Articulo 14 - EL ARREPENTIMIENTO Y LA CONVERSIÓN DEL HOMBRE

Artículo 14 EL ARREPENTIMIENTO Y LA CONVERSIÓN DEL HOMBRE

¿Qué es arrepentimiento?

El evangelio está estrechamente vinculado a la doctrina del arrepentimiento. Ya dice el Señor en el evangelio «que se predicase en su nombre el arrepentimiento... en todas las naciones» (Lk. 24:47).

1º Por arrepentimiento entendemos, pues, nosotros la renovación del pensar y sentir del hombre pecador, renovación que es despertada por la palabra del evangelio y las Sagradas Escrituras y aceptada con verdadera fe:

2º De este modo el hombre pecador reconoce, también su innata perdición y todos sus pecados, de los que le acusa la palabra de Dios, se duele cordialmente de sus pecados y no únicamente los llora ante Dios y los confiesa a fondo, lleno de vergüenza;

3º a la vez, los condena por repugnancia, y la idea firme de mejorar, aspira sin cesar a la inocencia y la virtud,

4º cosas en que se ejercita a conciencia durante el resto de toda su vida.

Arrepentimiento es volver a Dios.

El verdadero arrepentimiento consiste, realmente, en esto: Sincera y completa inclinación hacia Dios y todo lo bueno y persistente alejamiento del diablo y todo lo malo.

1: El arrepentimiento es un don de Dios.

De manera terminante manifestamos que dicho arrepentimiento es un puro don de Dios y no obra de nuestra propia capacidad. Pues el apóstol ordena: «Un siervo del Señor... corrija con mansedumbre a los que se oponen: por si quizá Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad» (2.* Tim. 2:25).

2: El arrepentimiento se entristece por los pecados cometidos.

Aquella mujer pecadora —cuenta el Evangelio— que con sus lágrimas mojó los pies del Señor (Lk. 7:38), y Pedro llorando amargamente y lamentando haber negado al Señor (Lk. 22:62), muestran claramente que el corazón de la persona arrepentida llora con verdadera congoja los pecados cometidos.

3: El arrepentimiento confiesa a Dios los pecados.

Pero también el arrepentido «hijo pródigo» y el publicano de la parábola nos ofrecen excelentes ejemplos de cómo debemos confesar nuestros pecados delante de Dios. El «hijo pródigo» dice: «Padre: He pecado contra el cielo y contra ti; no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros» (Lk. 15:18 sgs). Y el otro, el publicano, ni siquiera osaba alzar sus ojos al cielo, y golpeando su pecho dijo: «Oh, Dios, ten misericordia de mí» (Lk. 18-13). No dudamos de que a ambos aceptó Dios misericordiosamente. También dice el apóstol Juan: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiamos de toda maldad. Si dijésemos que no hemos pecado, hacemos a Dios mentiroso, y su palabra no está en nosotros» (1 Jn 1:9-10).

¿Confesión y absolución del sacerdote?

Creemos, sin embargo, que esa confesión sincera manifestada sólo ante Dios basta, ora acontezca a solas entre el pecador y Dios ora tenga lugar públicamente en la iglesia, donde es pronunciada la confesión general de los pecados: No creemos que para lograr el perdón de los pecados sea necesario que el pecador «confiese» sus pecados al sacerdote, susurrándoselos al oído y, viceversa, oyendo del sacerdote —que, por su parte, realiza la imposición de manos— la absolución. En las Sagradas Escrituras no figura ninguna indicación a este respecto y tampoco presentan ejemplos de ello. El rey David testimonia, diciendo: «Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Confesaré, dije, contra mí mis rebeliones para con Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado» (Ps 32:5). Pero el mismo Señor también nos enseña a orar, diciendo: «Padre nuestro que éstas en los cielos...; perdónanos nuestras deudas, así como también nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mat. 6:12).

Por consiguiente, lo necesario es que confesemos a Dios nuestros pecados y nos reconciliemos con el prójimo si en algo le hemos ofendido. Acerca de esta forma de confesión dice el apóstol Santiago: «Confesad vuestras faltas unos a otros» (James 5:16).

Pero si alguien que se ve agobiado bajo la carga de sus pecados y acosado de tentaciones que le confunden busca consejo, orientación y consuelo en un servidor de la Iglesia o en algún hermano conocedor de la Palabra de Dios, nosotros nos manifestamos conformes con que lo haga. De una manera especial estamos conformes con la ya antes mencionada confesión general pública de los pecados, tal y como en la iglesia suele tener lugar y como en la misma y en reuniones cúlticas suele ser pronunciada.

Las llaves del Reino.

Acerca de las «Llaves del Reino de Dios» que el Señor confió a los apóstoles,, hay muchos que parlotean las cosas más raras y con ellas forjan espadas, alabardas, cetros y coronas a más de la omnipotencia sobre los mayores reinos e igualmente sobre el cuerpo y el alma.

Por nuestra parte, nos guiamos sencillamente por la palabra de Señor y afirmamos que todos los servidores de la Iglesia debidamente llamados a serlo poseen las llaves del reino y pueden ejercer el empleo de las mismas, siempre que prediquen el evangelio, o sea, siempre que el pueblo que ha sido confiado a su fidelidad sea enseñado, amonestado, consolado y castigado y sepan mantener a la gente dentro de la disciplina.

Abrir y cerrar.

De este modo abren el reino de los cielos a los obedientes y o cierran a los desobedientes. El Señor ha prometido (Mat. 16:19) y entregado las llaves a los Apóstoles (Jn 20:23; Mk 16:15; Lk 24:47 y sgs.); pues ha enviado a sus discípulos y ordenado que prediquen el evangelio a todos los pueblos para perdón de los pecados.

El ministerio de la reconciliación.

En su 2.a epístola a los Corintios dice el apóstol que el Señor ha concedido a sus servidores el ministerio de la reconciliación (2 Cor. 5:18 sgs.), explicando, al mismo tiempo, en qué consiste, o sea; en la predicación y la doctrina de la reconciliación. Para aclarar aún mejor sus palabras, añade el apóstol que los servidores de Cristo son «embajadores en nombre de Cristo» y... como si Dios rogase mediante nosotros, os rogamos en nombre de Cristo: «¡Reconciliaos con Dios!»

Los servidores de la Palabra pueden perdonar pecados

Y esto, naturalmente, en la obediencia de la fe. De manera, que ejercen el poder de las llaves cuando amonestan a tener fe y a arrepentirse. Es así como reconcilian a los hombres con Dios. Es así como perdonan los pecados, y así es como abren el reino celestial y hacen que entren en él los creyentes. Actuando de este modo se diferencian mucho de aquellos que el Señor menciona en el Evangelio, diciendo: «¡Ay de vosotros, doctores de la Ley!; que habéis quitado la llave del conocimiento; vosotros mismos no encontrasteis, y habéis impedido entrar a quienes lo deseaban» Luc. 11:52).

Cómo acontece el perdón de los pecados.

Los ministros de la Iglesia absuelven los pecados debida y eficazmente, si predican el Evangelio de Cristo juntamente con el perdón de los pecados; este perdón se le promete a cada creyente en particular —igual que cada cual ha sido bautizado particularmente—. Precisamente, los ministros de la Iglesia deben testimoniar que el perdón es válido para cada cual personalmente. No creemos que la absolución resulte más eficaz si se le susurra a alguien al oído o si sobre su cabeza en particular también se susurra. Insistimos en que el perdón de los pecados por la sangre de Jesús tiene que ser predicado celosamente a los hombres, además de que cada cual sea amonestado particularmente, haciéndole ver que dicho perdón le, atañe directamente.

Constancia en la renovación de la vida.

El Evangelio nos ofrece, por lo demás, ejemplos de cómo los arrepentidos han de andar alerta y esforzados en la aspiración a una nueva vida, intentando eliminar al viejo hombre y despertar el ser del hombre nuevo. El Señor dijo al paralítico, al cual había curado: «Mira; has sido sanado; no peques más, porque podría sucederte algo peor (Jn 5:14). Indultó el Señor a la mujer adúltera, pero le dijo: «Vete y desde ahora no peques más» (Jn 8:11). Con estas palabras no ha querido decir, ni mucho menos, que el hombre llegará a no pecar más mientras viva, sino que recomienda vigilancia y concienzudo celo para que nos esforcemos en todos los sentidos, roguemos a Dios nos ayude a no volver a cometer pecado —del cual, por así decirlo— hemos resucitado y a que no seamos vencidos por la carne, el mundo y el diablo. Según el Evangelio, el publicano Zaqueo, una vez aceptado en gracia por el Señor, exclama: «Señor, la mitad de mis bienes la reparto entre los pobres y si a alguien he engañado, le devuelvo cuatro veces más de lo que sonsaqué» (Lk 19:8). Y así, también predicamos que los verdaderamente arrepentidos deben estar dispuestos a resarcir el mal que hicieron, a ser misericordiosos y a dar limosna, y siempre amonestamos a todos con las palabras del apóstol Pablo: «Que el pecado no domine vuestro cuerpo mortal de modo que obedezcáis a sus apetitos. No entreguéis vuestros miembros el pecado como instrumentos de injusticia, sino entregaos vosotros mismos a Dios, como es propio de quienes han resucitado de entre los muertos y entregad vuestros miembros como instrumentos de justicia» (Rom. 6:12-13).

Errores.

Conforme a lo antedicho, desechamos las opiniones de toda la gente que abusando de la predicación evangélica afirman: El retorno a Dios es fácil; pues Cristo ha borrado todos los pecados. Fácil es igualmente lograr el perdón de los pecados y, por consiguiente, ¿por qué no pecar? Tampoco es necesario preocuparse del arrepentimiento.

Nosotros, sin embargo, enseñamos sin cesar que el llegar a Dios es cosa por nada impedida y que El perdona a todos los creyentes sus pecados con la sola excepción de uno, que es el pecado contra el Espíritu Santo (Mk. 3:29).

Sectas.

Igualmente desechamos las opiniones de los antiguos y modernos novacianos y también de los cataros.

Las indulgencias papales.

Sobre todo, desechamos la doctrina lucrativa del papa con respecto al arrepentimiento, así como también a su simonía y su comercio simoniaco de las indulgencias: En este caso nos remitimos al juicio pronunciado por Pedro, cuando dice: «Tu dinero perezca contigo, que piensas que el don de Dios se gane por dinero. Tú no tienes ni parte ni suerte en esta cuestión; porque tu corazón no es recto delante de Dios» (Acts 8:20-21).

Obras expiatoria propias.

Desaprobamos también la opinión de quienes creen satisfacer a Dios mediante obras expiatorias por los pecados cometidos. Y es que enseñamos que sólo Cristo, por sus padecimientos y su muerte, ha satisfecho, indultado y pagado por todos los pecados (Is. 53:1; 1Cor.1:30).

No obstante, insistimos, como antes dijimos, en la mortificación de la carne; pero no dejamos de añadir, pese a todo, que no se debe apremiar a Dios a que reconozca dicha mortificación como expiación del pecado. Al contrario: La mortificación ha de ser ejercitada con toda humildad, como corresponde a los hijos de Dios; ejercitada como una nueva obediencia que emana de la gratitud por la redención y satisfacción perfecta, que hemos recibido por la muerte y el acto expiatorio del Hijo de Dios.