(167 Palabras)
Hace mucho tiempo, cerca del lago Titicaca, vivía una familia muy humilde. Una noche, la madre encontró en el patio una figura de barro sonriente: era Ekeko, el dios de la abundancia. Pensando que era un juguete, la colocó en la sala.
Aquella misma madrugada, la familia despertó con olor a pan caliente. En la mesa había frutas, papas, queso y ropa nueva. Cada mañana, dejaban junto al Ekeko una vela y unas hojas de coca; al día siguiente, aparecían alimentos, medicinas y monedas.
Pronto, todo el pueblo hizo su propio Ekeko y aprendió que no bastaba con pedir: había que tener fe, trabajar con cariño y compartir lo recibido. Quienes ayudaban a los vecinos recibían aún más bendiciones.
Hoy, cada enero, se celebra la Feria de las Alasitas, donde la gente compra miniaturas de lo que sueña —casitas, libros, comida, dinero— y las ofrendan al Ekeko para pedir prosperidad. Así, la leyenda sigue viva, recordándonos que la verdadera riqueza nace de la gratitud y la solidaridad.
(397 Palabras)
Hace muchos, muchos años, en los Andes del antiguo Perú, vivía un pequeño hombre de rostro alegre y mejillas rosadas. Su nombre era Ekeko, y aunque era bajito, todos decían que tenía un corazón tan grande como una montaña. Llevaba siempre un sombrero andino, un poncho de colores y estaba cubierto de cosas: comida, monedas, miniaturas, pan, ropa, herramientas y todo lo que una familia podía necesitar.
La gente lo conocía como el dios de la abundancia.
Se cuenta que Ekeko apareció por primera vez en un pueblo cerca del lago Titicaca, cuando una familia muy pobre pasaba por tiempos difíciles. No tenían casi nada para comer, y el padre estaba enfermo. La madre, triste pero valiente, rezaba todas las noches pidiendo ayuda a los apus, los espíritus de las montañas.
Una tarde, mientras la mujer barría el patio, encontró una pequeña figura de barro, sonriente y con una mochilita a la espalda. Pensando que era un juguete, la llevó adentro y la puso sobre una repisa.
Esa noche, algo extraño pasó.
La familia se despertó con olor a pan caliente. En la mesa había frutas, papas, maíz, queso y ropa doblada. ¡Parecía magia! Nadie sabía de dónde había salido todo eso.
Los días pasaban, y cada vez que dejaban una vela encendida o un poquito de coca o pan junto a la figura, al día siguiente aparecían más cosas: medicina para el padre, zapatos para los niños, incluso monedas.
—Es el Ekeko —decía la gente del pueblo—. Él trae lo que uno necesita si lo tratas con cariño.
Muy pronto, muchas familias hicieron sus propios Ekekos de barro. Lo colocaban en sus casas y le ofrecían regalos pequeñitos como agradecimiento. Descubrieron que el Ekeko no traía cosas solo por pedirlas, sino por la fe y el trabajo de las personas. Ayudaba más a quienes compartían, cuidaban su hogar y daban gracias por lo poco que tenían.
Desde entonces, cada año en el mes de enero, se celebra la Feria de las Alasitas, donde la gente compra miniaturas de todo lo que sueñan tener: casitas, comida, libros, autos, dinero. Todo se lo entregan al Ekeko para pedirle suerte y abundancia.
Y así, generación tras generación, el Ekeko sigue siendo parte del corazón del pueblo andino, recordándonos que la riqueza no está solo en tener cosas, sino en compartir, agradecer y creer en la magia del amor.
(497 Palabras)
Hace muchísimos años, en los antiguos caminos de los Andes peruanos, existía un pequeño pueblo junto al lago Titicaca. Allí vivía una familia muy humilde: el padre, la madre y dos niños. El padre estaba enfermo, y la madre hacía lo imposible para sacarlos adelante, mientras los niños la ayudaban en todo lo que podían. Cada noche, antes de dormir, la mujer rezaba a los apus, los espíritus bondadosos de las montañas, y dejaba unas hojitas de coca sobre una piedra en el patio, pidiendo un milagro.
Una mañana, la madre salió a barrer el patio con su escoba de caña. Entre el polvo y la paja, descubrió algo sorprendente: ¡una figurita de barro diminuta! Era un hombrecito alegre: tenía mejillas sonrosadas, un sombrero andino y un poncho lleno de bolsillos, de cada uno asomaba un pequeño pan, monedas, maíz y hasta una miniatura de guitarra. La mujer lo levantó con cuidado y, pensando que era un juguete que alguien había perdido, lo puso en una repisa de su sala.
Esa misma noche, después de cenar lo poco que tenían (un puñado de papas hervidas), se fueron a dormir con hambre y preocupación. Pero al amanecer sucedió algo mágico: del techo bajó un suave aroma a pan recién horneado. Cuando la madre entró a la cocina, encontró sobre la mesa panes dorados, frutas jugosas, quesos y cuencos de sopa. ¡Había suficiente comida para toda la semana! El padre, asombrado, probó un trozo de pan y recuperó fuerzas para sonreír.
Cada día, la familia encendía una pequeña vela al lado de la figurita de barro y dejaba un puñado de hojas de coca. Y cada mañana, aparecían sobre la mesa nuevos alimentos: choclo, quesillo, camotes, e incluso ropa abrigadora para el padre. El pueblo comenzó a hablar:
—Seguro es el Ekeko, el dios de la abundancia, quien nos ayuda cuando más lo necesitamos.
Muy pronto, otras familias hicieron sus propios Ekekos de barro y los colocaron en sus casas. Aprendieron que no bastaba con pedir sin más: había que cultivar la esperanza, trabajar con alegría y compartir lo recibido. Aquellos que guardaban todo para sí mismos veían que la magia no funcionaba; en cambio, quienes daban un pedacito de su cosecha o una moneda a un vecino recibían todavía más bendiciones.
Con el tiempo, la tradición se volvió una celebración colorida: en el mes de enero, en la ciudad de La Paz (cerca del Titicaca), se organiza la Feria de las Alasitas. En ella, artesanos venden miniaturas de todo lo imaginable: casitas, autos, libritos, jamones, computadoras… ¡hasta avioncitos de juguete! La gente compra esas miniaturas y las ofrece a su Ekeko, pidiéndole salud, estudios, trabajo, viajes o prosperidad para el año que comienza.
Y así, generación tras generación, el Ekeko sigue en el corazón andino. Nos recuerda que la verdadera abundancia nace de la fe, el trabajo conjunto y el deseo de compartir, pues quien da con gratitud siempre encuentra más motivos para sonreír y ayudar al prójimo.