Poco importaba tener que levantarse de madrugada para meterse en el coche y emprender el largo viaje, que duraría aproximadamente doce horas. Somnolienta, pero con una inmensa alegría esperaba ansiosa llegar a destino. No le agradaba el olor del interior del coche, se mareaba y le hacía sentirse mal. Y no ayudaba demasiado el hecho de tener que viajar tumbada en horizontal sobre el asiento trasero del vehículo, donde mágicamente su padre había improvisado algo parecido a una cama de verdad. Maletas y bolsas repletas de cosas daban soporte y rellenaban el vacío del habitáculo trasero. A medida que dejaban atrás la ciudad, ella hacía lo imposible para conciliar el sueño interrumpido en la madrugada. Junto a su hermana mayor, con la que compartía ese reducido espacio, intentaba acomodarse sin hallar la postura.
No estaba segura si conseguiría dormirse profundamente, lo que sí sabía es que casi siempre despertaba una vez alcanzaban Lérida. Aquélla ciudad era la primera parada donde habitualmente desayunaban y aprovechaban para deleitarse con unas peras alimonadas que les ofrecían los numerosos árboles frutales de la comarca. Aquellos manjares serían suficientes hasta llegar a la próxima ciudad, Zaragoza, que sería la segunda parada de descanso en el largo trayecto. El sitio de la comida tenía lugar en algún punto entre Zaragoza y Soria. En un recodo del camino, mantel a cuadros, tortillas, lomo rebozado y algo de vino se dibujaban en campo abierto.
Camino Soria!...Ya estaban más cerca. Aquella impaciencia se le antojaba como el mejor de los regalos que la vida podía ofrecerle. Se sentía viva, llena de júbilo, emocionada por lo que le esperaba, ansiosa y divertida aunque con un trasfondo de temor, algo intangible, sin razón aparente, que no entendía bien por qué sucedía y que era muy contrario al resto de las sensaciones.
Y de Soria, una eternidad hasta llegar a Gumiel de Mercado, provincia de Burgos, donde les esperaban otros familiares para merendar. Le agradaba reunirse y compartir aquéllos momentos junto a ellos, pero lo que deseaba realmente era llegar a su principal destino, llegar de una vez al pueblo, y algo le decía que aún quedaba un largo trecho. Cuando por fin reiniciaban el viaje, ella ya estaba a punto de estallar, presa de la emoción que le invadía, el corazón palpitante… las ganas certeras del que corre en la dirección correcta, esa dirección que le hará feliz, que la izará hasta más allá de las nubes… Poco a poco salvaban la distancia, hasta que de forma inesperada, cuando empezaba a desesperar distinguía a lo lejos el letrero en la carretera donde se leía: Castroverde de Cerrato… Ese instante donde aparecía ese agitado cosquilleo en la boca del estómago, no tenía parangón con nada que ella hubiese sentido jamás. Despacio, muy lentamente, el automóvil viraba a la derecha apenas entrar en el pueblo, cruzando así el denominado trinquete y dibujándose ante ellos la majestuosa iglesia. Estacionaban junto a los muros de ésta, desde donde ya podían ver la casa de la abuela. Allí, en la misma puerta, aguardaban sentados e impacientes, desde hacía horas, todos los miembros de la familia: abuela, tíos y primas. Caritas sonrientes aparecían ante los ojos de ella, donde parecía brillar pequeñas gotas de agua de las lágrimas que afloraban tímidamente. Multitud de sensaciones y emociones se adueñaban de su alma, aquél olor a tierra, la brisa del verano, el perfume, casi sensual, exclusivo de ese pueblo, el oro amarillo que reflejaban los campos de trigo, la calma, la paz del que sabe que ha llegado a casa…
Publicado por Montse Gómez Alonso el 26 de enero de 2012 a las 10:00pm