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Viernes Santo

Reflexión 3: "La muerte del Mesías"

Por Alberto de Mingo

Finalmente, Jesús y sus apóstoles llegan a Jerusalén. Es un momento culminante, pues marca el final definitivo del exilio: ¡el rey va a entrar en la capital, en la ciudad fundada por David! En tan solemne ocasión, lo apropiado sería que el soberano apareciese cabalgando un bello corcel o sobre un suntuoso carruaje. Jesús, sin embargo, elige ir montado sobre un borrico que le han prestado (Mc 11, 1-11); como si hoy un jefe de Estado acudiera a su toma de posesión pedaleando en una bicicleta de segunda mano. Pero la gente sencilla del pueblo se alegra de acoger a este rey humilde:

Muchos tendieron sus. Mantos por el camino y otros hacían lo mismo con ramas que cortaban en el campo. Los que iban delante y detrás gritaban: “’¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!” (11, 8-10).

Aquella entrada en Jerusalén se produjo un domingo; así lo recuerda la liturgia de la Iglesia al celebrar el Domingo de Ramos. Cuando Jesús llegó a la ciudad, “fue al templo y observó todo a su alrededor, pero como ya era tarde se fue a Betania con los Doce” (11, 11). Betania es una aldea a poco más de una hora a pie de Jerusalén. Allí descansa Jesús; el día siguiente será una jornada clave.

El lunes, Jesús sale de Betania y realiza un gesto que, en principio, no parece tener ningún sentido:

Al ver de lejos una higuera con hojas, se acercó a ver si encontraba algo en ella. Pero no encontró más que hojas, pues no era tiempo de higos. Entonces le dijo: “Que nunca jamás coma nadie fruto de ti” (11, 13-14).

Obviamente, se trata de un gesto simbólico, cuyo significado oculto se revelará más tarde.

Cuando llegaron a Jerusalén, Jesús entró en el Templo y comenzó a echar a los que vendían y compraban en el Templo. Volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían las palomas, y no consentía que nadie pasase por el Templo llevando cosas. Luego se puso a enseñar diciéndoles: “¿No está escrito: ‘Mi casa será casa de oración para todos los pueblos’? Vosotros, sin embargo, la habéis convertido en una cueva de ladrones”.

Los sacerdotes que administraban el Templo habían excluido del culto a todo aquel que no fuera judío; al mismo tiempo, habían amasado inmensas fortunas con los beneficios que procuraban los sacrificios de animales. Por eso Jesús denuncia, citando a Iglesias y Jeremías, que la “casa de oración para todos los pueblos” (Is 56, 7) se hubiese convertido en una “cueva de ladrones” (Jr 7, 11). Con su acción, Jesús escenifica una protesta que expresa una ruptura con este modo de dar culto a Dios. Pero los jefes de los sacerdotes y maestros de la Ley no iban a quedarse parados ante este atentado contra el fundamento de su poder. Inmediatamente se ponen en movimiento para buscar la manera de matar a Jesús (Mc 11, 18).

El evangelio continúa con su narración. Al día siguiente, Jesús y sus discípulos “vieron que la higuera se había secado de raíz” (11, 20). La higuera es un símbolo del sistema del Templo, que ha cesado ya de dar fruto y, por eso, es declarado muerto.

Durante este día y el siguiente, martes y miércoles, Jesús debate con distintos grupos -fariseos, escribas y saduceos- en la explanada del Templo (11, 27-14, 11).

El jueves lo dedica a preparar su cena de despedida (14, 12-21). Al atardecer de aquella jornada,

durante la cena, Jesús tomó pan, pronunció la bendición, lo partió, se lo dio y dijo: “Tomad, esto es mi cuerpo”. Tomó luego otra copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y bebieron todos de ella. Y les dijo: “Esta es mi sangre, la sangre de la alianza, que se derrama por todos. Os aseguro que ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el reino de Dios” (14, 22-25).

La “sangre de la alianza” recuerda al Sinaí. Juan a aquel monte, Moisés comunicó al pueblo la Ley de Yahvé, que especificaba los términos de la alianza entre Dios e Israel. Luego sacrificó algunos novillos sobre el altar allí levantado:

Entonces Moisés tomó la sangre y roció al pueblo diciendo: “Esta es la sangre de la alianza que Yahvé ha hecho con vosotros, según las cláusulas ya dichas” (Ex 24, 8).

Así, la alianza de Jesús se halla en continuidad con la del Sinaí, que queda ahora redefinida en torno a su persona: una nueva era se está inaugurando, una época marcada por una alianza renovada en la muerte y la resurrección de Cristo.

Tras aquella Cena, Jesús sale hacia el huerto de Getsemaní. Allí, postrado en tierra, ora diciendo:

¡Abbá, Padre! Todo te es posible. Aparta de mí esta copa de amargura. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieras tú (14, 35).

El que se había identificado en los milagros de la primera parte del evangelio como el rey -uno con el Dios del Reino- se nos muestra en estos momentos como un hombre frágil que se dirige a Dios llamándole Abbá, palabra aramea que significa “padre”. Lo contemplamos ahora como un ser humano que duda y sufre, distinto de Dios: Jesús no es omnisciente, ni controla las oscuras fuerzas que se están cerniendo sobre su destino. ¿Cómo conciliar este Jesús humano y vulnerable, que se dirige a Dios como a alguien distinto de sí mismo, con aquel que vino a realizar lo que únicamente Dios puede hacer? De nuevo, citemos a Richard Hays:

A la luz de estos elementos [que presentan a Jesús como alguien distinto del Padre], ¿cómo debemos entender los numerosos indicadores que encontramos en Marcos y que nos sugieren que Jesús es, de un modo misterioso, la encarnación de la presencia de Dios? Marcos no nos ofrece una solución conceptual al problema. Más bien, su narración mantiene estas verdades en una tensa suspensión. Su personaje central, Jesús, parece ser -por ponerlo crudamente- al mismo tiempo el Dios de Israel y un ser humano no simplemente idéntico con el Dios de Israel. De hecho, el relato de Marcos plantea ya los enigmas que los teólogos de la Iglesia tratarán de resolver más adelante, en las controversias cristológicas de los siglos IV y V.

Llamamos “Cristología” al estudio teológico que trata de esclarecer precisamente la frase que Hays destaca: “Jesús es al mismo tiempo el Dios de Israel y un ser humano no simplemente idéntico con el Dios de Israel”. Durante los siglos IV y V, con la Iglesia ya cómodamente instalada en la sociedad y la cultura grecorromanas, los teólogos cristianos se esforzarán por encontrar las palabras precisas para expresar este misterio. De esta manera, el Concilio de Nicea (año 325) afirmará que Jesús es homoousios con el Padre; esta palabra griega quiere decir “de la misma esencia”: Jesús tiene la misma naturaleza de Dios, está como hecho de su misma sustancia (consubstancial es la traducción latina de homoousios). Por su parte, el Concilio de Calcedoina (año 451) declarará que en Cristo hay una persona y dos naturalezas, divina y humana; ambas naturalezas coexisten en la única persona de Cristo “sin confusión, sin mutación, sin división y sin separación” (asynjytōs, atreptōs, adiairetōs, ajōristōs). No obstante, todo este lenguaje tan sofisticado se encuentra todavía muy lejos. El misterio de Jesús es planeado por el evangelista Marcos sencillamente como paradoja.

Jesús es arrestado en Getsemaní y llevado ante el Sanedrín, el consejo supremo de los judíos. Allí es interrogado:

Jesús callaba y no respondía nada. El sumo sacerdote siguió preguntándole: “¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?”. Jesús contestó: “Yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Todopoderoso y que viene entre las nubes del cielo” (14, 62).

El sumo sacerdote, máxima autoridad religiosa de Israel, intima a Jesús a que declare quién es, en los mismos términos en los que el primer versículo y título del evangelio de Marcos declara su identidad: Cristo e Hijo del Bendito (“Bendito” es una circunlocución para evitar decir “Yahvé”). Entonces Jesús confiesa públicamente que él se identifica con estos dos títulos y añade su favorito: “Hijo de hombre”. El sumo sacerdote, en vez de reconocerle como el Hijo del Bendito, lo acusa de blasfemia y lo condena a muerte. Esta escena condensa todo el drama de Jesús. Él es el Hijo de Dios, el Mesías enviado a Israel, pero las autoridades del pueblo, en lugar de acogerlo, lo rechazan y piden su muerte. A continuación, Jesús es llevado al gobernador romano Poncio Pilato, quien confirma la condena. Y tras ser sometido a terribles tormentos y humillaciones, Jesús es crucificado.

Al llegar el mediodía, toda la región quedó sumida en tinieblas hasta las tres. Y a eso de las tres gritó Jesús con fuerte voz: “Eloí, Eloí, ¿lemá sabaktaní?”, que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Algunos de los presentes decían al oírlo: “Mira, llama a Elías”. Uno fue corriendo a empapar una esponja en vinagre y, sujetándola en una caña, le ofrecía de beber, diciendo: “Vamos a ver si viene Elías a descolgarlo”. Pero Jesús, lanzando un fuerte grito, expiró (15, 33-37).

En realidad, colgado en la cruz Jesús reza el salmo 22, que comienza con las palabras citadas, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, y termina en un rendido abandono en el Dios del reino:

Porque solo Yahvé reina, él gobierna las naciones.
Ante él se postrarán los grandes de la tierra,
ante él se inclinarán todos los mortales.
Yo viviré para Yahvé, mi descendencia le rendirá culto,
hablarán de él a la generación venidera,
contarán su salvación al pueblo por nacer,
diciendo: “Esto hizo Yahvé” (Salmo 22, 29-32).

Tras la muerte de Cristo, “la cortina del Templo se rasgó en dos de arriba abajo” (Mc 15, 38). Esa cortina tapaba la entrada de la cámara más sagrada del Templo, aquella que contenía el arca de la alianza en la que se veneraba la Presencia de Yahvé. La tela rasgada simboliza el fin de la presencia divina en el Templo. Dios ya no está allí; hay que buscarlo en otra parte, pero ¿dónde?

Marcos no explicita una respuesta. Como en tantas otras ocasiones a lo largo de su relato, fuerza al lector a pensar por sí mismo, aunque también pone a su disposición los elementos necesarios para que encuentre la respuesta; basta con que conecte los puntos: la higuera seca significó el final del culto basado en el Templo; luego la Última Cena redefinió la alianza en torno al cuerpo y la sangre de Jesús; ahora que su cuerpo cuelga de la cruz, el velo se rasga. Es fácil deducir que la presencia de Dios ha pasado del Templo al cuerpo de Cristo, que ahora pende muerto sobre el madero.

Un segundo signo:

Y el centurión que estaba frente a Jesús, al ver que había expirado de aquella manera, dijo: “Verdaderamente este hombre era hijo de Dios” (15, 39).

Quien pronuncia esa sorprendente confesión es un pagano, un soldado romano, el oficial que comandaba el pelotón responsable de llevar a cabo las ejecuciones de los reos. Es, además, el único ser humano en todo el relato de Marcos que afirma esto. Jesús es el Mesías, pero un Mesías que se deja crucificar; es también el Hijo de Dios, pero de un Dios que no se impone por la fuerza, sino que ejerce su poder mediante el perdón.

Y el tercer signo:

Algunas mujeres contemplaban la escena desde lejos. Entre ellas María Magdalena, María, la madre de Santiago el menor y de José, y Salomé, que habían seguido a Jesús y lo habían asistido cuando estaba en Galilea. Había además otras muchas que habían subido con él a Jerusalén (15, 40-41).

No nos habíamos dado cuenta hasta ahora, pero habían estado ahí todo el tiempo. Ocultas bajo el plural genérico “discípulos”, no habíamos visto hasta este momento sus rostros de mujer. Por primera vez el lector toma conciencia de que no solo había discípulos varones, sino también mujeres discípulas; y escucha asimismo por primera vez sus nombres. Precisamente ellas serán las pioneras de la siguiente etapa de la historia.

Tomado de "La Biblia de principio a fin. Una guía de lectura para hoy" (Ed. Sígueme)