hilos que unen lo personal con los grandes acontecimientos que atraviesan un siglo de historia en Cuba, España y Alemania —cambio de siglo, guerras mundiales, guerra civil, revolución, desplazamientos, crisis económicas. Grabé algunas notas con la intención de escribir más tarde a mis tíos en Alemania y a mis primos en Madrid, para llenar, aunque sea en parte, esos huecos familiares.
El Miño corría hondo y oscuro, como aquellos recuerdos de mi familia. Al contemplar su movimiento lento y silencioso, tuve la sensación de que se llevaba una parte de mis preguntas hacia el mar.
Continué bordeando los pueblos del Miño y llegué a Valença. Lo primero fue descansar y comer: me regalé un bacalao en un restaurante, algo que no había hecho hasta ahora —ni sentarme en un restaurante ni probar el bacalao. No podía dejar Portugal sin un bacalhau como Dios manda.
Visité la fortaleza de Valença, caminé despacio por sus murallas y entré en la iglesia de Santo Estevão, la que guarda un óleo de la Virgen amamantando al Niño Jesús. Había leído que esa pintura sobrevivió a la Inquisición; no sé cuánto hay de mito o de verdad, pero me conmovió pensar que una imagen tan humana, tan tierna, haya sufrido censura.
En las muchas iglesias que visité en el Camino, sentí la atracción de María, la madre. Aquí, delante de la madre dando el pecho a su hijo, explícita y carnal como mi propia madre, canté el Ave María de Schubert. Es la única oración cristiana que sé –en latín además– y es gracias a clases de canto lírico que tomé durante el encierro del COVID.
El avemaría es un llamado a la reconciliación y al amor. Envuelto en la melodía de Schubert, se convierte en un himno sublime.
Salí de la iglesia. El cielo se abrió azul y limpio, con apenas un par de nubes blancas: un regalo más del Camino.
Crucé entonces el puente sobre el Miño. Fue, otra vez, un momento cargado de simbolismo: dejar atrás Portugal —su lengua, su historia, su gente— y entrar en España. Como el túnel del tren el día anterior, cuando dejé el mar por los campos. Ambos cruces eran umbrales: del mar a la tierra, de un país a otro, de una etapa a otra del Camino.
Entré en Tui y llegué hasta la catedral justo cuando la abrían, a las cuatro. Es una mezcla de románico y gótico, majestuosa pero dura; tanta piedra termina por oprimirme. Me impresionó más verla desde lejos, desde el puente, recortada sobre el cielo, que dentro de sus muros.
Me alojé en una pequeña pensión llamada Raiana. La lleva Aarón, un joven muy simpático oriundo de Tui; de hecho, nació entre las paredes de esa casona antigua.
Charlamos largo rato: del Camino, de los errores iniciales —exceso de peso, de distancia, de expectativas— y de cómo uno va aprendiendo a soltar, paso a paso. En media hora pasamos por todos los temas posibles, desde la fatiga hasta el sentido del viaje. Fue una conversación corta y profunda a la vez, de esas que te reconcilian con la humanidad.
Hoy canté a un río antiguo y a una madre dando el pecho a su crío. Crucé un puente, una frontera, un país.
El camino por la costa atlántica portuguesa fue perfectamente solitario y me permitió conectar con mis memorias: mi infancia, mis padres. Mañana continúo por el Camino Central, milenario, por la Galicia profunda, y probablemente con más peregrinos.
Estoy listo. No: ansioso de este cambio sensorial y espiritual.
Verde, agua, cruces
Cambio total de paisaje, de ritmo, de energía. Y yo, muy abierto y contento con el cambio.
La salida de Tui fue preciosa: la catedral todavía medio dormida, un convento silencioso y, de pronto, un campo inmenso de kiwis. De lejos pensé que eran viñas, pero al acercarme descubrí las frutas peludas colgando de las ramas. Galicia parece tener siempre un giro inesperado.
Después llegaron los campos, los bosques, la lluvia suave. Caminé un rato con una pareja de surcoreanos hasta un café en medio de la nada, donde tomamos algo caliente y nos despedimos con la naturalidad de los encuentros del Camino: breves, cordiales, suficientes.
Más tarde el camino oficial estaba cerrado, y me encontré con otro peregrino, tan perdido como yo, buscando una alternativa. Seguimos juntos.
Platicamos con calma. Se llamaba Florin, rumano en sus cuarenta, afable. Era su tercer Camino. Esta vez no caminaba por él, sino por una amiga joven enferma de cáncer. Caminaba por ella. Lo escuché en silencio, conmovido por la humildad de caminar por otro.
El puente medieval de Orbenlle
Juntos cruzamos un bosque otoñal hermoso: hojas rojas y amarillas, la lluvia sonando sobre el suelo, los árboles y el alma. Pasamos por dos puentes preciosos. Uno de piedra, medieval, románico: el puente de Orbenlle. Imaginé a Goldmundo, el peregrino de Hesse, cruzando este puente como nosotros, mientras aprende la naturaleza, el amor y el dolor. Hice un guiño mental a mi amigo Alfredo, quien me entusiasmó con Hesse en la universidad, en el milenio pasado.
En medio de esa sinfonía natural, un peregrino nos adelantó a toda velocidad con los AirPods puestos. Llovía, las hojas crujían, el bosque respiraba… y él no oía nada. Me quedé pasmado. Le comenté a Florin: “¡Qué manera de perderse la música del Camino!”. Florin encogió los hombros y respondió: “Qué pena”.
Al llegar a O Porriño recordé el consejo de Aarón de la pensión en Tui. Revisé con ojo crítico el contenido de mi mochila y separé todo lo que no había usado ni usaría, incluyendo los zapatos que por comprarlos en la talla justa no me servían en esta experiencia de pies hinchados. Fui a la oficina de Correos y me hice un envío a Bruselas. Tres kilos y medio. Una liberación literal y simbólica.
Por la tarde tuve la suerte de conseguir cita con un fisioterapeuta en O Porriño, Alberto, que me atendió con una mezcla de ciencia y sabiduría corporal. Me masajeó piernas, espalda, cuello. Me estiró y estrujó. Detectó enseguida las viejas dolencias: la secuela del accidente de esquí de hace treinta años que afecta a mi rodilla y pie derechos, la columna lumbar “oxidada”, la nuca siempre bloqueada. Me dijo lo que yo ya sabía, pero que hoy se volvió inaplazable: tengo que atender con especialista y con ejercicios mis dolencias y las limitaciones que provocan, antes de que el cuerpo me pase factura. El Camino me ordenaba, de forma tangible, atender la pérdida y dejar de oxidar la vida por el exceso de trabajo o la evasión.
Salí del masaje con el cuerpo más ligero y la mente más despierta.
Zamburiñas para el alma
Terminé el día en un bar, con unas tapas y un buen Albariño. El cuerpo se relaja, el alma se ordena. Entre zamburiñas y sorbos de vino concluí que este primer día en Galicia fue un día de paisajes y sonidos nuevos, de encuentros y de conciencia, cumpliendo mis expectativas de cambio.
Salí de O Porriño a las ocho y media. Caminaba sin prisa, muy a mi ritmo. Había una niebla densa y fría: olía a invierno, un aroma casi olvidado. La niebla oscurecía el horizonte y parecía silenciar los pasos de los otros peregrinos, obligándome a escuchar el propio latido del sendero.
Al poco de salir me crucé con una peregrina, una mujer de mi edad, estadounidense de Maine, que caminaba sola. Caminamos juntos hasta Mos, conversando sin rumbo fijo. Al llegar, la iglesia nos acogió con campanadas magníficas. Entramos y nos quedamos un rato dentro, cada uno con su silencio. Después nos separamos; yo me quedé un tiempo más en la cafetería del albergue de Mos, donde tomé café y un trozo de empanada gallega exquisita.
Luego seguí solo. El camino era largo y gris, con mucho pavimento, hasta que apareció una arboleda inesperada: una hilera de árboles distintos —unos desnudos, otros amarillos, otros rojos, otros verdes— y entre ellos una niebla densa que pasaba del blanco al gris, del gris al amarillo, al verde, al rojo. Sublime. Una pintura impresionista que respiraba.
Le saqué una foto que no estaba mal, pero no semejaba ni remotamente lo que sentí.
Una pintura que respiraba
Pasé por granjas y fincas. Saludé a los animales como a viejos amigos. Sonreí al pensar que mi hermana Liz, 20 años más joven que yo, hija de mi padre en segundo matrimonio, habría hecho lo mismo. Ella tiene el don de conectar.
Pensé también en mi tía Maritza, hermana mayor de mi padre—que en paz descanse, estamos en La Habana de los años 70—, cuya voz habría encantado a cada perro, a cada gallina. Maritza hablaba con los gatos y los lagartos del patio, como la cosa más natural del mundo, sin complejos. Parece que esto nos viene por línea paterna.
Compañeros fieles en los campos de Galicia: grelos y hórreos
Los perros me ladraban primero con recelo y luego, al oírme saludarles, movían la cola, como si entendieran. Las más divertidas fueron tres ovejas que dejaron de pastar y vinieron hacia mí desde el otro lado de una cerca, mirándome con una curiosidad dulce. Les canté una canción brasileña sobre una casa de campo con corderos pastando “solemnes en mi jardín”. Encajaba perfectamente.
Las ovejas escuchaban quietas, con los ojos muy abiertos, como tres muchachos encandilados por la música.
Les di las gracias por su amorosa atención.
Más adelante me crucé con un peregrino que venía en dirección contraria. Le dije sonriendo:
—Vas en la dirección equivocada.
Él se detuvo. Yo también. Entonces me explicó que había comenzado en Lourdes, ya había pasado por Santiago y ahora seguía hacia Fátima, luego a Lisboa. Un total de 1.500 kilómetros. Un muchacho francés, de veintitantos años. Tenía una energía luminosa, no solo la de la juventud, sino la de quien ha hecho un “reset” total.
Luego apareció Florin, el rumano del día anterior. Caminamos juntos hasta Redondela, charlando felices. Él se quedó allí; yo seguí hasta Cesantes, dos kilómetros y medio más.
Qué alivio caminar hoy con la mochila menos pesada. También el alma parece haber soltado lastre.
La Pensión Ana en Cesantes es una casona antigua con vista directa a la Ría de Vigo. Bajé a la playa al atardecer y metí los pies en el agua fría. Compré pan y queso artesanos en una tienda cercana y tuve con ellos una cena de lujo en la terraza, viendo la puesta del sol sobre la ría.
De Cesantes salí temprano, a las ocho y cuarto. Día perfecto: frío, cielo azul con nubes. Me apetecía caminar solo y, por suerte, los peregrinos que me alcanzaban iban más rápido que yo; iban apurados y seguían de largo. Yo no tenía ningún apuro. Iba a mi ritmo, y solo.
Me sorprendí haciéndome la pregunta, a estas alturas: ¿por qué o para qué hago el Camino de Santiago? Sonreí con muchas ganas, con ternura conmigo mismo. Me dije: responder a esa pregunta con una sonrisa, eso es el Camino.
Amanecer
En una cuesta vi el sol asomando por detrás de una colina y un bosque. Volví a sonreír: el Camino es disfrutar un amanecer con el corazón conectado.
Más adelante encontré una pirámide de piedras que los peregrinos han ido formando con el tiempo. Busqué una piedra en el camino, ni de lejos la más grande, y la puse en la pirámide, tampoco en el sitio más alto, sino simplemente donde mejor cabía.
Yo no soy ni más ni el más; soy apenas un grano en el cosmos. Soy polvo de estrellas.
Un poco más adelante, en un hostal en medio del bosque, pasé delante de una pared llena de recuerdos, memorias y exvotos de peregrinos: notas, objetos, fotografías. Muchos habían dejado constancia de seres queridos perdidos: padres, madres, hijos. Había fotos de seres jóvenes con fechas de defunción. Paré y me quedé un rato mirando aquellas caras y lloré con sollozos profundos, por los muertos ajenos y por los míos, por el dolor de quienes pasaron por aquí y por el mío propio.
Un kilómetro más adelante, Florin pasó a mi lado. Se había convertido en el peregrino con el que me tropiezo todos los días. Nos alegramos mucho de reencontrarnos. Conversando descubrimos muchos puntos en común. El más evidente es la experiencia compartida de haber vivido ambos en dictaduras comunistas. Pero más: Florín y yo somos informáticos. Él, especialista en ciberseguridad, yo más del lado de la gestión de proyectos. Le divirtió mucho que mis estudios hubiesen sido de matemáticas, siendo yo “tan bohemio”, dijo casi riéndose. Parece que tiene malos recuerdos de los matemáticos en su universidad. Vamos, que vine a salvar la imagen de un gremio.
Caminamos juntos hasta Pontesampaio, donde nos separamos para seguir cada uno a su ritmo. Él va más rápido, yo más despacio. Intercambiamos números de móvil para tomarnos una cerveza en Pontevedra esa noche.
En Pontesampaio me detuve un momento antes del puente y otra vez al cruzarlo, simplemente para disfrutarlo. También porque Alberto, el fisioterapeuta de O Porriño, me había hablado con entusiasmo de este puente. El cielo azul, los patos, las barcas, las casas antiguas de piedra y el bosque: todo era muy hermoso, casi demasiado perfecto, rozando lo kitsch. Pero ese casi salvaba el conjunto como una belleza verdadera, sin artificios.
Luego caminé siete kilómetros solo, por un camino de bosque cuesta arriba, tocando ramas, piedra y musgo.
Llegué a una capilla para tomar un descanso físico y del alma. Me senté un momento, y entonces entró la peregrina norteamericana. Seguimos juntos hasta Pontevedra, conversando sobre cosas de la vida. Se llama Celia. Es psicóloga, oriunda de Nueva York, pero desde hace años vive en Maine, en un entorno que —dice— le recuerda a la Galicia otoñal. Hablamos de nuestras razones para hacer el Camino y descubrimos que, en el fondo, eran semejantes. Es curioso cómo muchos adultos hemos vivido experiencias parecidas en el cuidado de algún familiar enfermo.
Río Tomeza
Tomamos el camino que bordea el río Tomeza durante un par de kilómetros, a través de un bosque espectacularmente bello: el agua limpia y apurada sobre un trasfondo verde y rojo. Daban ganas de quitarse la ropa y lanzarse a un chapuzón. Así llegamos a Pontevedra.
Ya en la ciudad, miré el mapa y no pude evitar percibir, con cierta tristeza, que me quedaba apenas un tercio del Camino Oporto–Santiago. Una reflexión me vino ahora que el fin del Camino se vislumbra. Cuando sales a caminar, al principio dices con miedo: ¿Qué es un paso? Nada. ¿Cómo voy a llegar con pasos que son nada? ¿Cómo completar más de 200 kilómetros de camino desde Oporto hasta Santiago? Y das un paso, diez, cien, y haces una etapa. Y haces otra etapa, y más pasos y más pasos y más pasos, y más etapas. Hay dolor. Hay momentos de éxtasis, de paz. Hay miedo. Y sigues dando un paso y otro. Y un día, un día llegas a Santiago.
Esto es cálculo infinitesimal, el de Newton y Leibniz, pero aplicado con mis propias piernas. Soy yo, eres tú, somos las leyes de la física, del cosmos. Es maravilloso.
Cerré el día compartiendo una cerveza y oreja de cerdo con Florín en un bar. Al vernos se echó a reír y me dijo dándome una palmada en el hombro: “El matemático bohemio”.
No sospechaba que iba a tener una experiencia de luz. Me había levantado a las siete con lluvia fuerte y una ligera aprehensión: la etapa era larga, y la rodilla derecha dolía desde el primer paso, igual que los dos dedos pequeños del pie izquierdo. Cuando salí de Pontevedra a las ocho y media, la lluvia había amainado, casi amable.
La salida de Pontevedra por el Puente del Burgo me encantó: amplio, elegante, reservado a los peregrinos. Apenas lo crucé, la ciudad quedó atrás y comenzó el campo. La primera parte del camino fue fácil, sin subidas ni descensos, acompañada por el rumor del agua en los riachuelos que corrían a ambos lados del sendero.
La música del agua en estéreo
Pasaba en silencio frente a la iglesia de Santa María de Alba cuando, sin aviso, mi memoria se abrió. Pensé en Heike, mi cuñada fallecida hace dos años, después de una larga lucha contra el cáncer. Más joven que yo, madre de dos adolescentes. Pronuncié su nombre en silencio…
Y en ese mismo instante me atravesó una bola de luz: fuerte, repentina, inequívoca. Como si hubiera estado ahí, esperándome. “Por fin, Daniel”, escuché sin oír.
Vi su rostro delante de mí: nítido, sonriente, casi riéndose, el pelo negro cayéndole por media cara. Una oleada de alegría pura me inundó. Lloré, pero era un llanto limpio, de gratitud y compañía.
Seguí caminando con ella a mi lado, sintiendo su presencia en el aire que respiraba, en el ritmo de mis pasos. “¿Recuerdas aquella caminata?” Me llevó a la larga caminata que hicimos toda la familia pocos meses antes de su partida, por las colinas de viñedos y bosques que flanquean el río Mosela en Alemania. No hablamos. No hacía falta. Solo caminamos así, juntos, por un sendero que ondulaba entre bosque y pradera. Su alegría me envolvió durante un tramo del camino, su luz caminando conmigo.
Detrás de mí, la voz de Celia —la peregrina norteamericana— me llamó con un “¡Daniel!” alegre. Me di la vuelta. Heike se desvaneció, o quizá simplemente cambió de forma.
Celia y yo hicimos juntos el resto del trayecto hasta Caldas. Hablamos y hablamos: ella me preguntó por mi infancia en Cuba, por las escuelas-internados donde pasé tantos años en condiciones horripilantes que ahora, con la distancia, resultan casi cómicas. Le conté de mi madre alemana que vivió treinta años en Cuba, de su muerte hace seis años, de ese vacío que nunca termina de llenarse. Ella me habló de sus dos hijos, de Maine, de su perro… y de sus propias pérdidas.
Su compañía me alivió más de lo que imaginé. Con la charla fluida, el tiempo se volvió liviano. El dolor de la rodilla desapareció por completo. Solo los dos dedos pequeños del pie siguieron quejándose, pero tendrían que aguantar los tres días que faltaban hasta Santiago.
En los últimos kilómetros las nubes se abrieron y entró el sol, muy contrario a lo que anunciaba el parte meteorológico. Sonreí al imaginar que fuese Heike pidiendo a las nubes que se apartaran, para que el día terminara bajo su luz suave.
Llegué feliz a Caldas de Reis. La alegría de Heike se quedó conmigo el resto del día.
Viñedos y bosques
Ya en la habitación, medité tendido en la cama. Heike no fue un recuerdo: fue una aparición. Real, intensa, un golpe directo en el pecho.
¿Por qué solo ella se manifestó con tanta fuerza? ¿Por qué no mis padres, a quienes he estado evocando con intensidad todo el Camino? ¿Mis abuelos? ¿Por qué no mi primo Achmed, que se fue con apenas diez años y cuyo recuerdo me acompañó con firmeza varias veces?
No tengo una respuesta. No lo puedo explicar.
Quizá —si me permito especular— ocurrió porque Heike estaba simplemente allí, aguardando a que este encuentro pudiera suceder, para continuar la caminata entre viñedos y bosques.
El día amaneció torcido. Sentí desde que desperté un dolor agudo en el tobillo derecho, más bien en los músculos y tendones que lo rodean. Seguramente porque alteré mi pisada para proteger los dedos doloridos desde el primer día, y el tobillo pagó el precio.
Era una etapa corta, apenas dieciséis kilómetros, pero se me hizo interminable. Por un lado, ese dolor insistente, que mi obsesión por evitarlo solo empeoraba. Por otro, la soledad, que hoy no era oportuna: no me crucé ni con Celia ni con Florin, cuya compañía me habría distraído de mi malestar.
Poco antes de llegar a Padrón comí un dulce, y un poco de azúcar se infiltró por mi único empaste hasta alcanzar el nervio. La descarga eléctrica fue brutal: un dolor súbito, agudo, que recorrió toda la mitad derecha de mi cara. Muelas, mandíbula, sien: una tormenta nerviosa que me dejó sin aire.
Al llegar al hostal, llamé a una clínica dental cercana. Me dijeron que fuera, y me atendieron enseguida. La doctora revisó, tomó una radiografía, confirmó que no había cavidades: solo una inflamación del nervio de la muela empastada. Me inyectó anestesia directamente en la raíz. Sentí el alivio inmediato: desapareció todo, arriba y abajo, como si alguien hubiera apagado un interruptor. Me recomendó tomar ibuprofeno durante dos días.
Salí a la calle con la boca entumecida y el alma cansada. Fui directo a la habitación y me acosté.
Ese fue mi día fatal. No me concentré en nada. El dolor había absorbido la energía receptiva, toda capacidad de asombro o atención. En todo Camino —en toda travesía— hay un día así. Hoy fue el mío.
El día empezó como un regalo: ni la muela ni el tobillo dolían. Salí temprano, a las siete y media, directamente bajo una lluvia intensa que no cesaría en toda la jornada.
Fue mi primera caminata bajo un aguacero sin tregua. A los pocos kilómetros estaba empapado hasta los huesos. No existe “ropa técnica” capaz de resistir una verdadera lluvia gallega durante muchas horas.
Lluvia sin tregua
Sin embargo, encontré placer en ella. Disfruté su sinfonía interminable: mis pasos chapoteando entre charcos y hojas mojadas; el tamborileo de las gotas sobre mi impermeable; los arroyos pequeños y grandes desbordándose a ambos lados del camino.
Un momento de belleza pura fue la subida por un sendero que atravesaba un bosque. Durante unos doscientos metros, el camino estaba hecho de piedras claras, lisas, como losas antiguas. Sobre ellas corría el agua de lluvia en una lámina continua, una corriente de diez centímetros de profundidad, que cubría todo el ancho del sendero. Avanzar allí era como caminar río arriba: los pies hundidos en agua transparente, el bosque respirando lluvia, la melodía del agua en su esplendor.
Eucaliptos, lluvia, niebla
Más adelante, atravesé una arboleda de eucaliptos. El aire húmedo se llenaba de ese aroma fresco y penetrante que Celia adoraba, y al inhalarlo sonreí, recordando la calidez de su compañía.
Poco antes de llegar me tropecé con Florin. Nos abrazamos, felices de vernos. Fue un encuentro corto pues ya casi habíamos llegado a O Milladoiro, ocho kilómetros antes de Santiago. Él siguió; yo había decidido la víspera terminar mi día aquí para honrar los límites del cuerpo.
Tenía energía para continuar, pero ya había reservado habitación. Esta pausa era necesaria, una decisión sabia.
Por la tarde visité la iglesia de O Milladoiro; me lo pedía el alma. Arquitectura contemporánea, de 2017. La entrada principal estaba cerrada. Bajé por una escalera exterior hasta un nivel de oficinas. La puerta estaba abierta y había una persona en la oficina de Cáritas. Me dejó entrar y subir a la iglesia, sin reparos.
La iluminación estaba apagada, pero entraba suficiente luz natural por los ventanales. El altar me conmovió: una enorme composición de óleos donde se entrelazan figuras humanas (un hombre, una mujer, un niño), una paloma, una mano que descendía del cielo, y paisajes: campos, bosques, caminos, puentes, mar. No se podría representar mejor el espíritu del Camino.
Estaba completamente solo. Lloré sin pudor durante media hora, quizás más. Era un primer balance, una primera catarsis: los hilos del viaje comenzaban a converger, cada uno con un nombre, cada uno con su significado, cada uno con su peso. Tenía la consciencia plena de que lo había logrado: solo me faltaban ocho kilómetros. Mis sollozos resonaban en la nave.
La señora que me dejó entrar por la oficina de Cáritas encendió la luz; creo que fue ella. Yo no la vi, solo escuché pasos detrás de mí, percibí cómo se encendía la iluminación de la iglesia y volví a oír los pasos desaparecer.
Salí con mucha paz. Seguía lloviendo. Luego, del lado práctico de las cosas, fui a una lavandería de autoservicio a lavar y secar la ropa empapada.
La aproximación había terminado. Mañana, temprano, caminaría los últimos kilómetros. Quería estar en la fila temprano para recibir mi Compostela y luego ir a la misa del peregrino a las doce.
Me desperté antes de que sonara el despertador, a las 6:45. Recogí todo, desayuné poco, me puse el chaleco de Miguel por última vez en el Camino y salí hacia el final de esta experiencia. Aún estaba oscuro.
El parte meteorológico anunciaba lluvia fuerte y constante durante todo el día, pero al salir apenas lloviznaba, y el resto del trayecto no llovió en absoluto. De todos modos, estaba preparado —mental, física y logísticamente— para caminar bajo cualquier lluvia.
Pensé, al ponerme en marcha, que quizá la catarsis de ayer en la iglesia de O Milladoiro dificultaría cerrar emocionalmente este último día. Pero no. Desde el primer paso estuve hipersensible: escuchaba el viento, los pájaros y los riachuelos con una intensidad especial. En la mente, Gracias a la Vida de Violeta Parra me acompañó durante todo el trayecto.
Caminé con un nudo en la garganta y los ojos húmedos. Era como si el propio Camino se hubiese afinado para despedirse. Los cansados pies, ligeros.
Los últimos cuarenta minutos transcurrieron ya dentro de la ciudad. Rompen por completo con la experiencia anterior: son una prueba dura. La gente va estresada, nadie mira a los ojos, nadie responde a un “buenos días”. Me pregunté si no sería mejor que el final del Camino estuviera en el campo. Pero creo que este baño de realidad es necesario: venimos de semanas de introspección, naturaleza y silencio, alejados del ruido de lo cotidiano. La vida que nos toca vivir es ésta: coches, prisa, falta de mirada. Ese contraste final, esa sacudida de realidad, en el fondo, es correcto y necesario.
La catedral de Santiago de Compostela desde la Praza do Obradoiro
Tan absorto estaba, filosofando sobre el sentido de terminar el Camino dentro de una ciudad, que solo percibí la catedral cuando ya estaba frente a ella, en la mismísima Praza do Obradoiro. Monumental es un adjetivo que le queda corto. Sobrecogedora. Me quedé un buen rato ahí parado, sin saber adónde dirigirme, simplemente mirando sus torres.
Eran las 9:30. Florin, que había llegado un día antes, me envió un mensaje proponiendo vernos para despedirnos. Nos encontramos en la entrada de la catedral por la Plaza de la Platería. Nos dimos un abrazo largo y fuerte. Él partió sin decir nada; yo tampoco pude decir nada.
Volví a la Praza do Obradoiro y pregunté al portero del museo cómo llegar a la Oficina del Peregrino. Me indicó y allí fui. Me tocó el número 12 para recibir la Compostela. Cuando por fin me llamaron, la señora del mostrador me preguntó con dulzura cómo había sido mi Camino. No pude responder: el nudo en la garganta no me lo permitía. Asentí.
Había quedado con Celia —también llegada un día antes— para ir juntos a la misa del peregrino de las doce.
La catedral estaba repleta: las tres naves llenas, gente de pie. Celia y yo logramos apretarnos en un banco de la nave central.
La misa fue hermosa, solemne, magnífica. La música del órgano resonaba en las paredes centenarias y también en mi pecho. En el coro había varios obispos, entre ellos un arzobispo de Croacia que había hecho el Camino y llegado ese mismo día, como yo, con un grupo de peregrinos croatas.
Tiraboleiros tiran de la cuerda del botafumeiro
Al comenzar la ceremonia, el obispo saludó a los peregrinos según datos preparados por la Oficina del Peregrino: procedencias, caminos de origen, países representados. Una fórmula general, pero curiosamente íntima.
“Saludamos hoy a los peregrinos de Alemania que vinieron por el Camino Portugués desde Oporto.” Me sentí directamente aludido. Sonreí. Un detalle humilde y hermoso.
Los dos temas centrales de la homilía fueron que la palabra del Señor es eterna y que el Reino no será anunciado porque está en cada uno de nosotros. Este último sintetizaba exactamente lo que yo había vivido en el Camino.
Pasé toda la misa con el pecho encogido. La liturgia, como la poesía y la música, actuaba como un vehículo discreto de mi alma, dejando espacio generoso para mi propia espiritualidad. Me atravesaron imágenes fugaces de los últimos catorce días. Canté los coros con fuerza.
Para culminar, hubo —excepcionalmente, pues normalmente solo se emplea en días festivos— botafumeiro.
Celia y yo salimos conmovidos de la misa.
Buscando un sitio para almorzar pasamos por una oficina de Correos que exhibía souvenirs del Camino en la vidriera. Había una camiseta azul nocturno, con un campo de estrellas. Una línea fina de luz unía varias de ellas formando un camino, con un letrero discreto: Camino de Estrellas.
Sin mediar palabras entramos. Yo le compré una camiseta en su talla; ella me compró otra en la mía. Un recuerdo perfecto de este Camino de Estrellas, que cada cual había hecho a su manera, con sus propios objetivos y sus propias lecciones.
Después de almorzar, la acompañé a su hotel y nos despedimos con emoción.
Mi habitación espartana
Luego fui por fin a mi hostal, la Hospedería San Martín Pinario, un antiguo monasterio al costado de la catedral. Me sentí muy a gusto en mi habitación espartana: una cama de hierro estrecha, una silla, una ventana. Nada más. El entorno perfecto para culminar el Camino de Santiago.
Me quité el chaleco de Miguel y lo doblé con cuidado.
Lloré largo rato.
Así cerré mi primer Camino.
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Bruselas, 30 de noviembre de 2025
Celia y Florin
Almorzando con Celia en Santiago tras la misa del peregrino
Con Florin y Gabi de Ecuador poco antes de O Milladoiro