MARÍA ESTUARDO, Reina de Escocia
MARÍA ESTUARDO, Reina de Escocia
El 8 de diciembre de 1542 daba a luz la reina María de Guisa, en el palacio de Linlithgow, a una niña que nació prematuramente y muy débil. Durante los diez primeros días de su vida, circularon toda clase de rumores en el sentido de que la pequeña María Estuardo era una criatura excepcionalmente endeble y que era poco probable que sobreviviera, al igual que sus hermanos. Su padre Jacobo V de Escocia, enfermo de cólera, falleció en el palacio de Falkland seis días después del nacimiento de su hija. Sus contemporáneos creyeron que su muerte fue causada por la pena y la humillación de que los escoceses hubiesen sido derrotados por el ejército inglés en la batalla de Solway Moss. Antes de morir, tuvo tiempo de saber que el recién nacido era una niña y se dice que dedicó sus últimas energías a exclamar: “ ¡ Por todos los diablos! ¡ Comenzó con una mujer y acabará con otra!”.
Jacobo V y María de Guisa
Tras el fallecimiento del rey, Escocia se encontró bajo la autoridad de una reina de apenas seis días de vida. Se designó como regente a James Hamilton, conde de Arran, pero la reina viuda, una mujer enérgica y poderosa, no tardó en desplazarle de su cargo para ejercer en persona la regencia. La pequeña María era objeto de deseo de las ambiciones inglesas. Enrique VIII codiciaba el reino de Escocia tanto por expansión territorial como por contar con un firme aliado frente a Francia. Para ello propuso a la reina regente la concertación de un precoz matrimonio con el heredero de la corona inglesa, el futuro Eduardo VI. Durante la regencia, María de Guisa se enfrentó, apoyada por las tropas francesas, a la expansión del protestantismo, lo que hizo que se negara al proyectado matrimonio entre su hija y el heredero del rey Enrique VIII.
Decidido a forzar el matrimonio, el soberano inglés no dudó en realizar una serie de incursiones militares destinadas a doblegar la voluntad de la regente de Escocia. Así, en mayo de 1544, un destacamento inglés llegó a las costas escocesas con intención de secuestrar a la reina-niña y llevarla a Inglaterra, pero tras una rocambolesca escapatoria, María de Guisa logró trasladarla al castillo de Stirling y de ahí al priorato de Inchmahome. Poco después, María Estuardo partía hacia Francia, donde su madre sabía que iba a estar a buen recaudo.
Francisco II de francia y María Estuardo
El traslado de la reina-niña al país galo no hizo más que reafirmar el pacto al que había llegado la regente con Enrique II de Francia. El rey francés se había comprometido a velar por la niña y a educarla en su país para que, en el momento en que cumpliera la mayoría de edad, contrajera matrimonio con su hijo y heredero, el delfín Francisco. María partió de Escocia en julio de 1548. Nunca más volvería a ver a su madre. Residió en Francia durante diez años. Posiblemente, los más felices de su vida.
En la corte francesa, la pequeña era tratada como la joya de la corona. Acompañada por dos nobles escoceses, dos jóvenes miembros de la familia Estuardo, y cuatro damas de su misma edad – las llamadas “cuatro Marías”, ya que todas se llamaban así y pertenecían a los más nobles linajes escoceses: Beaton, Seaton, Fleming y Livingston-, la niña presidía una auténtica corte en miniatura, donde ella reinaba como soberana indiscutible.
Enrique II de Francia
Tal como se había prometido, Enrique II le proporcionó una educación exquisita que le permitió hablar francés, español, italiano y escocés, además de latín y griego clásicos. Tocaba varios instrumentos, era una excelente bailarina, experta amazona y dominaba el arte de la cetrería, así como la pintura y el bordado. Le complacía la poesía y gustaba de la compañía de poetas, que escribieron odas en alabanza de María. Era, además, muy bonita, vivaz, ingeniosa y de elevada estatura, debía de medir alrededor de un metro ochenta. Disfrutó de la celosa protección de su familia materna, los Guisa. El 24 de abril de 1558 contrajo matrimonio con el delfín de Francia, en una solemne y vistosa ceremonia, en la catedral de Nôtre Dame de París.
Las señales de aviso que habían existido durante su adolescencia en indicio de una mala salud no habían desaparecido del todo. Se mencionaba que la reina de Escocia estaba muy enferma, muy pálida y verdosa y se murmuraba que no podría vivir mucho tiempo. En junio de 1559, se dijo que se había desmayado dos veces; en una, hubo de dársele vino en el altar y en la segunda ocasión, el embajador español dijo que había oído que padecía de enfermedad no especificada pero incurable. Sin embargo, fuera cual fuese el padecimiento de la joven reina en esta época, es evidente que, pese a su palidez, sus desmayos y su aliento entrecortado, María estaba dotada de una intensa energía nerviosa que le permitió desarrollar una vida extraordinariamente activa cuando no estaba sufriendo.
Un peligroso accidente acaecido en diciembre de 1559, al ser derribada de su caballo cuando se encontraba cazando, puso de manifiesto tanto su temerario valor como las dificultades a que podía conducirle. Esta combinación de cuerpo débil y voluntad indomable la compartía, en cierto grado, con su marido Francisco y debió de hacer nacer un lazo entre ellos.
Se ha sugerido que, en su juventud, María padeció clorosis o “enfermedad verde”. Sin embargo, la clorosis suele asociarse con una alimentación insuficiente y falta general de ejercicio, aire libre y sol en adolescentes que viven en suburbios. En la corte francesa, María no careció de ejercicio, aire puro ni sustanciosas comidas: y ninguna de las descripciones contemporáneas de su aspecto se menciona la hinchazón de la cara, generalmente asociada con la clorosis.
Tras la muerte de Enrique II en julio de 1559, el delfín Francisco se convirtió en rey de los franceses a la edad de quince años y medio. Su esposa tenía entonces dieciséis años. María se vio convertida en reina de Francia y de Escocia y, aún más, en candidata al trono de Inglaterra, puesto que la falta de hijos de Isabel I la colocaba a ella en primer lugar en la línea sucesoria como nieta de Margarita Tudor, hermana de Enrique VIII. Es más, según la iglesia católica, María debía ostentar por legítimo derecho la corona inglesa puesto que Isabel estaba considerada bastarda a causa de haber nacido del nunca reconocido matrimonio entre el rey Enrique y Ana Bolena. Sin embargo, el testamento del monarca impedía el acceso al trono de un extranjero, lo cual excluía de la sucesión a María.
Se ha hablado mucho acerca de la rivalidad entre Catalina de Médicis y María, o, al menos, sobre los celos que sufría su suegra. En realidad, las fantasiosas historias que corrieron acerca del deseo de la Médicis de librarse de su nuera – hasta se murmuró que la reina madre planeaba envenenar a su propio hijo para sacar a la joven esposa de su posición de poder- son mera ficción romántica. Si bien Catalina podría haber deseado reducir la influencia de su nuera sobre el joven rey, siempre se mostró amable y cariñosa con ella, al menos en vida de su hijo. No sólo le entregó las joyas de la corona sino que agregó unas fabulosas gemas de su propiedad.
Era frecuente ver a las dos reinas juntas, a veces escuchando el sermón diario en el comedor que compartían o en la capilla. Por otra parte, atendían juntas muchas visitas y cuando Francisco salía para hacer una de sus frenéticas expediciones de caza, era frecuente que se quedaran juntas. Se dice que María tenía una actitud torpemente despectiva con respecto al origen familiar de la reina madre, inferior en rango al suyo y en la época se le atribuyó – junto con otras personas- el famoso y difundido comentario de que Catalina no era si no la hija de un comerciante florentino.
Cuando María era ya reina de Francia y la necesidad de un heredero se hacía cada vez más apremiante, le resultaba fácil persuadirse a sí misma de que los síntomas de su mala salud eran síntomas de embarazo. Sin embargo, el físico subdesarrollado y, probablemente, deforme del rey y su constitución generalmente infantil hace muy probable que sólo tuvieran lugar entre ellos los más desmañados y torpes abrazos. Fuera o no María técnicamente virgen cuando regresó a Escocia, lo era sin duda mentalmente, ya que su relación física con Francisco difícilmente puede haberle dado ninguna idea real del significado del amor físico.
Entre junio y diciembre de 1560 fallecieron sus dos pilares más firmes, su madre y su esposo. A la muerte de Francisco II, el trono francés pasó a su cuñado Carlos IX, mientras su suegra, la reina Catalina, se convertía en regente. Partidaria de restablecer las buenas relaciones con Inglaterra, retiró las tropas de Escocia y reconoció el derecho de Isabel I a gobernar. Sólo María, de dieciocho años de edad y aún en Francia, rehusó firmar el tratado.
En agosto de 1561, regresó a una Escocia dividida por los enfrentamientos religiosos. Mientras María, católica devota, era apoyada por una parte del pueblo y mirada con simpatía por los católicos ingleses, la facción protestante escocesa, acaudillada por su hermano bastardo Jacobo, conde de Moray, desconfiaba de la joven reina. Y, contra lo que unos y otros esperaban, la reina optó por una política de tolerancia. Y, como muestra de su buena voluntad hacia sus súbditos protestantes, nombró consejero a su hermanastro.
Mientras la política interior de María había apuntado al mantenimiento de la paz y el orden, y el statu quo religioso, su política exterior había estado dirigida al objetivo de conseguir el reconocimiento de sucesora de la reina Isabel al trono inglés. En este empeño, en el que hasta el momento no se había logrado ningún auténtico progreso, el futuro marido de María era, evidentemente, una carta decisiva. Isabel le informó de que si se casaba con el príncipe don Carlos, heredero de la corona española, o con el archiduque Carlos o con cualquier otro candidato imperial, ella se convertiría en enemiga suya, si, por el contrario, se casaba a satisfacción suya sería una buena amiga y hermana para ella y la nombraría su heredera. La soberana inglesa le propuso a la reina de Escocia casarse con el noble protestante inglés Robert Dudley, conde de Leicester. Una candidatura que María rechazó, su elección fue otra: Enrique Estuardo, Lord Darnley, un noble inglés católico, primo hermano suyo, con sangre real inglesa y escocesa.
Lord Darnley era un joven elegante, de afeminada belleza, esbelto y de considerable estatura, medía más de un metro ochenta y cinco. Había sido bien educado en las artes consideradas convenientes para un caballero de la época: sabía montar a caballo, cazar, bailar graciosamente y tocar muy bien el laúd. Cuando sólo tenía ocho años estaba ya lo suficientemente instruido como para enviar una carta a la reina María Tudor, en la que le rogaba aceptase “ una pequeña fábula de mi propia pluma ” que llamaba Utopia Nova. Se le atribuye tradicionalmente la traducción al inglés de las obras de Valerius Maximus. Mejor comprobado está el hecho de que escribió algunos agradables poemas, habilidad que debió de heredar de su madre que era poetisa. Era mimado, obstinado, ambicioso y amante de los placeres. Fruto de una madre dominante y de un padre débil, había sido acostumbrado a considerarse un importante centro en torno al cual giraba el mundo.
María cayó en un violento, atolondrado y absoluto enamoramiento. En los años transcurridos desde la muerte de su primer esposo había llevado una vida de celibato, permitiéndose cortesanos coqueteos pero nada más. El amor florecía por primera vez en su corazón y no podía escuchar otra voz que la de sus propios apasionados sentimientos. La dispensa papal llegó a Escocia varias semanas después de su matrimonio pero no fue publicada, pues la boda se había efectuado ya presumiendo su existencia y hacer pública su verdadera fecha habría resultado embarazoso para la reina. A menos que María y Darnley realizaran una nueva ceremonia nupcial después de la fecha de concesión de la dispensa, de lo que no existe la menor constancia, su matrimonio era técnicamente inválido.
Isabel I de Inglaterra
Como súbdito inglés que era Darnley, para contraer matrimonio precisaba de la autorización de la reina Isabel, un trámite que no realizó y que enfureció a la soberana. Otro tanto pasó con el conde de Moray, que no pareció dispuesto a tolerar la presencia de un católico confeso en el trono y se levantó en armas acaudillando al bando protestante contra la reina María, si bien fue derrotado sin mucha dificultad. Lo que no podía figurarse María es que al lado de Darnley le esperaba un auténtico calvario.
Arribista y ambicioso, exigió recibir el título de rey al tiempo que no tenía reparos a la hora de humillar a su esposa en público. Su firma figuraba junto a la de la reina en todos los documentos. No era la embriaguez su única debilidad, circulaban rumores de aventuras amorosas con damas de la corte. Buscaba los placeres en muchos y diferentes campos de la experiencia humana. Se insinuó que en una fiesta había tenido lugar algo tan depravado que María dormía separada de su marido. Su carácter celoso y violento se manifestó en numerosas ocasiones hasta el punto de llegar a agredirla varias veces, una de las cuales provocó que la reina abortara. Es más, temeroso no tanto de perder a su esposa como el trono, levantó un estrecho cerco de vigilancia en torno a la reina, a la que acusaba de mantener una relación sentimental con su secretario privado, David Rizzio.
David Rizzio había llegado a Escocia en 1561 en el séquito del embajador de Saboya y procedía de una buena pero empobrecida familia saboyana. Era católico, aunque jamás se ha encontrado en el Vaticano ninguna prueba que confirme la sugerencia de sus enemigos de que fue durante cierto tiempo agente papal. Tenía unos treinta y cinco años y al parecer, según era descrito en las crónicas contemporáneas, era de una extrema fealdad. Se consideraba que su rostro era mal parecido, pequeño de estatura y encorvado. Era aficionado a los vestidos elegantes, después de su muerte se descubrió un extravagante y ostentoso guardarropa. También parece haber sido avaro y un músico excelente.
Entró al servicio de la reina cuando ella necesitaba un bajo para completar un cuarteto con los pajes de su servidumbre y cuando murió el secretario francés de María, pasó a ocupar su puesto. ¿Qué hay de verdad en las relaciones de la reina con su secretario? Todo cuanto sabemos de sus relaciones con Rizzio parece encajar en el marco de gobernante y confidente, más que en el de dos amantes. Ella encontraba placer en los consejos y la compañía de su secretario.
Una noche de un sábado, la reina celebraba una cena en sus apartamentos del palacio de Holyrood. Su avanzado embarazo y la mala salud hacían que cada vez tuviera menos ganas de ir a Edimburgo, prefiriendo la compañía de sus íntimos. En esta ocasión se encontraban con ella dos hermanastros, su palafrenero mayor, su paje y su secretario Rizzio. Quizás iba a haber música después o quizás era una de esas noches en que la reina y Rizzio se quedaban jugando a cartas hasta la una o las dos de la madrugada. La velada fue interrumpida por la aparición de Darnley y algunos hombres con pistolas y dagas.
Rizzio fue arrastrado, gritando y pataleando, fuera del cenadero, a través de la alcoba y de la sala de audiencia, hasta el comienzo de la escalera. Mientras tanto se oía su patética voz clamando: “ Justizia, justizia!. Sauvez ma vie, madame, sauvez ma vie! ”.Una vez allí, fue muerto por heridas de daga cuyo número se estimó entre 53 y 60 : una horrible carnicería para un menudo cuerpo. El acribillado y ensangrentado cadáver fue arrojado después por la escalera. Allí, mientras yacía sobre un arca, fue despojado de sus pertenencias por un portero.
María lejos de huir del peligro, se volvió furiosamente hacia Darnley, que había quedado con ella en el cenadero y le cubrió de improperios. Cuando uno de los asesinos, Lord Ruthven, regresó de la matanza, hubo una disputa entre la reina, Darnley y Ruthven. Éste último puso en tela de juicio su comportamiento como esposa pero la reina rehusó dejarse amedrentar de ninguna manera, llegando a decirle que ella tenía “ dentro de su vientre al que algún día se vengaría de él ”. El alboroto de Holyrood había alertado al pueblo de Edimburgo y se había hecho sonar la campana de alarma de la ciudad. Para calmar a los ciudadanos, Darnley salió a la ventana y les habló tranquilizadoramente con su familiar voz.
Cuando la reina trató de hacer oír la suya, la amenazaron brutalmente con “ cortarla en pedazos ” si hacía otro movimiento en dirección a la ventana. Una vez se marcharon y la dejaron sola, mandó a una de sus damas a que averiguara la suerte que había corrido Rizzio. Cuando supo que había muerto, lloró durante unos momentos pero al poco rato, secándose las lágrimas, observó con serenidad: “ No más lágrimas ahora, quiero pensar en la venganza ”. Conservó también la suficiente calma como para enviar una dama a la habitación de Rizzio, a fin de que se recuperase un cofre negro que contenía sus claves y escritos.
Durante el resto de su vida, María Estuardo creería que su propia vida también había estado amenazada durante el tumulto que había tenido lugar en el cenadero y que Darnley se había propuesto su propia destrucción, así como la de la criatura que llevaba en su seno, para convertirse en rey de Escocia. Es, en efecto, imposible comprender su posterior actitud hacia Darnley sin tener en cuenta esta firme convicción por parte de la reina. Después del nacimiento de Jacobo, le increpó furiosamente: “ ¡ He olvidado, pero no perdonaré jamás! ¿ Qué habría sido de él y de mí, si la pistola de Fawdonside hubiera disparado? ¿ O en qué posición habrías estado tú? Solo Dios lo sabe pero podemos sospecharlo ”. Era lógico que una mujer embarazada de seis meses y que había sufrido la traumática experiencia de verse apuntada en el estómago con una pistola abrigara estos sentimientos.
Las relaciones de María con Darnley se asentaron en una incómoda tregua hasta el nacimiento de su hijo. El alumbramiento del príncipe Jacobo fue largo, doloroso y difícil. Nació entre las diez y las once de la noche del miércoles 19 de junio de 1566, con una fina membrana extendida sobre la cara. A pesar de este peligro, y a pesar de la duración del parto, era una criatura notablemente robusta. Su nacimiento fue señalado con grandes fiestas en Edimburgo y se encendieron quinientas hogueras que iluminaban la ciudad y las colinas circundantes con sus alegres fuegos. Fueron disparadas todas las piezas de artillería del castillo y Lores, nobles y pueblo llano se congregaron en la iglesia de St.Gilles para dar gracias a Dios.
Jacobo VI de Escocia
La reina le mostró en público la criatura a su esposo y anunció: “ Mi señor, Dios os ha dado a vos y a mí un hijo que nadie sino vos habéis engendrado - y descubriendo el rostro del niño, continuó-: Afirmo aquí ante Dios , como responderé ante él en el gran día del juicio final, que éste es vuestro hijo y no de ningún otro hombre. Deseo que todos los aquí presentes, con damas y otros, den testimonio de ello ”.Y, como si quisiera remachar el asunto con una nota de desprecio hacia su marido, agregó: “ Pues tanto es vuestro propio hijo, que temo sea peor para él en el futuro ”.
Darnley no había corregido su conducta, mientras ella se recuperaba del parto, él “vagabundeaba todas las noches”. En estas circunstancias, era natural que la reina confiara cada vez más en los consejos políticos de los nobles que se le habían manifestado leales a lo largo de las dos crisis con que se había enfrentado durante el pasado año. En esta categoría entraba, en particular, Jacobo Hepburn, conde de Bothwell, que, al escapar de la boca del león en Holyrood y correr a convocar a los súbditos de María en su ayuda, pareció desplegar esa combinación de ingenio, lealtad y fuerza que tan persistentemente había buscado la reina entre sus nobles escoceses.
Bothwell procedía de la gran familia fronteriza de los Hepburn y, en términos feudales, su poder se extendía por el sudeste de Escocia, con ciertos dominios específicamente familiares y las tutorías de otros castillos reales dependientes del favor real. Su familia y el mismo, sufrían penuria económica y su contrato matrimonial con la rica Jean Gordon muestra que, a la sazón, se hallaba fuertemente endeudado. Se negó a casarse con Jean según el rito católico, pese a las presiones de la reina María, y era uno de los que con más energía se oponían a la celebración de la misa. Acabó divorciándose de su esposa. Sus detractores le acusaron de estar interesado en la magia negra, que se suponía había aprendido durante su educación en Francia.
Era aventurero por naturaleza, arrogante, orgulloso, rudo, violento, dotado de gran fuerza corporal, vicioso y disoluto en sus costumbres. Carecía de la hermafrodita belleza y esbeltez de Darnley, su cuerpo momificado que se conserva en Dragsholm mide 1’67 metros. Fue descrito como extraordinariamente feo como un mono vestido de púrpura,pero también hay quien tuvo una visión más favorable, opinando que era muy hermoso. Se convirtió en el consejero en quien confiaba la reina.
Desde el asesinato de Rizzio, la reina se consideraba permanentemente amenazada por alguna posible conspiración por parte de Darnley. La reina buscaba medios de conseguir un divorcio decoroso que no comprometiera al príncipe Jacobo. El rey no cesaba de intrigar, así como de fanfarronear. Carecía lo bastante de escrúpulos como para tratar de manchar la reputación de María a los ojos de las potencias católicas extranjeras, diciendo que ella era "dudosa en la fe", con el fin de erigirse en rey católico de Escocia por voluntad de una fuerte potencia católica extranjera, gobernar como tutor de su hijo, y con su esposa, naturalmente, derrocada.
La sombra de una conjura se cernió sobre el esposo de la reina. Darnley había caído gravemente enfermo de sífilis y se encontraba restableciéndose en una casa de Edimburgo, a la que le había llevado María con amables palabras e insinuaciones de felicidad, fingiendo una reconciliación. A la reina le parecía más seguro, para ella y para su hijo, tenerle alojado en Edimburgo, ante sus ojos, que dejarle libre en el oeste de Escocia, con plenas posibilidades de conspirar.
A las dos de la madrugada del 10 de febrero de 1567, una terrible explosión desgarró el aire reduciendo a un montón de escombros la casa. Una cierta cantidad de pólvora había sido apilada en un montón sobre el suelo del dormitorio de la reina (el piso bajo de la casa). En el jardín yacían los cadáveres de Darnley y de su sirviente. Ninguno de ambos cuerpos presentaba señal ni mutilación alguna, ni fractura, herida ni magulladura, así como tampoco rastros del efecto de la explosión. Habían sido estrangulados. Algunas mujeres que vivían en las casas próximas dijeron que habían escuchado la última y lastimera súplica del rey pidiendo piedad a los hombres de Douglas, quienes eran parientes suyos. La súplica fue desoída. Enrique Estuardo, duque de Albany, aún no había cumplido los veintiún años.
Bothwell, habiendo encendido las mechas, se retiró para presenciar la explosión. Como el reguero de pólvora no se encendía tan rápidamente como el conde había esperado, Bothwell empezó a acercarse de nuevo a la casa con impaciencia. Entonces, el reguero se inflamó de pronto y su ayudante, advirtiéndolo, pudo hacerle retroceder justo a tiempo antes de que la casa entera se derrumbase sobre él. Consumada la explosión, Bothwell regresó a Holyrood sin sospechar que Darnley no había muerto con su poderosa explosión.
Algo aterrorizó al rey, mientras yacía en el interior de la casa minada, que le hizo escapar precipitadamente de la residencia y trató de cruzar los jardines para ponerse a salvo. No había tenido tiempo de vestirse y, aunque su sirviente cogió una capa, Darnley no la llevaba puesta al morir, sólo llevaba su camisa de dormir. Tenían una daga entre ellos. Una silla arrojada al extremo de una cuerda por la ventana de la galería hasta el camino, indicaba el improvisado método de huida. La explicación sería que fue despertado por algún ruido ( posiblemente, la colocación del reguero de pólvora en las entrañas de la casa). Se asomó entonces a la ventana y vio la asamblea de los hombres de Bothwell y la facción Douglas en el jardín. Esta reunión de hombres habría sugerido al rey un inminente peligro de incendio o de asesinato. Quemar la casa del enemigo mientras éste se encontraba dentro era una práctica relativamente frecuente en la Escocia del siglo XVI.
La reina no se encontraba allí. Había asistido a una función de máscaras que se celebraba en honor del matrimonio de su amigo Bastian Pages, un alegre francés que compartía con María su afición a las funciones teatrales y de máscaras.
El cadáver de Darnley fue llevado sobre una tabla a Holyrood, embalsamado por un médico y un farmacéutico y expuesto ceremoniosamente durante varios días antes de ser enterrado en la cripta de la capilla real, como le correspondía en su calidad de rey de Escocia. María ordenó que la corte guardara luto, para lo que se encargó tela negra por valor de 150 libras. La reina no manifestó signo exterior alguno de alegría ni de tristeza cuando le fue mostrado el cadáver de su esposo, su extraña serenidad -tan diferente de sus habituales y prontas lágrimas- muy bien puede haberse debido a la conmoción sufrida. Se entregó de lleno al tradicional duelo de cuarenta días por su marido, permitiéndose, no obstante, asistir a la boda de su camarera favorita; ella había pagado el vestido de novia.
Los médicos exhortaron vivamente al Consejo Privado a que permitieran a la reina alejarse por algún tiempo de la trágica y lúgubre atmósfera de Edimburgo, haciendo hincapié en " los grandes e inminentes peligros que amenazaban su salud y su vida, si no se apresuraba a dejar aquella especie de vida sofocante y solitaria, para reponerse al aire libre ". De conformidad con ello, la reina marchó a Seton, uno de sus albergues favoritos, una semana después del asesinato, y pasó allí tres días recuperándose.
Los rumores en torno al asesinato de Darnley no sólo abundaban en el continente y en Inglaterra, estaban difundiéndose también rápidamente por Edimburgo. Había oscuras insinuaciones y otras mucho más claras. Comenzaron a aparecer carteles difamatorios en las calles. Se acusaba a Bothwell de ser el asesino del rey y a la reina de haber consentido en el crimen. ¿Conocía la reina los planes para asesinar a su esposo?. Los defensores de María sostenían que la reina, aunque deseosa de librarse de Darnley, no podía haber sabido que los nobles se proponían matarle, ya que le habían asegurado que cualquier cosa que sucediera tendría la aprobación del Parlamento. María no fue, ni se pretendió jamás que lo fuese, uno de los conspiradores ejecutivos.
Las vociferantes demandas de su suegro, Lennox, pidiendo venganza habían alcanzado tal intensidad que la reina se sintió incapaz de ignorarlas. Accedió a permitirle entablar un proceso privado ante el parlamento contra Bothwell como asesino de su hijo. Pero Lennox rehusó presentarse en Edimburgo con los seis hombres que le permitía la ley, en vista del hecho de que la ciudad hormigueaba con cuatro mil partidarios de Bothwell. La ausencia del acusador significó la inevitable absolución de Bothwell. Un mensajero de Isabel de Inglaterra llegó a Holyrood para tratar de aplazar el juicio, presumiblemente hasta que pudiera estar presente Lennox. Sin embargo, el mensajero no fue admitido en la corte escocesa y se le hizo objeto de un trato poco cortés.
En la primavera de 1567, la salud de María estaba quebrantada y ella se encontraba aturdida, nerviosamente preocupada por el futuro de su gobierno en Escocia. En Seton, la reina fue pretendida por Bothwell sugiriendo que necesitaba un marido y que él era el hombre más adecuado para desempeñar ese papel, ya que había sido elegido para ello por sus principales nobles. Esta directa petición sumió a la reina en un estado de confusión, no sabía que hacer. Sin embargo, la reina rechazó las propuestas de Bothwell alegando que había demasiados escándalos en torno a la muerte de su marido. Con esta negativa dominando todavía sus pensamientos, la reina se dirigió a Stirling para hacer una visita a su hijo. Jacobo tenía diez meses. María estuvo jugando con él, felizmente ignorante de que aquella era la última vez que veía a su hijo.
De camino hacia Edimburgo apareció de pronto Bothwell con una fuerza de ochocientos hombres. Se adelantó, tomó la brida del caballo de la reina y le dijo que, como le amenazaban peligros en Edimburgo, se ofrecía a llevarla al castillo de Dunbar. Algunos de los componentes del séquito de María reaccionaron desfavorablemente ante la súbita aparición de Bothwell pero la reina dijo suavemente que iría con éste antes que ser causa de derramamiento de sangre. Bothwell decidió completar el rapto formal de su persona con la posesión física de su cuerpo a la fuerza. Se proponía colocar a la reina en tal situación que no tuviera más remedio que casarse con él.
Conseguida la aquiescencia de la reina, Bothwell se enfrentaba ahora al problema de desembarazarse de su mujer Jean Gordon, con la que se había casado hacía poco más de dos años. Doce días después del divorcio de Bothwell, poco más de tres meses de la muerte del marido de la reina, ambos se casaron en el gran salón de Holyrood.
A juzgar por los comentarios de los observadores, la breve vida conyugal de María con Bothwell no le reportó ninguna felicidad personal. Ya en el día de la boda se advirtió una extraña seriedad entre la reina y su nuevo marido. La reina confesó arrasada en lágrimas a una persona cuánto se arrepentía de lo que había hecho, en especial de su ceremonia nupcial protestante. Prometió desesperadamente que nunca volvería a hacer nada opuesto a la iglesia católica.
El carácter de Bothwell era tan brutal y suspicaz que no pasaba día sin que la reina derramara abundantes lágrimas. Pues su nuevo esposo montaba en cólera y se ponía celoso si ella miraba a alguien que no fuera él. Por otro lado, la reina se enteró que su esposo había escrito varias cartas a Jean Gordon asegurándole que sólo consideraba a María como a su concubina y que ella seguía siendo su única esposa legítima.
Una de las primeras tareas que la reina y Bothwell tuvieron que abordar después de su apresurado matrimonio fue la de explicárselo a las cortes inglesa y francesa. Desde el punto de vista tanto de Inglaterra como Francia, la reina escocesa había perdido por completo la cabeza al permitir ser desposada con el despreciable Bothwell. Los actos de Bothwell durante sus cinco semanas como consorte fueron positivamente alentadores para el futuro del país, si no hubiera sido porque los nobles hervían ya en abierta rebelión.
La nobleza se volvió contra ellos y se levantó en armas. La reina y su esposo decidieron enfrentarse a los Lores en Carberry Hill. Los rebeldes rogaron a María que abandonara a Bothwell, con lo cual la repondrían en su anterior situación y ellos continuarían siendo sus fieles súbditos. María, furiosa, se negó en redondo a hacerlo. Señaló que aquellos mismos Lores habían firmado un pacto recomendando el matrimonio con el mismo hombre al que ahora se oponían con tanta vehemencia. “ Bothwell había sido elevado por ellos ”, repetía una y otra vez. Ella no sentía ninguna tentación de abandonar a Bothwell, aun con todos sus defectos. ¿ Por amor o por encontrarse embarazada?.
No hubo batalla, ni siquiera escaramuza. La reina consideró que la mejor solución que podía adoptar en interés de la paz y para evitar derramamientos de sangre era aceptar un salvoconducto para Bothwell y confiarse ella misma a los Lores confederados. La reina, bajo fuerte escolta, fue trasladada a Edimburgo y luego encerrada en el castillo de Loch Leven. Como consecuencia, sin duda, de las privaciones y penalidades, María abortó gemelos.
Se supone que estaba embarazada de tres meses, concebidos durante su violación o después del matrimonio con Bothwell. Otras opiniones sugieren que la reina pudo haber concebido gemelos de Bothwell en enero, antes de la muerte de Darnley, y mantenido su embarazo en absoluto secreto. Durante los meses de marzo, abril y mayo no hay ninguna referencia al embarazo real, que se habría ido poniendo rápidamente de manifiesto al cambiar la figura de la reina.
Bajo coacción, la reina firmó un documento por el que renunciaba a la corona en favor de su hijo y de una regencia de su medio hermano Moray. María pudo enviar clandestinamente a Francia varias cartas en las que describía su situación y pedía ayuda. Disfrazada de lavandera consigue huir del castillo y logra levantar un ejército pequeño para poder, de esa manera, recuperar el trono. Los partidarios de la reina fueron aplastados en la batalla de Langside y la reina, junto a un puñado de incondicionales, tuvo que huir nuevamente. Debía tomar una decisión rápida, pues sus enemigos la perseguían a uña de caballo. Cabalgó durante tres días y tres noches sin descanso.
Algunos fieles le aconsejaron que reuniera un nuevo ejército para contraatacar o bien se embarcara rumbo a Francia, desde donde podría volver algún día con refuerzos para recuperar su trono. Sin embargo, incomprensiblemente, la reina escocesa optó por cruzar la frontera entre Escocia e Inglaterra y pedir ayuda a su prima Isabel I, sin sospechar que se estaba metiendo en la boca del lobo. Apenas cruzó la frontera, fue hecha prisionera bajo la acusación de complicidad en el asesinato de Darnley.
LA EJECUCIÓN DE MARÍA ESTUARDO
María Estuardo, en su confinamiento en el castillo de Fotheringhay, recibió la noticia de que había sido declarada culpable y condenada a muerte con absoluta calma. Replicó con gran dignidad y sin mostrar ninguna emoción: "Os agradezco esta buena nueva. Me haréis un gran bien al retirarme de este mundo del que me alegro mucho de salir ”. Aludió a su calidad de reina y a su sangre real, añadiendo que, a pesar de ello, “ sólo tristeza he tenido durante toda mi vida”, y diciendo que le llenaba de alegría tener al fin la oportunidad de derramar su sangre por la Iglesia Católica.
La reina de Escocia puso entonces su mano sobre el Nuevo Testamento, que era la versión católica de la Biblia, y solemnemente se proclamó inocente de todos los crímenes que se le imputaban. Le ofrecieron a continuación los servicios de un deán protestante para ayudarla a prepararse para su fin y eliminar de su mente los desatinos y abominaciones del Papismo. María pidió su propio capellán para preparar su alma pero se lo negaron de plano. Todas las peticiones que formuló le fueron denegadas.
Por Ardell Morton
Repartió el dinero que le quedaba en pequeñas porciones y lo guardó en paquetes, en cada uno de los cuales escribió por sí misma el nombre del sirviente a quien iba destinado. De sus pertenencias, apartó varios recuerdos para personas reales y parientes suyos del extranjero. Dejó emotivas cartas de despedida para sus amigos en el extranjero que habían hecho tanto por salvar su vida. Entre ellos al embajador español:“ Muero por una buena causa, satisfecha de haber cumplido con mi deber (…). Aceptad de mi parte como símbolo de mi agradecimiento esta joya que os envío. Es un diamante, por el cual siento un gran cariño por ser con el que el último duque de Norfolk me hizo su juramento de casarse conmigo y que lo he llevado siempre encima desde entonces ”. Este anillo fue enviado por el embajador Mendoza al rey Felipe II, quien lo guardó en El Escorial a la espera de que algún día se convirtiera en la reliquia de una reina mártir.
Redactó un cuidadoso testamento en el que pedía que se celebraran en Francia misas de réquiem y establecía minuciosas disposiciones financieras en beneficio de sus servidores. Aparte de eso, había legados caritativos en favor de los niños pobres y los frailes de Reims, e instrucciones de que su carruaje se utilizara para transportar a sus mujeres a Londres, donde se podrían vender los caballos para sufragar sus gastos, lo mismo que sus muebles, a fin de que pudieran pagarse el regreso a sus países de origen.
Durante toda la noche, llegaba el ruido de martillazos desde el gran salón donde estaba siendo erigido el cadalso. Se oían las botas de los soldados resonando incesantemente ante la habitación de la reina, pues su carcelero Paulet les había ordenado que ejercieran especial vigilancia en aquellas últimas horas, no fuera que su víctima lograra escapar al final. La reina yacía en su cama sin dormir, con los ojos cerrados y una sombra de sonrisa en el rostro. Así transcurrió la breve noche. A las seis, mucho antes de que apuntara el alba, la reina se levantó, entregó el testamento, distribuyó sus bolsas y dio a las mujeres un abrazo de despedida. A los hombres les dio a besar su mano. Luego, entró en su pequeño oratorio y rezó a solas. Estaba sumamente pálida pero muy tranquila. Le dieron un poco de pan y vino para que mantuviera sus fuerzas.
El día amaneció claro y soleado. Entre las ocho y las nueve, sonó un fuerte golpe en la puerta y un mensajero gritó desde el otro lado que los Lores estaban esperando a la reina. María pidió unos momentos para terminar sus oraciones, lo que produjo en los Lores que se encontraban afuera el temor a una resistencia en el último instante. Incapaces de creer en el valor de su cautiva, habían dado crédito a los informes según los cuales la reina de Escocia había dicho que no iría voluntariamente hasta el tajo sino que tendría que ser arrastrada hasta él. Pero cuando el alguacil mayor de Northampton entró en la estancia, encontró a María serenamente arrodillada en oración ante el crucifijo que pendía sobre el altar. Su criado llevó ante ella este crucifijo mientras era escoltada hasta el gran salón, situado en la planta baja del castillo. Se había instalado un estrado de madera donde estaba colocado el tajo, así como un pequeño escabel almohadillado para que la reina se sentara en él mientras se la desnudaba. Ya estaba allí la gran hacha, como las que se usan para cortar leña.
La reina hizo su entrada en el gran salón en medio de un absoluto silencio. Según una versión, el número de espectadores allí congregados para presenciar la ejecución era trescientos. Vestida enteramente de negro, salvo por el largo velo ribeteado de encaje que caía a su espalda hasta el suelo y la rígida y picuda toca blanca, avanzó impasible hacia el estrado caminando con inmensa dignidad. Sostenía en una mano un crucifijo y un devocionario, y dos rosarios colgaban de su cintura. En torno al cuello llevaba una cadena de hierbas aromáticas y un Agnus Dei. Una gran hoguera se había encendido en la chimenea para combatir el frío del gran salón.
Una vez subidos los tres peldaños del estrado, la reina escuchó pacientemente mientras se daba lectura al mandamiento de su ejecución. Su expresión se mantenía inalterable. Manifestó su primer signo de emoción cuando el deán de Peterborough se adelantó y se dispusó a arengar a la reina conforme a los ritos de la religión protestante. "Señor deán - dijo la reina con firmeza- estoy arraigada en la antigua religión católica romana y dispuesta a verter mi sangre en su defensa". Dos condes llamados Shrewsbury y Kent la exhortaron a que le escuchase e, incluso, ofrecieron rezar con la reina, pero María rechazó con decisión todas estas propuestas: "Si rezáis conmigo, Milores, os lo agradeceré, pero no me uniré en la oración, pues vos y yo no somos de una misma religión". Y, cuando el deán, atendiendo la indicación de los condes, se arrodilló finalmente en los escalones del cadalso y empezó a rezar en voz alta, María no le prestó atención, sino que se volvió y comenzó a rezar en latín en su propio devocionario, deslizándose de su escabel en medio de estas oraciones hasta quedar postrada de hinojos.
Cuando el deán hubo terminado al fin, la reina cambió sus oraciones y empezó a rezar en inglés por la Iglesia Católica inglesa, por su hijo y por la reina Isabel, para que pudiera servir a Dios en los años venideros. Kent le reprochó: "Señora, instalad a Jesucristo en vuestro corazón y abandonad esas falsedades". Pero la reina continuó orando, pidiendo a Dios que no descargara su ira sobre Inglaterra e invocando a los santos para que intercediesen por ella. Besó el crucifijo que sostenía y, santiguándose, terminó: "Así como tus brazos se extendieron aquí, en la Cruz, así, oh Jesús, recíbeme en tus brazos de misericordia y perdóname todos mis pecados".
Cuando las oraciones de la reina hubieron terminado, los verdugos le pidieron, como era costumbre, que los perdonara de antemano por causarle la muerte. María respondió al punto: "Os perdono de todo corazón, pues espero que ahora pondréis fin a todos mis pesares". Luego, los verdugos, ayudados por Jane Kennedy y Elizabeth Curle, dos damas de la reina, la ayudaron a desvestirse. Despojada de su vestido negro quedó con su saya roja y se vio que sobre ella llevaba un corpiño de satén rojo, adornado con encajes y escotado por la espalda. Pero era un rojo oscuro, una especie de marrón carmesí, no escarlata como se ha sugerido a veces. Una de sus damas le entregó un par de guantes rojos. Y fue así, vestida de rojo, el color de la sangre y el color litúrgico del martirio en la Iglesia Católica, como murió la reina de Escocia.
Conforme a la costumbre, los verdugos extendieron las manos para coger los ornamentos de la reina, que eran para ellos. Cuando tocaron el largo rosario de oro, Jane Kennedy protestó. Este rosario estaba destinado a la amiga de la reina, Ana Dacres. La propia María intervino y dijo que el verdugo Bull sería compensado con dinero en su lugar, y la misma promesa hubo de hacerse con respecto al Agnus Dei. Pero era notable que, mientras sus pertenencias le eran arrebatadas, la reina ni lloró ni cambio su tranquila y casi feliz expresión. Conservó, incluso, su serenidad lo bastante como para decir refiriéndose a los verdugos, que nunca había tenido tan eficaces ayudas de cámara.
Fueron las damas de la reina quienes no pudieron contener sus lamentos. Mientras lloraban, se santiguaban y murmuraban trozos de oraciones latinas. Finalmente, la reina tuvo que volverse hacia ellas y, recordando su promesa a Shrewsbury de que no llorarían ruidosamente si se les permitía estar en el salón, las amonestó suavemente en francés:Ne crie point pour moi. J'ai promis pour vous ... Una vez más, les pidió que no se entristecieran, sino que se alegrasen, pues pronto iban a contemplar el fin de todas sus penalidades. Volviéndose hacia sus criados varones, que estaban sentados en un banco cerca del cadalso, corriéndoles las lágrimas por el rostro y rezando en francés, escocés y latín mientras se santiguaban sin cesar, les dijo que se consolaran, al tiempo que les dirigía una sonrisa para tranquilizarles. Pidió también a aquellos hombres que rogaran por ella hasta el último instante.
Había llegado el momento de que Jane Kennedy vendara los ojos de la reina con el paño blanco bordado de oro que la propia María había elegido para ese fin la noche anterior. La dama de la reina besó primero el paño y, luego, lo arrolló en torno a los ojos de su señora y por encima de su cabeza, de modo que sus cabellos quedaron cubiertos como por un turbante blanco y sólo el cuello quedó completamente desnudo. Las dos mujeres se retiraron entonces del estrado. María Estuardo, sin la más mínima señal de miedo, se arrodilló una vez más en el cojín situado ante el tajo. Recitó en voz alta, en latín, el salmoIn Te Domino confido, non confundat in aeternum, y luego, buscando a tientas el tajo apoyó en él la cabeza poniendo cuidadosamente la mejilla con las dos manos, de tal modo que, si uno de los verdugos no se las hubiera retirado, habrían quedado directamente en la trayectoria del hacha.
La reina extendió los brazos y las piernas y después exclamó: “En tus manos, oh señor, encomiendo mi espíritu”. Invocación que repitió tres o cuatro veces. Mientras la reina permanecía allí tendida, completamente inmóvil, el ayudante de Bull puso la mano sobre su cuerpo, a fin de afianzarlo para el terrible hachazo. Aun así, el verdugo no acertó el cuello en el primer golpe y dio en la nuca. Los labios de la reina se movieron y sus sirvientes creyeron oír que susurraba las palabras: “Buen Jesús”. El segundo golpe seccionó el cuello a excepción de un pequeño tendón, que fue cortado utilizando el hacha a manera de sierra. Eran las diez de la mañana del miércoles 8 de febrero de 1587, tenía la reina de Escocia cuarenta y cuatro años.
En el gran salón, ante los espantados ojos de la multitud, el verdugo levantó en alto la cabeza de María Estuardo al tiempo que gritaba: “Dios salve a la reina”. Los labios se movían aún y continuaron haciéndolo durante un cuarto de hora después de la muerte. Pero en este momento se produjo un impresionante y espectral espectáculo: las pardorrojizas trenzas se separaron del cráneo y la cabeza cayó al suelo. María se había puesto una peluca que ocultaba sus cortos cabellos grises. El deán de Peterborough clamó con potente voz: “Así perezcan todos los enemigos de la reina” y Kent, en pie junto al cadáver, repitió como un eco: “Tal sea el fin de todos los enemigos de la reina y del Evangelio”. Pero Shrewsbury no podía hablar y tenía el rostro cubierto de lágrimas.
Llegó el momento para los verdugos de despojar al cuerpo de todos sus ornamentos antes de entregárselo a los embalsamadores. Pero, en este punto, se descubrió un extraño y patético homenaje a aquella devoción que María Estuardo había despertado siempre en quienes la conocían íntimamente. Su perrillo faldero, un terrier Skye, que había logrado acompañarla al salón escondido bajo sus largas faldas, había salido de entre sus sayas y, en su pena, se había instalado lastimeramente junto a la cercenada cabeza y los hombros. No se le podía ahuyentar, pues obstinada y ciegamente se aferraba a la única cosa que podía encontrar en el salón que todavía le recordaba a su ama muerta.
Parecía que en Fotheringhay se había producido un asesinato. Las sollozantes mujeres del salón fueron expulsadas y encerradas en sus habitaciones. Se cerraron con llave las puertas del castillo para que nadie pudiera salir y comunicar la noticia al mundo exterior. El cadáver fue depositado sin ninguna ceremonia en la sala de audiencias e incluso el cuerpo permaneció envuelto en la tosca funda de lana de su propia mesa de billar. El tajo manchado de sangre fue quemado. Toda partícula de ropa u objeto de devoción que pudiera ser relacionado con la reina de Escocia fue quemado, fregado o lavado, a fin de que no quedara ni rastro de su sangre que pudiera constituir una sagrada reliquia en el futuro. El perrillo fue lavado una y otra vez, aunque a partir de entonces se negó a comer y murió. A los verdugos no se les permitió quedarse con los objetos por los que habían luchado, ya que los custodios los confiscaron y los sustituyeron por dinero.
Hacia las cuatro de la tarde, al cadáver se le extrajeron sus órganos, incluyendo el corazón, los cuales fueron entregados al alguacil mayor que los hizo enterrar en secreto en el castillo de Fotheringhay. Jamás se reveló el lugar exacto. El médico llegado de Stamford examinó el cuerpo antes de embalsamarlo con la ayuda de otros dos médicos. Encontró el corazón en buen estado, y la salud del cuerpo y de los demás órganos, aparte de una ligera cantidad de agua, no tan desmejorada como para justificar el pronóstico de Cecil de que la reina habría muerto de todas formas. El cadáver fue luego envuelto en un sudario de cera e introducido en un pesado ataúd de plomo por orden expresa de Walshingham.
Tumba de María de Escocia en la Abadía de Westminster, Londres.
María Estuardo fue sepultada inicialmente en la catedral de Peterborough, en donde se encuentra la tumba de otra reina desdichada, Catalina de Aragón. En 1612 los restos de la reina de Escocia fueron exhumados por orden de su hijo el rey Jacobo I de Inglaterra, para ser enterrada en la abadía de Westminster en un monumento funerario tallado en mármol obra del escultor real Cornelius Cure. Permanece allí, a solamente 9 metros del sepulcro de su prima segunda Isabel Tudor. La permanencia durante veinticinco años en la catedral de Peterborough del cuerpo de María Estuardo, está señalada por una lápida existente en la columna contigua y frente a ella penden dos banderas escocesas, colocadas allí en 1920 por la Peterborough Caledonian Society.