Mesa Lectura de Primavera 2022

Cuento

TRAICIÓN FAMILIAR


Mi espada sobre el cuello de mi padre. Él reía felicitándome, pues era muy bueno en la lucha cuerpo a cuerpo. Le di la mano para levantarse y regresamos al castillo de Nottingham, donde estábamos vacacionando. Ahí nos esperaban mi madre y mis hermanos para desayunar. Pero nos interrumpió un mensajero que debía hablar con mi padre.

Cuando terminaron, continuamos a la mesa, pero esta vez estaba el ambiente muy tenso, hasta que le pregunté:

–Padre, ¿hay algún problema?

–No, no hay ninguno –me contestó.

Se levantó bruscamente y un poco apresurado, dirigiéndose casi corriendo a la corte, donde azotó muy fuerte la puerta. Mi madre lo siguió para conversar con él. Mis hermanos se fueron también a sus habitaciones y yo me quedé solo de nuevo.

Ayudé a levantar un poco la mesa. Al terminar, bebí una taza de café y di un paseo por el castillo. Me gustaba tomar la ruta panorámica hacia mi pieza.

Abrí la puerta y me senté en una silla, cerca de la ventana, cuando pude ver a un joven escondido entre los árboles. La curiosidad me incitó tanto que me cambié para pasar desapercibido y sigiloso salí del castillo. Cuando llegué, el chico estaba siendo arrestado por unos guardias. Quería ayudarlo, pero si lo hacía me reconocerían. Para mi sorpresa, sabía defenderse. Sin embargo, cuando me vio detrás se asustó, así que los guardias también voltearon. Pareció que mi intento de pasar desapercibido funcionó, pues creyeron que estaba con él.

Uno de ellos tomó su arma y me apuntó. Me sentía tan asustado que no me podía mover. De repente, sentí que el chico me agarró la mano y me jaló. Salimos corriendo hasta que perdimos a los guardias.

–Mi nombre es Aland –me extendió la mano amistosamente.

–Robert –le contesté.

–No eres de por aquí. ¿Qué andas haciendo?

–Sinceramente, no lo sé.

Muchas personas corrían a la plaza, así que Aland y yo nos escondimos entre la multitud para ver qué pasaba. Era el mensajero que había conversado con mi padre en la mañana. Resumiendo, el comunicado decía que el reino ahora sería una monarquía absoluta, lo cual causó el descontento de muchos, si no era que de todos, incluido Aland. Su rostro lo decía todo.

Después de una pequeña charla, él me contó que mi familia les había quitado sus posesiones, a pesar de siempre haber cumplido con los impuestos. Me dijo que un día habían llegado desalojándolos y, como todos se oponían, los mataron. Cuando le pregunté cómo él había logrado vivir solo, no me contestó y se despidió.

Unos días ya habían pasado desde el encuentro cuando el chico volvió a aquel bosque, pero esa vez parecía estar buscando algo. Después vi cómo con un mecanismo podía abrir lo que parecía ser… ¿una puerta? Sin dudarlo, fui a seguirlo; por poco los guardias me vieron al salir del castillo.

Después de mucho pensar, logré abrir lo que parecía ser la entrada a una cueva. Me introduje sin mucho cuidado y al fondo alcancé a ver una luz. Me acerqué y presencié lo que al parecer era una reunión. Me quedé detrás de la pared escuchando lo que decían.

–¿Supieron de la ridiculez que está a punto de hacer el rey? –decía un joven, aparentemente de mi edad.

–No sabe con quienes se está metiendo –le contestó otro joven. Este era menos alto que el primero, pero parecía que entrenaba, y mucho.

–Pero tomará nuestra base. ¡Debemos actuar rápido! –dijo Aland.

Me puse a pensar en todo lo que había hecho mi padre. Nunca supuse que era bueno, solo hacía lo que debía para que nosotros estuviéramos bien. Pero, ¿a costa de otros?

–Yo los ayudaré –les dije en voz alta. Si no hubiera sido por Aland ya no estaría explorando.

Después de una discusión –un poco larga, he de decir– logramos hacer un plan para terminar con la monarquía; claro, sin hacerles daño. Me dolía tener que terminar con nuestros lujos, pero así debía ser.

Un estruendo sonó en la entrada de la cueva. Los jóvenes ya se imaginaban lo que pasaba, pero a mí nunca se me ocurrió que podrían haberme seguido. Las cosas caían por todos lados. Nos arrestaron a los cuatro y nos llevaron frente al rey.

–Hijo mío, ¿qué estás haciendo? Sabes lo mucho que trabajé para… –hablaba de lo tanto que me había dado y lo mucho que me quería, pero yo sabía que sólo sería una pieza más de su ajedrez. No le contesté, ni siquiera lo miré. Mi rostro demostraba vergüenza, vergüenza de haber sido parte de ese abuso.

A todos los llevaron al calabozo, pero a mí me condujeron con el herrero. Por alguna razón en el fuego había un fierro para marcar ganado, pero nosotros no teníamos animales. Mi padre entró al lugar, me miraba con desprecio.

–Hijo mío, lamento que las cosas debieron ser así. Tú siempre fuiste diferente a tus hermanos, por eso nunca debiste salir. Pero esta es una marca que tendrás toda tu vida. Después recapacita y dime qué harás.

Me pusieron de espaldas a él, pero por el rabillo del ojo pude ver cómo tomaba el fierro con cuidado. Sabía lo que haría.

Yo gritaba y lloraba por piedad, pero en realidad ya no quería nada con él. ¿Cómo un padre podía hacerle eso a su hijo?

–Y ahora, ¿qué harás, hijo mío? Toma la mejor decisión y tú sabes bien cuál es.

–¡Yo jamás volveré contigo y tu monarquía abusiva! –le grité y le escupí en la cara.

–¡Bien! ¡Terminarás como tus amigos!

Me regresaron a la celda, muy adolorido, donde esperaríamos el fin de nuestros días.

No tardó ni un día más. A la madrugada siguiente, la inquisición ya nos había condenado a muerte, por brujería, traición a Dios y al pueblo. Pero no teníamos miedo; todos nosotros éramos iguales, sabíamos que volveríamos.

La hoguera estaba ya preparada. Morimos frente a todo el pueblo. Al parecer nadie nos conocía, pues ni nos veían. Parece que nadie nunca supo de mi existencia. Después entendí por qué: me habías escondido y nunca hubo ningún registro mío. Parece que me tenías miedo, porque sabías que algún día me enfrentaría a la injusticia, porque sabías que mis heridas se curaban solas, porque yo soy inmortal. Lograste detenerme, pero solo por unos minutos.

Y ahora, henos aquí, nueve años después, con mi espada en tu cuello, como cuando era niño.

Es hora de decirte adiós, Carlos I de Inglaterra. No te preocupes por tu hermosa corona. Yo mismo me encargaré de que se destruya.


Cuarto semestre de preparatoria