Velázquez
José Ortega y Gasset, “Introducción a Velázquez”, en Velázquez, Berna 1993 y en Papeles sobre Velázquez y Goya, Madrid 1950.
Velázquez nace en 1599, Ribera en 1591, Zurbarán en 1598, Alonso Cano en 1601, Claudio Lorena en 1600, Poussin en 1593, Van Dyck en 1599. Todos estos famosos pinceles pertenecen a la misma generación. Entre las plumas españolas, coetáneas de Velásquez, las más conocidas en Europa son Calderón, 1600 y Gracián, 1601. Conviene presentar, desde luego a nuestro pintor moviéndose entre esa fauna de pluma y pelo. En cambio sorprenderá la advertencia –y lo hago precisamente para producir determinado choc en el lector—que a esa generación pertenece también Descartes, 1596.
La vida de Velásquez es una de las más sencillas que un hombre haya podido vivir jamás. Si atendemos a la altitud de su figura histórica, extraña que poseamos tan poco datos sobre esa vida. El historiador suele ser voracísimo en materia de datos: todos le parecen pocos. Se presenta casi siempre ante nosotros insatisfecho y hambriento hasta el punto de que, conmovidos, nos da la gana de falsificar algunos para echárselos entre los dientes y que el hombre mastique. La razón de esta incontinente «datofagia» es que el historiados procura de ordinario evitar fatigas a su cabeza y preferiría que la historia se compusiese por sí misma, espontáneamente, como las islas de coral –a fuerza de datos. Pero la verdad es que, aunque poseyésemos todos los datos imaginables, no tendríamos historia y que con muchos menos de los que ya hay podría existir algo que, remotamente siquiera, se pareciese a una Historia del Hombre.
En el caso de Velásquez la escasez de datos tiene un carácter curioso. Sabemos poco de su vida; pero ese poco nos descubre que, en rigor, no necesitamos saber más, porque basta para revelarnos que a Velásquez no le paso en toda su vida más que una cosa importante, entre las que se puedan averiguar mediante datos: ser nombrado pintor del rey cuando contaba veinticuatro años. El resto de la vida visible de Velásquez es pasmosa cotidianidad. Se suelen citar otros tres hechos que quiebran la monotonía de esa larga existencia. Pues Velásquez muere a los sesenta y un años, precisamente en ese año de la vida que los antiguos –más observadores que nosotros de la difícil realidad que es vivir- consideraban como el más peligroso y del cual Augusto, en uno de los pocos trozos de sus cartas que han llegado hasta nosotros, nos dice alborozado que acaba de trasponerlo. Aquellos tres hechos son: la convivencia con Rubens, que está en Madrid ocho meses en 1628-1629, y los dos viajes a Italia, en 1629 y en 1649. No pretendo decretar –y menos aquí donde no puedo extenderme en pruebas y discusiones- que estos tres hechos sean indiferentes, pero si afirmo que no son, de verdad, importantes. No vale emplear los adjetivos vagorosamente. En una biografía es importante un hecho cuando al suprimirlo, mediante una construcción imaginaria, nos vemos obligados a modificar, también imaginariamente, la trayectoria de esa existencia. Esto acontecería si fantaseasemos que Velásquez no hubiera sido nombrado «pintor del rey» o que hubiese llegado a ese honor y puesto mucho más entrado en años. Entonces habríamos tenido otro Velásquez, ya veremos cual. Hubiera sido pues, como si imagináramos un Goethe sin Weimar. ¡He aquí por cierto un tema para un estupendo libro que debía estar ya escrito ¡Goethe sin Weimar! Ahora bien, nada puede hacernos ver que la obra y la vida de Velázquez, sin los dos viajes a Italia, hubiesen sido distintas. Sólo habría traído consigo la supresión de “La fragua de Vulcano”, la “Túnica de José” y “La Tentación de Tomás de Aquino”, los tres cuadros más equívocos de toda su obra, en la que constituyen un extraño paréntesis sin comunicación –salvo, naturalemente, los rasgos generales de su pintar- con lo antecedente ni con lo consecuente. El único efecto claro de esos viajes que en Velázquez percibimos es que vuelve siempre de ellos tonificado, como quien vuelve de una cura de aire libre.
Mayor fue el influjo del encuentro con Rubens, que facilitó su íntima liberación ayudándole a perforar la película de provincialismo que envolvía la vida española de aquel tiempo, a pesar de que era aún España el poder preponderante en el mundo. Pero nadie que haya intentado construirse con alguna precisión como era el hombre Velázquez, puede dudar que no habría tardado mucho más en romper por su propia inspiración esa costra limitadora. Se trata precisamente de una de las criaturas más resueltas secretamente –es decir, sin gesticulaciones ni retórica- a existir desde sí misma, a obedecer sólo sus propias resoluciones, que eran tenacísimas e indeformables.
Con esas reservas, no hay inconveniente en decir que la vida de Velázquez se articula espontáneamente en cuatro periodos, de la siguiente manera:
1º. 1599-1623. Diego de Silva Velázquez nace en Sevilla de una familia oriunda de Portugal, por parte de padre, los Silva de Oporto. El abuelo había emigrado a Andalucía arrastrando algunos aunque sobrios haberes y una intensa tradición doméstica de antigua y elevada nobleza. Muy pronto reveló Diego dotes extraordinarias para el dibujo y la pintura. A los trece años entra como discípulo en el taller de Francisco de Herrera, hombre atrabiliario, artista con más impetuosidad que talento, pero que camina por buenas pistas. No se puede negar que Herrera el Viejo, aunque pintor sin calidad, braceaba en las avanzadas artísticas del tiempo. Pocos meses después, espantado, sin duda, por el temperamento ferocísimo de aquel maestro, Velázquez que en toda su vida aborreció las cuestiones, transmigra al taller de Francisco pacheco, como de un polo se pasa a otro, Pacheco era un mal pintor, pero hombre excelente, de amplia cultura, de blandos modos y relacionado con la gente ilustre de Sevilla –artistas, escritores, nobles. Cinco años después –en 1618- Pacheco casa a Velásquez, aun adolescente con su hija Juana de Miranda. Esta mujer le acompañará calladamente toda su vida y, viceversa, no se conoce otra complicación de Velázquez con el «eterno femenino». Juana de Miranda se extinguirá una semana después que su marido en el mismo cuarto donde este había expirado.
2º. 1623-1629. En 1621 muere Felipe III y le sucede el joven Felipe IV, seis años menor que nuestro pintor, aficionado él mismo a la pintura que había practicado bajo la enseñanza de Mayno. Felipe IV pone el Gobierno en manos del conde-duque de Olivares, nacido en la familia sevillana de más rancia y alta alcurnia: los Guzmanes. Como los jefes políticos de todos los siglos, al llegar al poder se presenta el conde-duque con equipo propio, escogido en su clientela. Sus amigos son sevillanos y son los amigos de Pacheco. Velásquez es enviado a Madrid para tentar la fortuna y de paso agrandar su educación artística visitando las colecciones de Madrid y El Escorial. Demasiado reciente el cambio político, son días de gran ajetreo en Palacio y no se presenta ocasión para que Velázquez luzca ante el nuevo monarca. En cambio pinta un estupendo retrato del poeta Góngora (una cabeza maravillosa de gran intelectual resentido, mala persona, como tantos ilustres poetas). Vuelve Velázquez fracasado a Sevilla, pero pocos meses después es llamado oficialmente a Palacio con ayuda de costas para el viaje. En el equipo del Conde-Duque, Velázquez representará la pintura. Llega a Madrid e inmediatamente hace un retrato del Rey. La obra produce tal entusiasmo en Felipe IV que le nombra al punto su pintor de cámara y promete no dejarse retratar por nadie más. Velázquez vivirá siempre adscrito a Palacio, de uno de cuyos aposentos le sacarán para enterrarle. Repárese: una sola mujer es visible en su vida, un solo amigo –el Rey-, un solo taller –Palacio.