El llanto de la excavadora
Versión de J. Aulicino
I
Solo amar, solo conocer
cuenta, no el haber amado,
el haber conocido. Angustia
vivir de un consumado
amor. El alma no crece.
Y en el calor encantado
de la noche que plena aquí abajo
entre las curvas del río y las adormecidas
visiones de la ciudad de luces esparcidas,
retumba todavía de miles de vidas,
desamor, misterio y miseria
de los sentidos, me resultan enemigas
las formas del mundo, que hasta ayer
eran mi razón de existir.
Aburrido, cansado, vuelvo por negras
plazoletas de mercados, tristes
calles cercanas al puerto fluvial,
entre barracas y almacenes mezclados
en los últimos prados. Es mortal
el silencio: pero abajo, en el paseo Marconi,
en la estación de Trastevere, parece
todavía dulce la noche. A sus barrios,
a sus arrabales, vuelven en sus motos
ligeras - en mameluco o pantalones
de trabajo, pero impulsados de festivo ardor-
los jóvenes, con compañeros detrás,
riendo, sucios. Los últimos clientes
charlan de pie con voces altas
en la noche, aquí y allá, junto a las mesitas
de los locales aún brillantes y semivacíos.
Estupenda y mísera ciudad,
que me ha enseñado aquello que alegres y feroces
los hombres aprenden de chicos,
las pequeñas cosas en que la grandeza
de la vida en paz se descubre, como
ir duros y prontos en la muchedumbre
de las calles, dirigirse a otro hombre
sin temblar, no avergonzarse
de mirar el dinero contado
con torpes dedos por el mandadero
que suda contra las fachadas a la carrera
en un color eterno de verano;
a defenderme, a atacar, a tener
el mundo delante de los ojos y no
solo en el corazón, a entender
que pocos conocen las pasiones
en las que yo he vivido:
que no me son fraternos, y son
hermanos sin embargo, justo
en el tener pasiones de hombres,
que alegres, inconscientes, enteros
viven de experiencias
ignotas para mí. Estupenda y mísera
ciudad que me ha hecho tener
experiencia de aquella vida
ignota: hasta hacerme descubrir
aquello que, en cada uno, era el mundo.
Una luna moribunda en el silencio,
que de ella vive, blanquea entre violentos
ardores, míseramente en la tierra
muda la vida, con bellos paseos, viejas
callejuelas, sin dar luz encandila
y, en todo el mundo, la reflejan allá
arriba unos pocos calientes nubarrones.
Es la noche más bella del verano.
Trastevere, en un olor de paja
de viejo establo, de vacías
hosterías, no duerme todavía.
Las esquinas oscuras, las paredes plácidas,
resuenan de encantados rumores.
Hombres y muchachos vuelven a casa
-bajo festones de luz, ya sol-,
a sus callejones que obstruyen
oscuridad e inmundicia, con el paso blando
de aquellos que me invadían el alma
cuando realmente amaba, cuando
realmente quería entender.
Y, como entonces, desaparecen cantando.
El llanto de la excavadora
III
Y ahora regreso, rico de aquellos años
tan nuevos que no habría nunca pensado
que los sabría viejos en un alma
de ellos lejana, como de todo pasado.
Subo los paseos del Gianicolo, me paro
en un cruce liberty, en una larga arboleda,
en un pedazo de muro -ya al término
de la ciudad sobre la ondulada llanura
que se abre sobre el mar-. Y renace
en el alma -inerte y oscura
como la noche abandonada al perfume-
una simiente ya muy madura
par dar todavía fruto, en el cúmulo
de una vida que se ha vuelto cansada y amarga...
He aquí Villa Pamphili *, y en la luz
que tranquila reverbera
sobre los nuevos muros, la calle donde vivo.
Cerca de mi casa, sobre una hierba
reducida a una oscura baba,
un rastro sobre las zanjas recién excavadas,
en la toba -caída toda rabia
destructora-, rampante contra ralos edificios
y pedazos de cielo, inanimada,
una excavadora...
¿Qué pena me invade delante de estas herramientas
supinas, esparcidas aquí y allá en el fango,
delante de esta lona roja
que pende de un caballete, en la esquina
en la que la noche parece más triste?
¿Por qué, ante esta apagada mancha de sangre
mi consciencia tan ciegamente resiste,
se arrincona, casi por un obsesivo
remordimiento que toda, en el fondo, la acongoja?
¿Por qué dentro de mí este sentimiento
de jornadas para siempre inobservadas
que son como el muerto firmamento
en el que blanquea esta excavadora?
Me desvisto en una de las mil habitaciones
donde se duerme en la calle Fonteiana.
En todo puedes excavar, tiempo: esperanzas,
pasiones. Pero no sobre estas formas
puras de la vida... Se reduce
a ellas el hombre, cuando son rebasadas
experiencia y confianza
en el mundo... ¡Ah días de Rebibbia **
que yo creía perdidos en una luz
de necesidad, y ahora sé tan libres!
Junto al corazón, entonces, por díficiles
casos que lo habían desviado
del camino hacia un destino humano,
ganando en ardor la claridad
negada, y en ingenuidad
el negado equilibrio -a la claridad
al equilibrio llegaba todavía,
en esos días, la mente-. Y el ciego
duelo, signo de toda mi lucha
con el mundo, rechazaba, así,
adultas aunque inexpertas ideologías...
Se hacía, el mundo, sujeto
no tanto de misterio como de historia.
Se multiplicaba por mil la dicha
de conocerlo -como
cada hombre, humildemente, lo conoce-.
Marx o Gobetti, Gramsci o Croce,
estuvieron vivos en la viva experiencia.
Cambió la materia de un decenio de oscura
vocación, se me gastó en hacer claro aquello
que más parecía ser ideal figura
de una ideal generación;
en cada página, en cada línea
que escribí, en el exilio de Rebibbia,
tenía aquel fervor, aquella presunción,
aquella gratitud. Nuevo
en mi nueva condición
de viejo trabajo y de vieja miseria,
los pocos amigos que llegaban
a mí, en las mañanas o las noches
olvidadas sobre la Penitenciaría,
me vieron dentro de una luz viva:
afable, violento revolucionario
en el corazón y la lengua. Un hombre florecía.
* Zona actualmente de uno de lo más importantes parques de Roma, en torno al antiguo palacio de Dora Pamphili.
** Area suburbana en la zona nordeste de Roma, sede de una prisión. Pasolini la describe, hacia 1950, en el canto II de este poema.
El llanto de la excavadora
IV
Me aprieta contra su vieja pelambre
que perfuma a bosque, y me pone
el hocico con sus colmillos de verraco,
o errante oso de aliento de rosa,
sobre la boca: y a mi alrededor el cuarto
es un calvero, la colcha corroída
por los últimos sudores juveniles danza
como una nube de polen... Y de hecho
voy por un camino que avanza
entre los primeros prados primaverales,
desleídos en una luz de paraíso...
Transportado por las onda de los pasos,
esta que dejo a mis espaldas, leve y mísero,
no es la periferia de Roma: "¡Viva
México!" está escrito en cal o grabado
sobre ruinas de templos, tapias en las esquinas,
decrépitas, ligeras como hueso, en los confines
de un ardiente cielo sin un escalofrío.
He allí, en la cima de una colina
entre las ondulaciones, mezcladas con las nubes,
de una vieja cadena apenínica,
la ciudad, medio vacía, aunque es la hora
de la mañana en que van las mujeres
al mercado, o vespertina, que dora
a los chicos que corren hacia las madres
en los patios de la escuela.
De un gran silencio son las calles invadidas:
se pierden inconexos los empedrados,
viejos como el tiempo, grises como el tiempo,
y dos largos cordones de piedra
corren a lo largo, pulidos y apagados.
Alguien, en ese silencio, se mueve:
alguna vieja, algún muchachito
perdido en sus pequeños juegos, allá donde
los portales de un dulce Mil Quinientos
se abren serenos, o un abrevadero
con bestezuelas taraceadas nutre
sobre los bordes la pobre hierba,
en un cruce o rincón olvidado.
Se abre sobre la cima de la colina la yerma
plaza de la comuna, y entre casa
y casa, más allá de una tapia, y el verde
de un gran castaño, se ve
el espacio del valle: pero no el valle.
Un espacio que tremola celeste
o apenas pálido... Pero el paseo continúa,
más allá de esa familiar placita
suspendida del cielo apenínico:
se interna entre casas apretadas, desciende
un poco a mitad de la cuesta: y más abajo
-cuando las barrocas casitas merman-,
allí aparece el valle -y el desierto-.
Todavía algún paso más
hacia la curva, donde el camino
va entre desnudos campitos escarpados.
A la izquierda, contra la pendiente,
como si la iglesia se hubiese derrumbado,
se alza atestado de frescos, azules,
rojos, un ábside, cargado de volutas
a lo largo de las cerradas cicatrices
del temblor -del que solo ella,
la caparazón inmensa quedó intacta
para abrirse toda contra el cielo-.
Allí, pasando el valle, el desierto,
comienza a soplar un aire leve, desesperado,
que incendia de dulzura la piel...
Es como los olores que, desde los campos
bañados de frescura o desde las orillas de un río,
soplan sobre la ciudad en los primeros
días del buen tiempo: y tú
no los reconoces, y loco
casi de dolor, buscas entender
si son de fuego encendido sobre escarcha,
o bien de uvas o nísperos perdidos
en algún granero entibiado
por el sol de una estupenda mañana.
Yo grito de alegría, así herido,
en el fondo de los pulmones por el aire
que como una luz o una tibieza
respiro mirando todo el valle.
El llanto de la excavadora
V
Un poco de paz basta para revelar
dentro del corazón la angustia,
límpida, como el fondo del mar
en un día de sol. Reconoces,
sin probarlo, el mal
allí, en tu cama, pecho, muslos
y pies abandonados, cual
un crucificado -o cual Noé
ebrio, que sueña, ingenuamente ignaro
de la alegría de los hijos, que
sobre él, fuertes, puros, se divierten...
el día está ya sobre ti,
en el cuarto como un león durmiente.
¿En qué calles el corazón
se encuentra, pleno, perfecto aun en esta
mescolanza de beatitud y dolor?
Un poco de paz... Y en ti despierta
está la guerra, está Dios. Se distienden
apenas las pasiones, se cierra la fresca
herida apenas, que ya tú derrochas
el alma, que parecía gastada,
en acciones de sueño que no rinden
nada... Aquí estás, inflamado
de esperanza -que, viejo león
apestando a vodka, por su ofendida
Rusia, jura Krushev al mundo,
en tanto tú te das cuenta de que sueñas-.
Parecen arder en el feliz agosto
de paz, cada pasión tuya, cada
interior tormento,
cada ingenua vergüenza
de no estar -en sentimiento-
en el punto donde el mundo se renueva.
Más bien, ese nuevo soplo de viento
te empuja de nuevo adonde
todo viento cesa: y allí el tumor
que se recrea encuentra
el viejo crisol de amor,
el sentido, el espanto, la alegría.
Y en ese mismo sopor
está la luz... en la inconsciencia
de infante, de animal, de libertino ingenuo,
está la pureza... los más heroicos
furores en esa fuga, el más divino
sentimiento en ese bajo acto humano
consumado en el sueño matutino.
VI
En la resolana abandonada
del sol matutino -que ya vuelve
a arder, sobre los tinglados, sobre
armazones de hierro -desesperadas
vibraciones rascan el silencio
que perdidamente sabe a vieja leche,
a placitas vacías, a inocencia-.
Ya casi las siete, la vibración
crece con el sol. Pobre presencia
de una docena de ancianos operarios,
con los harapos y las remeras quemadas
de sudor, cuyas raras voces,
cuyas luchas contra los esparcidos
bloques de barro, las coladas de tierra,
parecen deshacerse en ese temblor.
Pero entre los estampidos tercos
de la máquina, que ciega parece,
ciega quiebra, ciega aferra,
como si no tuviera meta,
un alarido imprevisto, humano,
nace, y de a ratos se repite,
tan loco de dolor que, humano,
de pronto no parece y vuelve
a ser muerta estridencia. Después,
despacio renace en la luz violenta,
entre edificios ardientes, nuevos, iguales,
alarido que sólo en el último instante
puede lanzar alguien que muere
en este sol cruel que resplandece, ya
dulcificado por un poco de aire de mar...
Gritando está, desgarrada
por meses y años de matutinos
sudores -acompañada
por la muda cuadrilla de sus picapedreros-,
la vieja excavadora: pero, al lado, la fresca
excavación convulsa, o, en el breve confín
del horizonte del Novecientos,
todo el barrio... Es la ciudad,
sumergida en un claror de fiesta
-es el mundo-. Llora lo que tiene
fin y recomienza. Lo que era
área herbosa, abierto espacio y se hace
patio, blanco como cera,
cerrado en un decoro que es rencor;
lo que era casi una vieja feria
de frescos muros sesgados al sol,
y se vuelve nuevo aislamiento, bullente
en un orden que es apagado dolor.
Llora lo que cambia, aun
para hacerse mejor. La luz
del futuro no cesa de herirnos
ni un instante: está aquí, arde
en cada uno de nuestros actos cotidianos,
angustia aun en la confianza
que nos da vida, en el ímpetu gobettiano *
hacia estos obreros, que mudos alzan
en la barriada del otro frente humano
su rojo trapo de esperanza.
Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922-Ostia, 1975), Le ceneri di Gramsci, 1957
Versión de J. Aulicino
* Piero Gobetti (1901-1926), abogado, periodista y militante antifascista, próximo al movimiento sindical y a las ideas de Antonio Gramsci; autor del ensayo político La revolución liberal. Fue apaleado por fascistas y murió a los pocos meses exiliado en París.
La misa
¡Domingos de los vivos!
El alba de la fiesta
hace temblar en el seno
del fresco jovencito
una brizna de hierba fresca.
¡Domingos del alma!
Qué fiebre, qué dolor
ser vivos y mostrarse
al sol que resplandece
sobre los frescos cabellos.
¡Domingos de amor!
El es todo vergüenza
por el amor descubierto
en la blanca camisa
y las pupilas ardientes.
¡Domingos de Dios!
Hymnus ad nocturnum
Tengo la calma de un muerto:
miro la cama que espera
mis miembros, y el espejo
que me refleja absorto.
No sé quebrar el hielo
de la angustia, llorando,
como antes, en el corazón
de la tierra y del cielo.
No sé fingirme calma
o indiferencia u otras
juveniles proezas,
coronas de mirto o palmas.
Oh Dios inmóvil que odio,
haz que emane todavía
vida de mi vida,
no me importa ya el modo.
Dies Irae
No, con mi honesto corazón no me alío.
Es muy puro, tiene el frío de la muerte,
y ustedes, que no explotaron su ardor
ingenuo, sus reclamos perentorios,
tienen la esperanza de que lo escuche
este ladrón de sí mismo que yo soy...
¡Ese día, vencido, escucharé mi llanto,
pero tendré en la mano el ciprés, no el olivo!
Ustedes saben, oh ángeles, que tienta
mi voz el bárbaro que estuvo
ante una tierra de albas y de gemas:
era la tierra que yo vi sobre Livenza,
sobre el Po, sobre Reno, cuando un hacha
de dos filos de oro pueril en la mano
agitaba dichoso sobre el padano
paisaje: allí, mi familia, indemne
verde tribu, vivía en lo creado.
Pero ESTABA ya mi condena en mí.
Y se desencadenará si los dulces hilos
de la alegría he perdido... Oh Dios, está
ya en mí mi fantasma, mi autómata,
que me suplantará en el viejo aroma
de mi cuarto, de mi tierra, y ay de mí,
del mundo, casi increado todavía,
por el que el muerto ya no se apasiona.
Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922-Ostia, 1975), "L' usignolo della Chiesa Cattolica" (El ruiseñor de la Iglesia Católica), 1943-1949, Tutte le poesie, Mondadori, Milán, 2003
Versiones de Jorge Aulicino
De "Apéndice II"
Un pájaro inaudito en la acequia
canta, y una infinidad -mis años-
evoca en la soledad. Siento
así que estoy vivo en la mañana,
siento que me blanquean las manos
y los cabellos me oscurecen la frente,
al pálido grito de este pájaro.
Luego regresa el silencio, espeso, atroz
silencio, y yo siempre lejano, suspendido
en un sueño, apenas vivo, siempre atento
a recordarme.
De "La riqueza, 2"
¡Ah, replegarse en uno mismo, y pensar!
Decirse, sí, ahora pienso -sentado
en el asiento, cerca de la amigable ventanilla.
¡Puedo pensar! Quema los ojos, la cara,
con las podredumbres de Piazza Vittorio,
la mañana, y, mísero, adhesivo,
mortifica el olor del carbón
la avidez de los sentidos: un dolor terrible
pesa en el corazón, de nuevo vivo.
Animal vestido de hombre -un chico
enviado de paseo, solo, por el mundo,
con su abrigo y sus cien liras,
heroico y ridículo voy al trabajo,
yo también, para vivir... Poeta, sí,
pero aquí estoy, en este tren
cargado tristemente de empleados,
como un chiste, blanco de cansancio,
aquí estoy, sudando mi estipendio,
dignidad de mi falsa juventud,
miseria de la que, con humildad interior
y ostentosa aspereza, me defiendo.
¡Pero pienso! Pienso, en el amigable rinconcito,
inmerso, la entera media hora del recorrido
de San Lorenzo a las Capannelle,
de las Capannelle al aeropuerto,
en pensar, buscando infinitas lecciones
en un solo verso, en un bocado de verso.
¡Qué estupenda mañana! ¡A ninguna otra
igual! Ahora, hilos de magra
neblina, ignorada entre los terraplenes
de acueducto, recubiertos
de casuchas pequeñas como caniles,
y calles tiradas allá, abandonadas
al uso de solamente esa gente pobre.
Ahora, arrebatos de sol sobre praderas de grutas
y cuevas, natural barroco, con verdes
extendidos por un mendicante Corot; ahora soplos de oro
sobre las pistas donde, con deliciosas grupas marrones,
corren los caballos, montados por muchachos
que parecen aun más jóvenes, y no saben
qué luz hay en el mundo alrededor de ellos.
Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922-Ostia, 1975), Tutte le poesie, Mondadori, Milán, 2003
Versiones de Jorge Aulicino
Uno de tantos epílogos
Ay Ninarieddo, te acuerdas de aquel sueño...
del que hablamos tantas veces...
Yo estaba en el auto, y me iba solo, con el asiento
de al lado vacío, y tú me corrías;
a la altura de la ventanilla todavía semiabierta,
corriendo ansioso y obstinado, me gritabas,
con un poco de llanto infantil en la voz:
"Eh Pa', ¿me llevas? ¿Me pagas el viaje?"
Era el viaje de la vida: y sólo en sueños
osaste descubrirte y pedirme algo.
Tú sabes muy bien que el sueño fue parte de la realidad;
y no es un Ninetto soñado el que dijo aquellas palabras.
Es tan cierto que cuando lo hablamos enrojeces.
Ayer, en Arezzo, en el silencio de la noche,
mientras el guardia cerraba con la cadena la reja
a tus espaldas, y tú estabas por desaparecer,
con tu sonrisa relampagueante y bufa, me dijiste... "¡Gracias!".
"¿Gracias, Niné?" Es la primera vez que me lo dices.
Y de hecho te das cuenta y te corriges sin cambiar la cara
(en eso eres un maestro) bromeando:
"Gracias por el pasaje". El viaje que tú querías
que te pagase era, repito, el viaje de la vida:
en aquel sueño de hace tres o cuatro años yo he decidido
aquello de lo que mi equívoco amor por la libertad era enemigo.
Si ahora me agradeces por el pasaje... Dios mío,
mientras estás preso, tomo con miedo
el vuelo hacia un lugar lejano. De nuestra vida soy insaciable,
porque una cosa única en el mundo no puede ser jamás agotada.
Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922-Ostia, 1975), Trasumanar e organizzar, Garzanti, Milán, 1971
Versión de J. Aulicino
Comunicado para ANSA (Un perro)
Ay, perro, parado en el cordón de la Via Prenestina,
que mira a un lado y a otro antes de cruzar.
Nada que objetar, todo lo acepta.
No hay dignidad que defender, por causa de su bondad.
Esta es, entonces, mi conclusión:
la resignación no tiene nada que envidiar al heroísmo.
A los críticos católicos
Muchas veces un poeta se acusa y calumnia,
exagera, por amor, el propio desamor,
exagera, para castigarse, la propia ingenuidad,
es puritano y tierno, duro y alejandrino.
Es también muy agudo en el análisis de los signos
de las herencias, de las supervivencias;
tiene también mucho pudor en conceder
cualquier cosa a la razón y a la esperanza.
Y bien: ¡cuidado con él! No hay un instante
de vacilación: ¡basta con citarlo!
Poesía con literatura
Después de sufrido, el Objeto regresa
a las distracciones cotidianas:
pensamiento del que es humano separarse.
Pero que fermenta en cada acto
sin memoria y diurno -rendido-
no me libera un instante de su duro
puño -expresión que no
se puede concebir: y la distracción
es, por lo tanto, una atención más confusa,
un grito contenido.
La alegría
sobre el Objeto mudo, sobre lo Real
acantonado, es una vileza. Yo sé
cómo ser santo. Y no lo soy.
Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922-Ostia, 1975)
Versiones de J.A.
A las campanas de Orvieto *
Signo del único dominio, de la miseria
absoluta: ¿por qué entonces, inciertas, múltiples,
sonáis, campanas, en la mañana dominical?
Al tren detenido, en la estación blanca y empapada
de esta ciudad, encerrada en su viejo silencio,
traéis, fresquísimo, un espasmo de vida.
Casas, alrededor, apartadas, calles, prados, monobloques,
pasos a nivel, canales, campos neblinosos,
son la materia, no de vuestro fugaz, intacto, sonido,
sino de una íntima y eterna dulzura vuestra...
¿Quiere decir que en el fondo del despiadado poder
hay un miedo vital, en el fondo de la resignación
un poder misterioso, y feliz, de vida?
Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922-Ostia, 1975), de La religione del mio tempo, 1961
Versión de J. Aulicino
* El poema plantea al traductor al castellano americano la cuestión de la segunda persona del plural. La versión al español clásico en uso en la Península parece más clara y más eufónica. La traducción a nuestro castellano acarrea cierta ambigüedad en cuanto a la persona -o cosa- a quien se dirige formalmente el discurso:
A las campanas de Orvieto
Signo del único dominio, de la miseria
absoluta: ¿por qué entonces, inciertas, múltiples,
suenan, campanas, en la mañana dominical?
Al tren detenido, en la estación blanca y empapada
de esta ciudad, encerrada en su viejo silencio,
traen, fresquísimo, un espasmo de vida.
Casas, alrededor, apartadas, calles, prados, monobloques,
pasos a nivel, canales, campos neblinosos,
son la materia, no de su fugaz, intacto, sonido,
sino de una íntima y eterna dulzura suya...
¿Quiere decir que en el fondo del despiadado poder
hay un miedo vital, en el fondo de la resignación
un poder misterioso, y feliz, de vida?
Las cenizas de Gramsci
II
Entre dos mundos, la tregua en que no estamos.
Elecciones, dediciones... otro sonido no tienen
más que el de este jardín desventurado
y noble en que, terco el engaño
que mitigaba la vida, resta en la muerte.
En los círculos de sarcófagos no hacen
más que mostrar la superstite suerte
de gente laica las laicas inscripciones
en estas grises piedras, breves
e imponentes. Aún de pasiones
sofrenadas sin escándalo están ardidos
los huesos de los millonarios de naciones
más grandes; zumban, casi nunca desaparecidas,
las ironías de los príncipes, de los pederastas
cuyos cuerpos están en las urnas esparcidos
reducidos a ceniza y todavía no castos.
Aquí el silencio de la muerte es fe
de un civil silencio de hombres que permanecen
hombres, de un tedio que en el tedio
del Parque, discreto cambia: y la ciudad
que, indiferente, lo confina en medio
de tugurios y de iglesias, impía en la piedad,
allí pierde su esplendor. Su tierra
gorda de ortigas y de legumbres da
estos magros cipreses, esta negra
humedad que salpica los muros alrededor
de desvaídos garabatos de boj, que la noche
serenando convierte en despojados
barruntos de alga... esta hierbecita sufrida
e inodora, donde violeta se abisma
la atmósfera, con un escalofrío de menta,
o heno podrido, y quieta allí preludia
con diurna melancolía, la apagada
trepidación de la noche. Rudo
de clima, dulcísimo de historia, está
entre estos muros el suelo que trasuda
otro suelo; esta humedad que
recuerda otra humedad; y resuenan
-familiares de latitudes y
horizontes donde inglesas selvas coronan
lagos dispersos en el cielo, entre praderas
verdes como fosfóricos billares o como
Las cenizas de Gramsci
III
Un jirón rojo como aquel
arrollado al cuello de los partisanos
y, cerca de la urna, sobre el terreno pálido,
distintamente rojos, dos geranios.
Allí estás tú, bandolero y con dura elegancia
no católica, catalogado entre extranjeros
muertos: Las cenizas de Gramsci... Entre esperanza
y vieja desconfianza te aproximas, llegado
al acaso a este magro invernáculo, frente
a tu tumba, a tu espíritu atrapado
aquí abajo entre estos liberados. (O es algo
distinto, tal vez, de más alto éxtasis
incluso más humilde, ebria simbiosis
adolescente de sexo con muerte...)
Y en el país donde no tuvo reposo
tu tensión, siento qué errado estabas
-aquí en la calma de las tumbas- y a la vez
qué razón -en la inquieta suerte
nuestra- tú tenías escribiendo páginas
supremas en los días de tu asesinato.
He aquí, para testimoniar la simiente
todavía no dispersa del antiguo dominio,
estos muertos fijados a una posesión
que ahonda su abominación en los siglos
y su grandeza: y cerca, obsesa,
aquella vibración de yunques en sordina,
sofocada y angustiante -del humilde
barrio- para atestiguar el fin.
Y heme aquí a mí mismo... pobre, vestido
de telas que los pobres ojean en las vidrieras
de barato esplendor, y que ha extraviado
la suciedad de las más remotas calles,
de los asientos de los tranvías que
enajenan mi día: en tanto siempre más extraño
soy a este descanso, en el tormento
de mantenerme vivo; y si me sucede
el amor por el mundo, no es más que violento
e ingenuo amor sensual
así como, confuso adolescente, en un tiempo
lo odié, si en él me hería el mal
burgués de mi burgués: y ahora, dividido
-contigo- el mundo, ¿objeto no parece
de rencor, y casi de místico
desprecio, la parte que ni tiene el poder?
Y sin embargo sin tu rigor, subsisto
porque no elijo. Vivo en el no querer
el tramonto de posguerra: amando
el mundo que odio -en su miseria
desdeñoso y perdido- por un oscuro escándalo de conciencia.
Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922-Ostia, 1975), Le ceneri di Gramsci, 1957
Versión de J. Aulicino
Las cenizas de Gramsci
IV
El escándalo de contradecirme, de estar
contigo y contra ti; contigo en el corazón,
a la luz, contra ti en las oscuras vísceras;
de mi paterna condición, traidor
-en el pensamiento, en una sombra de acción-,
me sé a ella unido en el calor
de los instintos, de la estética pasión;
atraído por una vida proletaria
anterior a ti, y para mí religión
su alegría, no la milenaria
lucha suya; su naturaleza, no su
conciencia: es la fuerza originaria
del hombre que se ha perdido en el acto,
al darle la ebriedad de la nostalgia,
una luz poética: y más
no sé decir, que no sea
justo pero no sincero, abstracto
amor, no dolorosa simpatía...
Como los pobres, pobre, me ato
como ellos a humillantes esperanzas,
como ellos para vivir me bato
cada día. Pero en la desoladora
condición mía de desheredado,
yo poseo: y es la más exaltante
de las posesiones burguesas el estado
más absoluto. Pero como yo poseo la historia,
ella me posee; ella me ha iluminado:
¿pero de qué sirve la luz?
V
No digo el individuo, el fenómeno
del ardor sensual y sentimental...
otros vicios tiene, otro es el nombre
y la fatalidad de su pecar...
Pero en él amasados como comunes
vicios prenatales, ¡y qué
objetivo pecado! No son inmunes
los internos y los externos actos, que lo hacen
encarnar en la vida, a ninguna
de las religiones que en la vida son
hipoteca de muerte, instituidas
para engañar la luz, dar luz al engaño.
Destinados a ser sepultados
sus despojos en Verano, es católica
su lucha con él: jesuíticas
las manías con las que dispone el corazón;
y todavía más adentro: tiene bíblica astucia
su conciencia... e irónico ardor
liberal... y rústica luz, entre los digustos
de dandy provinciano, de provinciana
salud... Hasta las ínfimas minucias
en las que se esfuman, en el fondo animal,
Autoridad y Anarquía... Bien protegido
de la impura virtud y del ebrio pecar,
defendiendo una ingenuidad de obseso,
¡y con cuánta conciencia! vive el yo: yo
vivo, eludiendo la vida, con el pecho
el sentido de una vida que sea olvido
penetrante, violento... Ah cómo
entiendo, mudo en el húmedo rumor
del viento, aquí donde es muda Roma,
entre cipreses cansadamente convulsos,
cerca de ti, el alma de cuyo burilado tañe
Shelley... Cómo entiendo el vórtice
de los sentimientos, el capricho (griego
en el corazón del patricio, nórdico
veraneante) que lo tragó en el ciego
celeste del Tirreno; el carnal
goce de la aventura, estética
y pueril: mientras postrada Italia
como dentro del vientre de una enorme
cigarra, descubre blancos litorales,
esparcidos en el Lazio de veladas turbas
de pinos, barrocos, de amarillentos
calveros de rúcula, donde duerme,
con el miembro hinchado entre andrajos, un sueño
goethiano el muchachito campesino...
En Maremma, oscuros, de estupendas zanjas
de sagitaria entre las que se impone claro
el avellano, por las sendas que el paso
de su juventud recorre ignaro.
Ciegamente fragantes en las secas
curvas de Versilia, que sobre el mar
embrollado, ciego, los tersos estucos,
los taraceados leves de su pascual
campiña, enteramente humana,
expone, sombría sobre Cinquale,
desatada sobre la tórrida Apuane,
los azules vítreos sobre el rosa... De escollos,
quebradas, convulsas, como por un pánico
de fragancia, Riviera, blanda,
yerta, donde el sol lucha con la brisa
por dar suprema suavidad a los óleos
del mar... Y alrededor zumba de alegría
el exterminado instrumento de percusión
del sexo y de la luz: así a eso habituada
está Italia, que no tiembla, como
muerta en su vida: gritan acalorados
desde cientos de puertos el nombre
del compañero los jovencitos transpirada
la oscuridad de la cara, entre la gente
ribereña, en huertos de cardos, en sucias playitas...
¿Me pedirías tú, muerto despojado,
que abandone esta desesperada
pasión de estar en el mundo?
VI
Me voy, te dejo en el anochecer
que, si bien triste, tan dulce desciende
para nosotros vivos, con la luz de cera
que en el barrio en penumbra se coagula.
Y lo alborota. Lo hace más grande, vacío
alrededor, y, más lejano, lo reenciende
de una vida inquieta que del ronco
rodar del tranvía, de los gritos humanos
dialectales, hace un concierto sordo
y absoluto. Y escucha cómo en aquellos lejanos
seres que en vida gritan, ríen,
en aquellos vehículos suyos, en aquellos pobres
caseríos donde se consuma el impío
y expansivo don de la existencia
aquella vida no es más que escalofrío;
corpórea, colectiva presencia;
escucha la falta de toda religión
verdadera; no vida, sino sobrevivencia
-tal vez más alegre que la vida- como
de un pueblo de animales, en cuyo arcano
orgasmo no se siente más pasión
que en la ocupación cotidiana:
humilde fervor al que da un sentido de fiesta
la humilde corrupción. Cuánto más vano es
-en este vacío de la historia, en esta
zumbante pausa en que la vida calla-
cualquier ideal, más bien es manifiesta
la estupenda, adusta sensualidad
casi alejandrina, que todo minia
e impuramente asciende, cuando acá
en el mundo, algo se sacude, y se arrastra
el mundo en la penumbra regresando
a vacías plazas, a desangelados talleres...
Ya se encienden las luces constelando
Via Zabaglia, Via Franklin, el entero
Testaccio, despojado en su gran
monte sucio, la calle del Tíber, el negro
fondo, más allá del río, que a Monteverde
reúne o esfuma invisible sobre el cielo.
Diademas de luces que se pierden,
resplandecientes, y frías de tristeza
casi marina... Falta poco para la cena;
brillan los raros autobuses de la barriada,
con racimos de obreros en las puertas,
y grupos de militares van, sin prisa,
hacia el monte que oculta en medio de excavaciones
cenagosas y montones de tachos de basura
en la sombra, sigilosas meretrices
que esperan airadas sobre la inmundicia
afrodisíaca: y, no lejos, entre casillas
invasoras en los costados del monte, o en medio
de monobloques, casi mundos, los chicos
ligeros como jirones juegan en la brisa
ya no fría, primaveral; encendiendo
de atolondramiento juvenil su romano
anochecer de mayo oscuros adolescentes
silban por las veredas en la fiesta
vespertina; y sacuden las persianas
de los garajes de improviso, gozosamente
si la oscuridad ha rendido serena a la tarde,
y en medio de los plátanos de Piazza Testaccio
el viento que cae en amagos de tormenta
es bien dulce, aunque rasure el pelo
y las fetideces del matadero, allí se embeba
de sangre descompuesta, y por donde vaya
agite repulsas y olor de miseria.
Es un rumor confuso la vida, y éstos, perdidos
en ella, la pierden serenamente
si no tienen el corazón pleno: de gozarse
allí, miserables, el anochecer: y potente
en ellos, inerme, por ellos, el mito
renace... Pero yo, con el corazón consciente
de que sólo en la historia hay vida,
¿podré jamás con pura pasión actuar
si sé que nuestra historia ha terminado?
Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922-Ostia, 1975), Le ceneri di Gramsci , 1957
Versión de J. Aulicino.