Concurso de Escritores 2022

Participación en el género de cuento

DETRÁS DEL CUENTO


Vanya Paola Rodríguez Cota

Eres una inútíl”, fueron las palabras que mi familia me dijo antes de ver mi gran logro y, claro, haber muerto quemados.

Años antes empezó, cuando era pequeña y mi papá me hizo ir a esa ostentosa biblioteca.

–No hagas alboroto, Mara. Ya tenemos suficiente con tu cabello blanco –advirtió malhumorado. Pero tenía razón: mi cabello ahí ya era forma de llamar la atención de las demás personas, lo cual llegaba a ser molesto.

Vivíamos en un pueblito, así que no había mucho que ver en él. Pero cuando entré a la biblioteca quedé maravillada. ¡Era algo magnífico! (pero eso lo reconocí años después). Empecé a ver las grandes pinturas, como si estuviera en un cuento de fantasía, acompañadas de libros, los cuales eran encantadores, y sentía cómo me surgía una sed por leerlos y saber cuál era su historia oculta, conocer a sus autores y apreciar su arte.

–¡Mara! ¡Ni se te ocurra traer otro libro que no sean esas enciclopedias! ¡Es más: como sé que eres una tonta y harás todo mal, déjame ir por él! ¡Aquí espérame!

No era algo deleitable para mí leer enciclopedias. En cambio, me fui a recorrer los libros para ver cuál llamaba más mi atención, cuando uno reflejó un polvo amarillo que emergía de él. Inmediatamente me dio curiosidad y me lo llevé, a escondidas, claro.

Pasé la noche entera leyéndolo, fascinada por todos los mundos y todas las criaturas que había entre sus páginas. Al día siguiente lo continué, porque era tan inmenso como mis ganas de leerlo.

Después de tres largos días lo acabé. Mis ojeras estaban al borde de colapsar, lo cual no pudo engañar a mis papás y terminaron quitándomelo.

Como siempre, encontré la manera de solucionarlo, no de la mejor forma, pero lo hice: esperando a que se durmieran para tomarlo.

Pasó un tiempo y al fin me dejaron tenerlo. Día y noche estaba metida en ese libro. Perdí amigos, descuidé calificaciones, me descuidé a mí misma, pero lo único que me importaba en ese entonces era leerlo.

Cuando cumplí catorce años la escuela me golpeó con las materias que había reprobado. Fue como si alguien cambiara el sistema dentro de mí y mi enfoque en los estudios.

Empecé a mejorar académicamente, gané torneos, medallas. La gente, por primera vez en mi vida, estaba orgullosa de mí; tenía el respeto de todos, incluida mi familia, y mi obsesión por aquel libro cada vez fue disminuyendo más y más, como una paleta de hielo que se derrite al calor del sol.

El tiempo se fue muy rápido y en un abrir y cerrar de ojos ya tenía diecisiete años. Lo único que había hecho era ganar torneos, lo que me llevó a representar a mi estado en un concurso matemático.

Entré al salón con luces radiantes en el que tenía que participar. Había un hedor, al que, para ser sincera, no le puse mucha atención. Lo único por lo que vivía era ganar experiencia; con eso, conseguir trabajo y largarme de la casa de las personas que se hacían llamar familia.

Cinco minutos antes de empezar el concurso sentí mucha comezón, tanto en la cara hasta por las piernas. Todo era por los nervios, ¿no?

–Mara Victoria Delamare.

Suspiré y sonreí al público, transmitiendo confianza y seguridad, cuando de repente la puerta del auditorio se abrió.

–¡Salgan rápido de aquí! ¡Hay una fuga de gas! –gritó un bombero.

Todos se alarmaron, gritando, corriendo, haciendo todo lo posible para escapar de ahí, mientras que yo… yo solo pensaba con desesperación cómo una fuga de gas había logrado arruinar mi futuro.

Me quedé estática, pálida. ¡Sentía tanta frustración, dolor, que no me importaba si me moría!, cuando, de repente, una chica de mi clase, Marie Laurent, agarró mi mano y me llevó afuera de la escuela, donde las demás personas se estaban reuniendo.

Mi vista solo se nubló y caí.

–Mara… Mara… Mara… Despierta.

Abrí los ojos. El aire sollozaba en las personas, la confusión corría por mi mente.

–Mara, ¿estás bien? –preguntó la oficial al lado de mí.

Solo la miré. Una cara con muchas emociones, pero sin poder reflejar ninguna.

–Mara… tu familia… ¡Ah! –suspiró con tristeza–… Ellos están… muertos.

Angustia y alivio, dos sensaciones tan diferentes pero que, juntas, podían explicar más que mil palabras sobre el pasado de una persona.

Era oficialmente una huérfana, pero no por mucho, ya que en un mes y tres días cumpliría los dieciocho.

La oficial trató de llevarme a la comisaría, junto con mi grupo. Dije trató porque no lo logró. Corrí hacia el bosque. Era de noche, así que me fue fácil ocultarme. Ella me buscó y buscó, pero no encontró nada. Me reportaron desaparecida.

Llegué a una cabaña oculta que mi familia tenía, mi lugar seguro cuando no quería estar en casa. Y ahí estaba, sentada en la sala, sin nada que decir, sin nada que sentir, sin nadie al lado de mí. Estaba sola: ni amigos, ni familia, y ahí me pegó.

¡Un fuerte golpe en el alma! ¡Cómo había desaprovechado mi vida en una escuela y en el orgullo de mi familia! Permaneci tantos años enfocada en ser la mejor que no me di tiempo de disfrutar lo que en verdad era vivir, sentir la felicidad, sentirme libre. Mi familia siempre me dijo que ganar premios era lo que se suponía que me haría feliz. Pero, ¿acaso ganar era el valor de la felicidad?

¡Claro que no! ¡Pero qué fácil era manipular a una niña de nueve años, en ese tiempo! Cuando mi familia murió tenía diecisiete, pero ni esa libertad llenaba una gota del vacío que sentía.

Un mes después ya era independiente. Reclamé la fortuna familiar y las propiedades a mi nombre, pero seguía en busca de la dichosa felicidad.

Por alguna razón sentía que ya lo había aceptado, pero una parte de mí negaba que hubieran fallecido y que mi futuro se hubiera desmoronado. Cada día me era peor, el vacío me estaba consumiendo viva. Era demasiada desesperación, demasiado enojo, enojo conmigo misma y con mi ellos por quitarme el deseo de vivir. Repulsión… Quería llorar, golpear, expresar lo que sentía y solo volví a correr hacia el bosque.

Sentí cómo unas gotas salieron de mis ojos, mientras el viento pasaba por mi cuerpo al correr. Fue la primera vez que lloraba, y no me sentía mal por eso, cuando de repente caí.

Me había golpeado con una gran rama de un árbol, tan fuerte como para dejarme inconsciente unos minutos. Era otoño, así que caí en las hojas secas de los árboles: rojas, anaranjadas, verdes, lo que significaba que ya se encontraban en su hora de partida.

Abrí los ojos y vi una hoja dorada con pequeñas manchas rosadas que iba cayendo hacia mí. La agarré y decía: “Ven”. Me senté para observarla y recobrar bien la conciencia. También noté que el árbol era el único al que el otoño no le había llegado: tenía hojas doradas como la que yo sostenía. Se me hizo hermoso, pero no le presté mucha atención.

Al día siguiente encontré una hoja similar, y así continuó: iba a la tienda, ahí había una; iba al baño, ahí había otra, en todos los lugares.

Las estuve recolectando, pero eran un fastidio. Al quinto día caminé a ese árbol con el que me había golpeado, le arrojé las hojas y con frustración grité: –¡¡¿A dónde voy?!!

De su tronco salió una elfa con piel de porcelana, mejillas y labios rojizos, ojos azules como el mismo cielo, cabello negro cual carbón, cubierta con un vestido de tonos rosados y desgastado (se notaba porque estaba roto de algunas partes, como si hubiera caído en un árbol). Era la criatura más hermosa que había visto en toda mi vida.

–¿Me recuerdas? –preguntó dulcemente.

–No –dije con una voz apagada

–¡Patético! –exclamó–. ¿No recuerdas el cuento con el que te desvelabas cuando eras una niña?

Y recordé, fue como si me hubieran dado un flechazo a mi infancia. Era la primera vez que miraba en persona a esa criatura, pero me sentía como un marinero al contemplar su viejo barco y encontrarse con unas amigas que hacía tiempo no se veían.

–¿Zineth? –pregunté con sorpresa.

Una ligera sonrisa se marcó en su rostro.

Yo, al igual que ella, sonreí, pero me rodeó la curiosidad.

–¿Dónde está? –pregunté con intriga.

–¿Dónde está qué cosa?

–Tu mundo, de donde vienes, el cuento, ¿dónde está? –Mi interés iba aumentando cada vez más.

–¿En verdad quieres venir? –preguntó la elfa con un tono de reto y una sonrisa poco confiable.

No lo pensé y decidida dije que sí.

–Está bien, me alegra. Para ir hay cuatro reglas para los tuyos:

“Una: traer diez granos de café contigo.

“Dos: nunca mirar al señor del sombrero azul; no querrás saber lo que pasa.

“Tres: por ningún motivo te comas la comida del tazón dorado.

“Y, por último, la cuarta… Suicidarte”.

La última me dejó sin respiración y ella lo notó. ¡Esa idea había pasado tantas veces por mi cabeza a lo largo de mi vida! Pero jamás me suicidaría, para mí era una acción de cobardes.

Mi vista se volvió a nublar, pero esta vez con horror. Retrocedí y me fui corriendo. A lo lejos la elfa me gritó: –¡Piénsalo!

¿Cómo alguien podría hacerlo? No dormí en toda la noche. ¡Era una idea descabellada, loca!

Mi yo pequeña sí lo habría hecho sin pensar. Reflexioné, me di cuenta de que las pocas veces cuando fui feliz fueron gracias a ese libro, se lo debía todo a ese cuento. ¿Qué podría perder? Ya no me importaba nada y mi único motivo de vida era la búsqueda de la felicidad. ¿Pero qué pasaba si en el suicidio estaba la alegría?

Antes del amanecer me dirigí al árbol, con mis granos de café.

–¡Estoy lista! –exclamé.

–Sabía que vendrías –dijo la elfa, mientras sonreía–. Acompáñame.

Ambas caminamos hacia un risco. Era de día, pero ni con eso se podía ver a qué altura se encontraba. Había mucha neblina que lo tapaba y el clima nublado no ayudaba.

Miedo, misterio. Uno es el terror que te depara o te deparó y el otro es un profundo hoyo de intriga. Ambos tienen algo en común: la curiosidad, la fiel traicionera del ser vivo. Aprendes algo con ella o simplemente no tendrás una buena experiencia que contar, pero tú ya habrás comido del pastel y no habrá vuelta atrás. Dos palabras tan curiosas al ir de la mano, pero que por dentro esconden el peligro.

–¿Lo harás? –preguntó la elfa.

Suspiré. –¿Estás segura de que me llevará a otro mundo, pero no al de los muertos?

Ella rio y marcó una leve sonrisa.

–¿Todo sea por la felicidad, no? –exclamó melosamente.

–Sí –dije con voz trémula.

A un paso de caer al precipicio, aparté el miedo, la tristeza, el arrepentimiento, mis metas, todo, con tal de dar mi parte completa de mí para la búsqueda de la felicidad. Si caía en el otro mundo sería una nueva aventura; pero si aterrizaba en el suelo, suicidándome, iba a ser otra salida y tal vez por la más mínima puerta al premio mayor.

Nerviosa miré hacia abajo. Cerré los ojos.

Salté.

Caer era emocionante, aterrador, con una ligera sensación de alivio, aunque no podía ver a qué altura terminaba. No se sentía muy lejos del suelo. Cuando iba a terminar el descenso y aceptar mi destino como muerte, me sumergí en el mar.

Nadé hacia la playa que se encontraba cerca. Estaba toda mojada y confundida por lo que acababa de pasar.

“¿Habré llegado?”, pensé. A lo lejos miré un bosque que tampoco se había salvado de la neblina. Antes de penetrar en él vi una gran entrada dorada, como si perteneciera a un castillo. Lucía desgastada, con grandes hojas moradas y azules que la cubrían dispersamente. En la parte superior, letras grandes (algunas movidas de su lugar) decían:

“Bienvenidos al hogar de las pesadillas”.

Tercer grado de secundaria