Santísima Trinidad, orgullo de la Armada española.

Córdoba, Lángara, Cisneros; Daoiz, Orozco, Uriarte. Conspicuos marinos españoles que tuvieron el honor de mandar el más famoso buque insignia de la armada española del siglo XVIII y principios del XIX en jornadas bélicas decisivas para el país y que, en buena medida, marcaron el destino de España en el devenir de la historia. Con más o menos fortuna, aquellos oficiales estuvieron al mando del buque más intimidatorio que conoció la época de la navegación a vela y a bordo vivieron momentos memorables y trágicos, victoriosos y tristes. Cabo Espartel, San Vicente o Trafalgar son lugares de la geografía que están grabados a fuego en los anales de la historia naval. En todos ellos, resonó el estrépito de los cañones de los navíos que allí se dieron cita para, en la mayoría de los casos, plasmar por las armas las diferencias de la política exterior de las potencias europeas o llevar a cabo misiones caprichosas de gobiernos títeres o líderes efímeros y megalómanos, en una época de comunicaciones rudimentarias que añadían dramatismo a estos enfrentamientos.

En un momento en que la labor del actual GPS estaba encomendada a embarcaciones ligeras que surcaban los mares en busca de la flota enemiga o se conseguía esta información fiándose de las coordenadas que facilitaban barcos pesqueros o mercantes que se cruzaban por azar en la derrota de las armadas, una buena parte de las batallas navales se libraron por la inesperada coincidencia de las escuadras. Además, el encorsetamiento del protocolo en la lucha, que regía los movimientos de los navíos durante el combate y obligaba a batallar en línea, provocaba situaciones surrealistas en las que un buque podía ser hostigado por 3 ó 4 enemigos a la vez, con la consiguiente aniquilación a bordo, mientras que los hermanos de aquél observaban la cuita, manteniendo el rumbo impertérritos en lugar de salir de la formación y asistirlo. Por ello, el volumen y el porte de los barcos se creía eran la primera y más importante virtud en un choque naval; cuanto más grande, más difícil sería de doblegar y más daño ocasionaría al contrario. Pero esta premisa no siempre se cumplía.

Soslayar las órdenes en combate tenía consecuencias negativas. Si su contravención suponía el éxito parcial de un navío, el resto de los buques de la escuadra podían acusarlo de poner en peligro la integridad de la línea; y si la desobediencia desembocaba en desventura para el oficial trasgresor, éste podía acabar sus días en la toldilla agujereado por un pelotón de ejecución o haciendo las veces de grímpola suspendido de la verga seca.

Normalmente y en función de su tamaño las flotas de guerra se dividían en tres grupos: vanguardia, centro y retaguardia, con un contralmirante o jefe de escuadra al frente del primer y último y el almirante y comandante en jefe en el centro. Una vez divisado el enemigo, ambas armadas porfiaban para ganar barlovento, es decir, tener el viento a favor para facilitar la maniobra de aproximación más beneficiosa. Además, el humo de los disparos, tanto propio como ajeno, dificultaba la vista a la línea que se encontrase a sotavento (contra el viento).

Los movimientos para acercarse podían llevar horas, incluso días, ya que su celeridad y precisión dependían del antojo eólico y la habilidad de los marinos para llevar el buque a la ubicación deseada. Durante estos momentos, las tripulaciones y dotaciones de los navíos se encontraban bajo una tensión permanente y en silencio absoluto, en donde sólo se escuchaban las órdenes de los oficiales dirigidas a estacionar el barco en posición y a tener listas las piezas.

Para no impresionar a los artilleros y marineros por la visión del fluido venoso desparramado tras los cañonazos, el rojo decoraba el interior de las baterías. Sacos de arena eran vertidos sobre la tablazón del navío para evitar la inestabilidad de los servidores de las piezas en el ensangrentado suelo y las cubiertas eran despejadas de todo material superfluo en la lucha (coys, mamparos, etc.), con objeto de que las dotaciones de los cañones tuviesen el camino expedito para manejarlos.

Los primeros cañonazos tenían como objetivo desarbolar al navío contrario para que quedase a la deriva y dejase al alcance de las andanadas subsiguientes sus puntos más vulnerables, que eran aquellos que no presentaban bocas de salida de fuego: popa, proa o amuras. Las heridas infligidas por el armamento dieciochesco y decimonónico eran espantosas y las precariedades médica y quirúrgica el complemento perfecto para abultar las listas de muertos y heridos tras un combate. La mayoría de los óbitos eran consecuencia de infecciones en las llagas y la mutilación era practicada por el cirujano con la misma frecuencia con la que recetaba una tisana.

La munición empleada en las piezas de a bordo era de carácter vario. Unas (palanqueta, bala encadenada, etc.) tenían por objeto cuartear el aparejo; otras, destripar a las dotaciones, que estaban apiñadas en exiguos espacios en donde la irrupción de una de esas supersónicas bolas macizas segaba al instante la vida de varios desdichados y podía dejar mutilados a otros tantos. Además, la caída de una verga, mástil o mastelero o los fragmentos de tablazón arrancados por el impacto de un balazo se convertían en auténtica metralla que volaba rauda dentro del navío y dejaba heridas abiertas en los hombres que suponían una muerte segura tras una lenta agonía o, directamente, un rastro de cadáveres.

La marina de guerra española estaba considerada como la mejor del planeta a principios del siglo XVIII y sus navíos como un ejemplo a seguir por las otras armadas. Estos bajeles eran resistentes, veleros y manejables y montaban una artillería que causaba estragos en los adversarios. La mayor parte de estos buques presentaba 35 perforaciones en una batería doble en los costados para dar salida al fuego de 74 cañones, que era su porte nominal.