(119 Palabras)
En un pequeño pueblo andino había un árbol muy especial. No daba frutos comunes, sino que, cuando veía a alguien triste o con hambre, comenzaba a llorar. De sus lágrimas caían frutas dulces y brillantes con sabores diferentes: miel, cacao o naranja.
Un año, una gran sequía dejó sin alimento a los pobladores. Entonces, el árbol lloró más que nunca y sus frutos alimentaron a todos. El pueblo agradeció con cantos y flores.
Pero un comerciante ambicioso intentó robar sus frutos para venderlos. El árbol dejó de llorar y cerró sus ramas, mostrando que no compartía con egoístas.
Desde entonces, el pueblo aprendió que la verdadera riqueza está en la unión y en compartir lo que la naturaleza ofrece.
(262 Palabras)
En un pequeño poblado de la sierra peruana, existía un árbol muy especial. Era grande, con ramas anchas que daban sombra a quienes descansaban bajo él. Lo curioso era que no daba frutos como los demás, sino que cada cierto tiempo comenzaba a llorar. De sus lágrimas caían frutas dulces y brillantes que nadie había visto jamás.
Los pobladores se sorprendieron al probarlas, pues cada fruta tenía un sabor distinto: unas sabían a miel, otras a cacao, y otras a frescas naranjas. Sin embargo, el árbol lloraba solo cuando veía a alguien triste o con hambre.
Un día, una fuerte sequía azotó al pueblo. Las chacras se secaron y el alimento comenzó a escasear. Entonces, el árbol lloró más que nunca. Las ramas se llenaron de frutas que ayudaron a alimentar a todos los vecinos. El pueblo entero se reunió para agradecerle, cantando y ofreciendo flores.
Pero no todos eran agradecidos. Un comerciante ambicioso quiso apropiarse del árbol para vender sus frutos en la ciudad. Una noche se acercó con un saco para arrancar todas las frutas, pero al intentarlo, el árbol dejó de llorar. Sus ramas se cerraron como si estuvieran dormidas. El hombre se fue enfurecido, y jamás volvió.
Desde ese día, los pobladores entendieron que el árbol solo compartía su generosidad cuando había amor y unión. Si alguien actuaba con egoísmo, sus lágrimas se detenían.
El árbol que lloraba frutos se convirtió en un símbolo del pueblo. Los niños crecieron aprendiendo que la verdadera riqueza no está en acumular, sino en compartir y cuidar lo que la naturaleza ofrece.
(517 Palabras)
En un pequeño poblado de la sierra peruana existía un árbol muy especial, diferente a todos los demás que crecían en los campos y chacras. Era un árbol grande, con un tronco fuerte y ramas tan anchas que daban sombra a todo aquel que buscaba descanso bajo su copa. Sin embargo, lo que lo hacía realmente único no eran sus hojas verdes ni la frescura de su sombra, sino un misterio que sorprendía a quienes lo conocían: el árbol no daba frutos como los demás.
Cada cierto tiempo, cuando menos se esperaba, comenzaba a llorar. De sus lágrimas cristalinas caían frutas dulces y brillantes que nadie había visto jamás. Eran redondas, luminosas y desprendían un aroma tan agradable que los niños corrían a recogerlas apenas tocaban el suelo. Cuando las probaban, descubrían algo aún más increíble: cada fruta tenía un sabor distinto. Algunas sabían a miel, otras a cacao y otras recordaban la frescura de las naranjas recién cosechadas.
Los pobladores pronto notaron que el árbol lloraba únicamente cuando veía a alguien triste o con hambre. Si un niño lloraba porque no tenía qué comer, el árbol dejaba caer sus lágrimas convertidas en frutos. Si una madre preocupada se sentaba bajo su sombra, pronto caían frutas que calmaban su angustia. Así, el árbol se convirtió en un guardián silencioso del pueblo, un amigo generoso que velaba por todos.
Pasaron los años y un día ocurrió una gran desgracia. Una fuerte sequía azotó el valle. El sol quemaba las tierras, los riachuelos se secaron y las chacras comenzaron a morir. El alimento escaseaba y el hambre amenazaba al pueblo entero. Fue entonces cuando el árbol lloró más que nunca. Sus lágrimas caían sin cesar y las ramas se llenaron de frutas brillantes que alimentaron a todos los vecinos. Gracias a él, ninguna familia pasó hambre. En agradecimiento, los pobladores se reunieron, cantaron canciones tradicionales y llevaron flores para adornar su tronco.
Pero no todos eran agradecidos. Un comerciante ambicioso, al escuchar la historia del árbol, decidió que quería adueñarse de él. Pensó que si lograba llevarse los frutos a la ciudad, se haría rico. Una noche, mientras el pueblo dormía, se acercó con un saco enorme y trató de arrancar todos los frutos a la fuerza. Sin embargo, apenas estiró sus manos, el árbol dejó de llorar. Sus ramas se cerraron con fuerza, como si estuvieran dormidas. El comerciante, frustrado y enojado, se marchó sin nada y nunca regresó.
Desde ese día, los pobladores comprendieron una gran lección: el árbol solo compartía su generosidad cuando había amor, solidaridad y unión. Si alguien actuaba con egoísmo, sus lágrimas se detenían y las frutas desaparecían. El árbol se convirtió en un símbolo de la comunidad, recordando que la verdadera riqueza no está en acumular, sino en compartir y cuidar lo que la naturaleza ofrece.
Con el tiempo, los niños crecieron escuchando la historia del árbol que lloraba frutos. Cada generación aprendió que el amor y la solidaridad alimentan más que cualquier tesoro. Y así, el árbol siguió siendo el guardián del pueblo, llorando dulces frutos para quienes realmente lo necesitaban.