(144 Palabras)
En lo más profundo de la selva amazónica vivía un grupo de niños que amaban jugar junto al río Yura. Cada tarde, se acercaban a su orilla para refrescarse y escuchar el murmullo del agua. Un día, notaron que el río hablaba. Su voz, suave como el viento, contaba leyendas de animales, espíritus y antiguos pobladores del bosque.
Los niños se sentaban atentos, maravillados con cada historia: del jaguar guardián de las estrellas, del delfín rosado que salvó a una niña y del árbol que enseñaba respeto por la vida.
Al compartir esos relatos con sus familias, el pueblo recuperó tradiciones olvidadas. Todos comprendieron que el río no solo daba agua, sino también memoria y sabiduría. Desde entonces, cuidaron sus orillas y enseñaron a los más pequeños a escuchar con el corazón. Dicen que en noches de luna llena, Yura aún susurra nuevas historias.
(277 Palabras)
En lo profundo de la selva amazónica, donde los árboles se alzan como gigantes verdes y los sonidos del bosque nunca duermen, vivía un grupo de niños curiosos. Cada tarde, después de la escuela, corrían hasta el río grande que serpenteaba cerca del pueblo. Lo llamaban Yura, el río sabio.
Un día, mientras jugaban en la orilla, escucharon algo extraño. Entre el murmullo del agua y el canto de los pájaros, una voz suave comenzó a hablar. Al principio creyeron que era el viento, pero pronto comprendieron que era el río.
—Escuchen, pequeños —dijo Yura con tono profundo—. Yo guardo las historias del bosque, de los animales y de los antiguos que caminaron antes que ustedes.
Los niños se sentaron atentos, y el río empezó a narrar leyendas: del jaguar que cuidaba las estrellas, del delfín rosado que salvó a una niña perdida, y del espíritu del árbol que enseñaba a respetar la vida. Cada relato parecía surgir de las aguas, mezclando palabras con burbujas y espuma.
Desde aquel día, los niños visitaban el río cada atardecer. Escuchaban, aprendían y luego compartían las historias con sus familias. Los abuelos sonreían, reconociendo leyendas que creían olvidadas.
Con el tiempo, el pueblo comprendió que el río no solo daba agua y alimento, sino también memoria y sabiduría. Por eso, comenzaron a cuidarlo más: limpiaban sus orillas, sembraban árboles y enseñaban a los más pequeños a escucharlo con respeto.
Dicen que, en las noches tranquilas, cuando la luna se refleja sobre el agua, el río todavía susurra nuevas historias. Y quienes escuchan con el corazón abierto pueden oír su voz, recordando que la naturaleza siempre tiene algo que enseñar.
(452 Palabras)
En lo más profundo de la selva amazónica, donde los árboles forman techos de hojas y la niebla se enreda entre los troncos, existía un pequeño pueblo rodeado de vida y misterio. Allí vivían varios niños curiosos, siempre inquietos por descubrir los secretos del bosque. Entre ellos estaban Nayra, una niña de mirada brillante; Inti, su hermano mayor; y sus amigos Chaska y Rumi.
Cada tarde, después de la escuela, corrían descalzos hasta la orilla del gran río que serpenteaba cerca del pueblo. Lo llamaban Yura, que en su lengua significaba “agua que vive”. Aquel río era el corazón del valle: les daba peces, frescura y caminos para llegar a otros lugares.
Un día, mientras jugaban a lanzar piedritas, escucharon algo diferente. El sonido del agua cambió. Entre el murmullo de las olas y el canto de los pájaros, surgió una voz profunda y pausada.
—Escuchen, pequeños —dijo la voz—. Yo soy Yura, el río sabio. Guardo las historias del bosque, de los animales y de los antiguos que caminaron antes que ustedes.
Los niños se miraron sorprendidos. Al principio creyeron que era una broma del viento, pero pronto comprendieron que el río estaba hablando en serio. Se sentaron en la orilla, en silencio, y esperaron.
Entonces Yura comenzó a contar. Su voz sonaba como un canto mezclado con el rumor del agua. Narró la leyenda del jaguar guardián de las estrellas, que cuidaba el cielo cada noche para que la oscuridad no se tragara la luz. Luego habló del delfín rosado, un espíritu del río que había salvado a una niña perdida, enseñándole el camino de regreso a casa. También relató la historia del espíritu del árbol madre, que enseñó a los hombres a respetar la vida de cada planta.
Las historias fluían como el agua misma, llenando el corazón de los niños de asombro. Cuando regresaron al pueblo, contaron todo a sus familias. Los abuelos escucharon emocionados, pues reconocieron leyendas que creían olvidadas.
Desde ese día, los niños visitaron al río cada tarde. A veces Yura hablaba; otras veces solo murmuraba canciones que hablaban del viento, la lluvia y la esperanza. Ellos aprendieron que escuchar también era una forma de respeto.
Con el tiempo, el pueblo cambió. Los adultos empezaron a limpiar las orillas, sembraron árboles y cuidaron a los animales del bosque. Comprendieron que el río no solo daba agua y alimento, sino también memoria, enseñanza y vida.
Hoy, los ancianos dicen que, en las noches tranquilas de luna llena, cuando el agua brilla como plata, Yura aún susurra nuevas historias. Quien escucha con el corazón abierto puede oír su voz, recordando que la naturaleza tiene alma, y que si la cuidamos, seguirá contándonos los secretos del mundo.