Concurso de Narrativa 2022

Primer lugar en el género de ficción narrativa

de la categoría B

(Alumnos de la Escuela Preparatoria)

IDENTIDAD INCÓGNITA


Conversaciones ajenas inundaban mis oídos, escuchándose en un segundo plano que no podía percibir. Mi cabeza parecía una bomba de tiempo que estallaría de dolor. El lugar se encontraba completamente vacío; con la clara excepción de mi amiga y yo, que aguardábamos pacientemente, en una de las bancas sobre el andén, la llegada del tren de las seis de la tarde.

Al fondo se podía oír el ligero traqueteo del ferrocarril que se acercaba a toda velocidad a la estación. El silbido de la máquina se volvía más fuerte.

Samantha me pegó dócilmente en el hombro para abordar el convoy juntas, como todos los días. Tomé la mochila y saqué el boleto para, enseguida, encaminarme al interior del vagón… O al menos eso quería hacer cuando una punzada tormentosa golpeó mi frente. Terminé sentándome nuevamente por el mareo, siendo atendida por Samantha, que me miraba afligida.

—Oye, Caro, ¿estás bien? Te ves demasiado pálida —habló con claridad la pasiva y gentil voz que siempre aparecía cuando me hallaba mal.

—¡Oh, vamos —suspiró con desagrado una segunda presencia—, claro que está bien! Ella es la única que sale y hace lo que quiere, mientras nosotras quedamos en las sombras.

Las diferentes voces resonaban detrás de mí. El mal no cesaba y me impedían pararme. Sin notarlo, unos ríos de lágrimas amargas recorrieron mis coloradas mejillas. Constantemente, cuando ellas se acercaban (aunque nunca fui capaz de verlas), un imprescindible calvario me atormentaba; era horrible, aterrador e intrigante.

Eran ellas, mis delirios.

—¡Caro, Caro, Caro! ¡Contesta ya! ¿Qué te pasa, Caro…? —preguntó acongojada Samantha—. Piensa con claridad, Carolina. Es hora de partir.

Al fin, unas palabras claras venían a mí. La mirada desconsolada de mi amiga me rogaba que volviera en mí y se sujetaba a mi hombro con vigor. Sonará un poco raro, pero, gracias a eso evité perder la conciencia parcialmente como en otras ocasiones. Me recuperé y las dos salimos corriendo tras la locomotora, que apenas alcanzamos de suerte.

En casa todo parecía estar teñido bajo una profunda oscuridad como la que refleja el abismo de un océano. Era sorprendente la fría capa de soledad que rebosaba en mis diminutos hombros de quinceañera. Subí todo el camino hasta mi habitación, me paré cerca del espejo y solté un bramido desesperado.

Mis ojos, de color café oscuro, se tornaron cristalinos; mi cabello marrón, enmarañado por mis largos dedos. Me quité el abrigo de encima y toda la ropa del colegio, para vestirme de manera casual. Mi lívida tez comenzaba a tomar color carmín por el llanto frustrado.

No lo entendía y me desilusionaba lo complicada que se volvía mi mente. Además de la terrible sensación de sofoco que me entraba, me desmoronaba con otras personas y eso me volvía más miserable.

Harta de los pensamientos negativos, decidí mejor tomarme una larga siesta mientras mamá llegaba, para comenzar la cena juntas.

Cerré mis sentidos y me dejé guiar por Morfeo a un sueño interminable…

Las paredes se volvieron más extensas, asemejándose a un interminable laberinto. Con cada paso, todo me comenzaba a dar un aire de encierro. Yo yacía sola en aquel sitio, temblando de miedo. No era más que un pasillo con cuadros feos colgados, los cuales me traían una imagen conocida. El muro estaba teñido de rojo escarlata y la zona marcaba una densa capa de inseguridad. El pasadizo cruzaba con otros corredores cada cinco o diez metros de distancia, volviéndose muy difícil salir de aquella área extrañamente familiar.

Después de caminar un rato llegué a un punto sin retorno.

Delante de mí apreciaba un enorme reloj con un péndulo que colgaba del largo cuello de la estructura. Sus acabados de madera de roble me traían recuerdos que creía borrados; sabía que lo había visto antes, mas mi cabeza ignoraba dónde.

El tictac retumbaba por todos lados. El suplicio retornó a mi pecho en cuanto escuché la escabrosa melodía que producía dicho objeto con el segundero. Poniendo suma atención en la escena presente, las manecillas comenzaron a dar vueltas en el sentido contrario, como bucle. De pronto, caí al suelo con indisposición.

Una suave —y, en su defecto, fría— mano reposó en mi espalda como consuelo.

—Hay que salir de aquí. Coletas se acerca —comentó la apacible voz que me llamó en un comienzo en la estación del ferrocarril.

Miré hacia atrás de mi espalda con recelo, y sorprendentemente logré presenciar la silueta de aquel enigma parlante. La figura pertenecía a una mujer voluminosa vestida de negro y retinas lagrimosas. Era demasiado parecida a mi madre, diferenciándose por su forma de hablar. ¿Quién podría ser ella?, ¿qué hacía en mi sueño? Y, sobre todo, ¿por qué seguía siendo partícipe de mis pesadillas? Se suponía que el tratamiento que había recibido debió haberlas exterminado, pero, pese a eso, seguían aquí.

—¿Quién eres? ¿Quién es “Coletas”? —apenas conseguí articular con mi temblorosa boca.

—Toma. Hay que irnos. Coletas te está buscando —susurró una y otra vez, mientras intentaba tomar mi palma.

No quiero ir contigo. Ni te conozco…

—Coletas está furiosa, ¡hay que escapar de aquí! —insistió con un tono más imponente.

Moría de miedo al encontrarme sola en ese rincón, sin mencionar que era de las primeras veces que escuchaba a aquella chica gritar. Por ende, mi cuerpo, sin pensarlo, le ofreció la mano y la siguió.

¿Quién era ella?, ¿quién era Coletas?, me cuestioné a mí misma.

Rápidamente nos encontrábamos delante de un risco. El ambiente se volvió turbio y helado; presentía que algo iba mal.

Finalmente, fui libre de mirar la cara de Coletas; su aspecto tierno y sus iris llenos de vida indicaban que la chiquilla tenía unos ocho años de edad. Dejando eso de lado, en aspecto era idéntica a mí.

La abrasadora mirada de la niña me escrutaba bruscamente. Movía sus labios de forma arbitraria, mas me fue imposible escuchar lo que decía. La dama y la pequeña discutían con brío.

Las dos se me acercaron. Coletas venía hecha una furia, mientras la otra me miraba con pena. Desconocía lo que sucedía en mi entorno, aunque su semblante triste me señalaba que algo iba a pasarme eventualmente.

Traté de retroceder ante el inminente acercamiento de ellas. Para mi infortunio, no tenía a dónde huir. La infanta se colocó enfrente de mí para susurrar:

—Cobarde.

Tan rápido como se acercó, me empujó con tanto vigor que caí por un precipicio que ni siquiera había tenido la oportunidad de ver antes.

Me desperté de golpe, con el corazón en la garganta. Mis facciones se bañaban en sudor y mi pecho revoloteaba de arriba abajo.

Ellas habían vuelto para aterrarme, como solían hacerlo la mayoría de las veces. Estas chicas llevaban un buen rato intentando apoderarse de mí… Lo sé, suena irreal. Pero les juro que así lo percibo: ellas aparecen y utilizan mi cuerpo como les place.

El estruendoso golpe de la puerta principal gritó claramente la llegada de mamá y, sin mucho ánimo, me levanté para abrirle. Lo único que me disgustaba de esa sensación es que yo no manipulaba mis extremidades, solo veía borroso a mi alrededor. Bajé las extensas escaleras hasta toparme con ella y su nuevo novio. Ambos venían agitados, puesto que llegaban tarde (se suponía que estarían antes que yo en casa).

Mamá me abrazó e, increíblemente, mi cuerpo reaccionó de mala manera, empujándola al instante de forma violenta, algo que jamás haría por temor a ser castigada. Ellos me miraron con preocupación, en silencio.

—¿Por qué está él aquí? —expresaron mis labios con crueldad, a la par que contemplaba al hombre de pies a cabeza.

—¿Qué demonios te pasa, mocosa? ¡Respete a sus mayores! —rugió con desagrado el señor de cabellos largos hasta las orejas.

—¡Carolina!

Un corto circuito apareció en mi conciencia cuando recuperé la movilidad completa del cuerpo.

Yo, por mi parte, avergonzada de mi actitud, salí disparada a la planta superior, para esconderme detrás de unas toallas de baño que colgaban en el barandal. Me asomé por la barandilla y lo primero que pude observar a la distancia era el canalla del novio de mi madre.

¡Vaya que aborrecía a ese señor de cejas pobladas, cabellos grises y opacos! Odiaba su expresión, que me gritaba en silencio: “¡Qué niñata más maleducada!”. Sí, claro, me observaba como si yo tuviera la culpa de que mamá había rechazado casarse con él el año anterior (aunque su realidad era más desalentadora, puesto que mi madre amaba ligar con diferentes hombres desde que papá la había dejado por otra chica).

—Si tan sólo fueras lo suficientemente valiente para confesarle a mamá, ella respetaría que odias ver a ese hombre por acá —habló resentida Coletas.

Se sentó a mi lado, según pude sentir el rozar de nuestras manos; mas, cuando quise girarme para verla, desapareció.

“¿Y tú qué sabes?”, pensé con amargura.

—Lo sé, porque mamá insiste con que, si te molestan sus amoríos, se lo hagas saber —contestó mi pregunta como si estuviera leyendo mi mente.

Suspiré hundida en sus palabras. —No fastidies.

Salté de golpe en dirección a mi cuarto. Me negaba a escuchar sermones de ese familiar desconocido, jamás me lo permitiría a mí misma, por lo que preferí encerrarme a hacer mis deberes.

Los días siguientes asistí al instituto con regularidad. Salía con Samantha para distraerme y trataba de dibujar un poco, una de mis actividades favoritas en cualquier circunstancia. Y, por supuesto, en esas ocasiones tampoco era la excepción, sumergiéndome en mi mundo imaginario.

Me sentía en paz, tanto que involuntariamente soltaba mi sonrisa bobalicona. Eran puros garabatos y aun así estaba orgullosa de esos dibujos.

Mi corazón se enterneció por completo al ver mi nueva creación. Solté el lápiz y descansé un poco a causa de un escalofrío repentino que me recorrió la espalda. Al abrir los ojos de par en par, presencié un escrito en mi cuaderno, el cual no me pertenecía.

Extrañada, busqué a la persona que me había escrito el apunte del pizarrón, aunque la única cerca de mí era Samantha, y, para colmo, ella dormía. Pronto pensé en la posibilidad de que la canción de cuna que recitaba el maestro había causado la pérdida de memoria repentina. Para qué quejarse, si me convenía más tener ese apunte que tener cualquier dibujo.

En un intento de despertarme para evadir el regaño del profesor, le pedí que me permitiera salir al baño. Corrí para echarme agua en el rostro, que me ayudó a levantarme por completo. Me arreglé un poco el cabello desaliñado y, sin más, regresé al aula en silencio. El profesor de inglés ya se había ido cuando llegué al umbral de la puerta.

En nuestros pupitres en bina encontré a Samantha con un grupo de chicas; se veía furiosa mientras discutía con ellas. Por ende, decidí mantener la distancia un rato, hasta que ella me miró entre la multitud de niños que jugaban en la entrada. Al notarme, vino corriendo y tomó mi mano, a la par que me regalaba una sonrisa amigable para calmarme. No obstante, yo no era la que necesitaba estar tranquila, sino ella. Su expresión me anunciaba que ocupaba una pequeña charla para desahogar el coraje que habían provocado esas buscapleitos.

La saqué dispuesta a averiguar lo ocurrido con ella y esas muchachas, llevándola hasta el patio, para poder hablar en privado. Encontramos una banca y nos sentamos. Quedamos un rato viendo el cielo en espera de su señal para preguntarle qué había sucedido minutos atrás.

Samantha suspiró pesadamente, indicándome que ya podía indagar.

—¿Qué pasó con las mocosas esas?

—Si te soy sincera, te fastidiaban otra vez —habló secamente.

Sabía a qué se refería; las chamacas esas volvían a criticarme para molestar a Samantha.

—¿Ah, sí…?

—Sí, esas chicas son unas irrespetuosas con sus compañeros. Creo que sin ti me las habría agarrado a golpes —dijo, soltando largas bocanadas de aire, en un intento suyo de mantenerse serena.

—Sam… Dios mío. ¿Cuántas veces te tendré que decir que no te metas en problemas por mí? Tú sabes que solo lo hacen para provocarte. Ya ni siquiera lo hacen por mí.

Claro, sigues diciendo lo mismo, mientras ellas se la pasan alardeando sus tonterías a tus espaldas —rugió de la rabia Samantha—. Deberías defenderte.

¿Debería…? Sabes que no servirá de nada.

Finalmente, la chica de cabellos cortos de color rubio quemado e iris azulado comenzó a reírse a carcajadas, aligerando el ambiente para ambas. Aunque trataba de desoírlas, al final se volvía imposible ignorar los constantes abusos de mis compañeras. Se podría decir que era mi culpa, yo me había arrinconado a esa situación; desde muy pequeña mis incesantes cambios de actitud con mis compañeros habían terminado clasificándome como loca incalculable; por supuesto, nunca lo hice a propósito o siquiera era consciente de mis acciones.

Volvimos al salón de clases y pasamos el resto del día sin tocar ese tema de nuevo.

Pronto, el día cerró con broche de oro. Y nosotras, al fin, éramos libres de volver a nuestro hogar.

La rutina transcurrió sin percances. Caminamos a la plaza, en lo que esperábamos a que dieran las seis de la tarde para tomar el convoy e ir hasta la estación más cercana a nuestros domicilios. Fuimos a comer algo y a escondernos en un Starbucks, para resolver la tarea sin mayores percances. Justo al día siguiente tendríamos examen de inglés; por lo tanto, ambas necesitábamos estudiar para sacar buenas calificaciones.

Mientras Samantha fue a ordenar un chocolate para ambas, yo me quedé sacando nuestras laptops y cuadernos, para comenzar a estudiar por separado. Ella volvió con nuestro pedido.

Abrí mi libreta en una página aleatoria, para escribir una guía de puntos con los temas a estudiar. En las hojas miré un escrito misterioso; lo más raro era que la letra cursiva y pulcra no se acercaba para nada a mi modo de escribir.

La pequeña notita decía: “Deberías estar más atenta a clases”, “No te puedo escribir los apuntes a cada rato”, “Carolina; Caro, Lina. Me gusta tu nombre… Quisiera tener uno lindo también”. Pasmada, sujeté más libretas de mi mochila para revisar algo. Todas sin excepción contenían algo escrito para mí con esa letra hermosa.

Miré desconcertada a Samantha, preguntándole si ella había escrito esos singulares recados en mis cuadernos; y no, ella no podía haber sido. Descartando a Sam, me di cuenta de que nadie escribía así en mi salón. Y, por supuesto, yo tampoco había sido, porque mi letra, inclusive, era más fea de lo que me gusta admitir.

Intenté olvidar lo ocurrido; sin embargo, esta tampoco era una situación muy puntual. En realidad, ocurría seguido. Me pregunté si debía contestar los mensajes de aquella persona desconocida. Quería saber quién era y por qué me escribía en mis hojas sagradas de dibujo.

“¿Quién eres? ¿Por qué escribes en mis libretas? ¿Te conozco?”, escribí, para continuar estudiando.

Sin querer empecé a soñar con ese mismo espacio imaginario de días atrás (delante del reloj). Junto a mí, notaba la mirada de aburrimiento de Coletas.

Ambas aguardamos en silencio. El único ruido en la zona hacía tictac. La atmósfera que envolvía a mi miniyó me deprimía; parecía que sus emociones se transmitían directamente a mí, como si yo las hubiera vivido antes. Para mi sorpresa, no la descubrí en guardia y su carácter era blando, a comparación de veces anteriores.

Centré mi atención justo en el punto fijo que observaba Coletas con desinterés: el centro reloj. En ese espacio se presenciaba una “A” de Amelia. Ahora sí reconocía el lugar: nos encontrábamos en el domicilio de mi abuela, dentro, justo en la época en la que mamá y papá pasaron por un largo proceso de divorcio.

La chiquilla, aprisa, mostró unas sólidas lágrimas desconsoladas en sus mejillas rosadas. Y, seguido del lloriqueo, salió a todo galope en dirección contraria, para perderse en los largos pasillos. Sin pensar en las consecuencias, la seguí inmediatamente; después de todo, ella era una niña y me hubiera sentido culpable de que se perdiera en ese laberinto.

Yo me volví el persecutor, sin saberlo…

Mientras corría tras Coletas, me olvidé, sin querer, de mi amiga.

Al despertar, miré cómo Samantha y yo nos encontrábamos en espera del tren. Incrédula, esperé a que subiéramos a la máquina para pedirle que me explicara cómo había sido que estábamos en la central. En nuestros asientos le pregunté:

—¿Cuándo llegamos para acá?

—¿Cómo?

—Hace unos minutos dormía… y ahora estamos acá. ¿Cómo es posible, Sam?

—¡Si fuiste tú quién me recordó que debíamos irnos de vuelta a la estación, Caro! ¡No me asustes! —dijo entre risas, volviendo aún más pequeños sus ojos.

Me callé ante eso y reí con ella.

Al volver, mamá y yo preparamos la cena, como de costumbre; comimos y platicamos un poco. En la primera oportunidad escapé a mi habitación y busqué el cuaderno donde había escrito la nota para ver qué respuesta me había dado el desconocido, aunque me hacía la idea de quién era.

Efectivamente, como había creído, la respuesta había llegado como deseaba: “Quiero que me notes más, por eso escribo en tus libretas. Y sí te conozco, somos la misma persona. P. d. Amo vestir de negro”.

Tomé un lápiz y contesté: “¿Querías tener un nombre? Creo que Zaya te quedaría espectacular.”

Mi madre comenzaba a llamar mi nombre para partir rumbo al consultorio; por ende, dejé el lápiz y el libro sobre el escritorio, abierto, para cuando la chica volviera a tomarlo pudiera responderme lo antes posible. Corrí en dirección a la voz de mamá y partimos.

Desde el divorcio de mis padres, mi madre insistía en que debía asistir hasta que descartaran la posibilidad de tener… ¿cómo se llamaba…? ¡Oh, claro!: trastorno de identidad disociativo, también conocido como TID. Iban tres psicólogos que decían que padezco eso, aunque en realidad nunca me habían explicado nada de lo que es; sólo se lo decían a mamá y ella se veía preocupada por ello. Yo suponía que realmente me afectaba en algo.

Dejé de hablarle al psicólogo sobre mis inseguridades, indispuesta a soportar la rutina; detestaba asistir cada semana con él y que pasara de darme un diagnóstico era molesto. Ese día tampoco cambié mucho mi hostilidad ante el pobre muchacho que me atendía. La consulta terminó y regresamos como si nada hubiera pasado.

Al llegar a casa, troté por las escaleras y me acosté en la cama, mientras escuchaba música.

De pronto, perdí la noción del tiempo y la una de la mañana arribó sin aviso.

Apagué el teléfono, lista para dormir, no sin antes echar un vistazo en busca de notas nuevas. La respuesta, para mi fortuna, esperaba por mí:

“¡Suena adorable, me encanta!”.

“Sabía que te gustaría. Ahora, por favor, explícame. ¿Cómo sabes que somos la misma persona?”, escribí por último, para irme a dormir.

“Deberías aceptar la ayuda del especialista. Puedes preguntarle a él”, me respondió Zaya al día siguiente.

Durante clases, escribí en la libreta: “¿Y si se lo guarda para él?”.

“¿Cómo crees que me enteré de eso?”.

Me limité de contestar las notas.

Podía ser que ella tuviera razón, mas quería consultarlo con Samantha antes que nadie. Por desgracia, la oportunidad para hablarlo nunca llegó.

En el café internet me puse a investigar sobre el trastorno que me había diagnosticado el viejo psicólogo. Encontré miles de páginas que hablaban sobre eso, aunque me era irracional lo que decían los sitios webs. Suspiré destrozada por el cansancio.

Samantha me vio con recelo y se puso encima de mí para ver qué investigaba.

—¿Por qué investigas sobre el TID? No tenemos ningún trabajo de investigación que yo sepa… ¡dime que lo haces por tu cuenta! —exclamó, con la boca en el piso.

—Es algo que investigo por mí misma. Tranquila.

Por fin, el momento indicado se volvía presente.

—¿Para qué?

—Quiero entender mejor lo que me sucede. Necesito entender por qué soy inestable.

—¿Es el trastorno que te diagnosticaron?

Asentí, con la mirada gacha y los mofletes rojos por la vergüenza.

—Quiero comprender quién soy… o quiénes somos.

—Entiendo. ¿Le preguntaste a tu madre?

—Imposible…

—Ella lo comprende mejor que tú. Creo que deberías preguntarle qué sucedió.

Dejamos de conversar después de eso. Tomamos nuestras bebidas y nos separamos para ir a nuestras casas.

Abracé a mamá en cuanto llegué.

De repente, mi pecho ardía y experimenté un mareo; quería llorar, pero no era de tristeza. Al escuchar los dulces latidos de mi madre en mi rostro solté una sonrisa inconsciente. Finalmente solté todo mi sentir.

La situación terminó volviéndose incómoda para aquel viejo desagradable; por ende, terminó yéndose. Una vez solas, fui capaz de expresarme correctamente.

Le pregunté sobre qué nos sucedía, quería estar al tanto de todo. Para mi suerte, me dijo exactamente lo que buscaba.

Sí, padecía de TID desde los ocho años, tras la agresión sexual que había sufrido de mi padre. Ahí, la verdadera razón de su divorcio a temprana edad mía, aunque ella se negaba a aceptarlo hasta que pasara esta última prueba con el nuevo psicólogo.

Ahora yo comprendía por qué se me hacía familiar aquel lugar en mi imaginación: mamá me había mandado inmediatamente a casa de la abuela tras esos horripilantes acontecimientos. Era por eso que extraviaba fragmentos de recuerdos de mi vida diaria y de mi pasado. Quedé atrapada en mi yo anterior, la persecutora, y creé una figura protectora para evitar más daño.

Dos meses transcurrieron hasta que recibí mi cuarto, y último, diagnóstico: tenemos trastorno de identidad disociativo.

Aún recuerdo nuestro comienzo con aquel señor que nos ayudó a eliminar la incógnita de nuestra vida.

Sentada en el sofá, y él en su escritorio, le platicaba de cierta maldición que bloqueaba la visión de otros para que vieran lo que realmente sufría: no entendía nada, olvidaba cosas, los dolores de cabeza comunes, etcétera. Y le presentaba a mis pesadillas —o, mejor dicho personalidades—, Zaya y Coletas.

Zaya, una dama de negro que me daba consuelo durante las constantes angustias que me provocaba Coletas, esa chiquilla temperamental que ama provocar escándalos y jugar conmigo hasta hacerme llorar.

"Gran manejo de las estructuras narrativas, buen ritmo, gran vocabulario y gran cierre".

Daniela Villarreal Grave, integrante del Honorable Jurado Calificador


Sexto semestre de preparatoria