Octubre 1985


A los Pueblos del Mundo


La Gran Paz hacia la que las gentes de buena voluntad han inclinado sus corazones a lo largo de los siglos, esa paz que los videntes y los poetas han vaticinado generación tras generación y que han prometido constantemente las sagradas escrituras de la humanidad, está, por fin, al alcance de todas las naciones. Por primera vez en la historia puede contemplarse el planeta entero, con toda su gran variedad de pueblos, en una sola perspectiva. La paz del mundo no sólo es posible, sino también inevitable. La próxima etapa en la evolución de este planeta es, en palabras de un gran pensador, «la planetización de la humanidad».


Que la paz haya de alcanzarse sólo después de inimaginables horrores provocados por el empecinado apego de la humanidad a viejas normas de conducta, o que haya de abrazarse ahora, por medio de un acto voluntario resultado de una gran consulta, es lo que tienen que decidir todos los habitantes de la tierra. En esta encrucijada decisiva, cuando los arduos problemas que enfrentan a las naciones han sido fundidos en una sola preocupación para todo el mundo, el no frenar la corriente de conflicto y desorden sería un acto inconscientemente irresponsable.


Entre las señales favorables están el creciente fortalecimiento de las medidas destinadas a establecer un nuevo orden mundial que se tomaron inicialmente, casi al comienzo de este siglo, con la creación de la Liga de las Naciones, seguida por la Organización de Naciones Unidas, de más amplio alcance; el hecho de que, después de la Segunda Guerra Mundial, la mayor parte de las naciones de la tierra lograra su independencia -prueba de madurez del proceso de formación nacional de los pueblos-, así como la cooperación de estas naciones incipientes con las naciones más antiguas en la búsqueda de soluciones a problemas comunes; el aumento consiguiente de la cooperación entre pueblos y grupos, hasta entonces aislados y antagonistas, en los campos de la ciencia, la educación, el derecho, la economía y la cultura; el surgimiento, durante los últimos decenios, de un número sin precedentes de organizaciones humanitarias internacionales; la proliferación de movimientos femeninos y juveniles que trabajan para que se ponga fin a las guerras, y la generación espontánea de crecientes asociaciones de gente común en busca de la comprensión mediante la comunicación personal.


Los adelantos científicos y tecnológicos logrados en este siglo extraordinario presagian un gran salto hacia adelante en la evolución social del planeta e indican los medios para resolver los problemas materiales de la humanidad. En realidad, estos adelantos constituyen los medios mismos para la administración de la compleja vida de un mundo unido. Pero los obstáculos todavía existen. Las dudas, los conceptos erróneos, los prejuicios, las sospechas y las mezquindades acosan a los pueblos y naciones en sus relaciones mutuas.


Como resultado de un profundo sentimiento del deber espiritual y moral, nos vemos obligados, en este momento oportuno, a llamar la atención de ustedes sobre las penetrantes ideas -de las cuales nosotros somos depositarios- que Bahá'u'lláh, el fundador de la Fe bahá'í, comunicó en primicia a los gobernantes de la humanidad hace más de un siglo.


Escribió Bahá'u'lláh: «Los vientos de la desesperación, ay, soplan desde todas direcciones, y la contienda que divide y aflige a la raza humana crece día a día. Ahora pueden percibirse los signos de convulsiones y caos inminentes, por cuanto el orden predominante resulta ser deplorablemente defectuoso». Este juicio profético ha sido ampliamente confirmado por la experiencia general de la humanidad. Las deficiencias del orden establecido se reflejan en la incapacidad de los estados soberanos que forman las Naciones Unidas para exorcizar el espectro de la guerra, el amenazante fracaso del orden económico internacional, la expansión de la anarquía y el terrorismo, y el atroz sufrimiento que éstos y otros males causan cada vez a más millones de seres humanos. En verdad, tanta agresión y conflicto han llegado a caracterizar de tal forma nuestros sistemas sociales, económicos y religiosos que muchas personas han sucumbido a la creencia de que dicha conducta es intrínseca a la naturaleza humana y que, por lo tanto, no se puede erradicar.


Con el afianzamiento de este punto de vista, se ha desarrollado una contradicción paralizante en los acontecimientos humanos. Por una parte, gentes de todas las naciones proclaman no sólo su buena disposición, sino también su anhelo de paz y concordia para que desaparezcan los acuciantes temores que atormentan su vida diaria. Por otra parte, se acepta con conformidad la tesis de que los seres humanos son incorregiblemente egoístas y agresivos y, por lo tanto, incapaces de construir un sistema social que sea a la vez progresista y pacífico, dinámico y armónico, un sistema que permita el libre juego de la creatividad e iniciativa individuales, pero basado en la cooperación y la reciprocidad.


A medida que la necesidad de la paz se vuelve más apremiante, esta contradicción fundamental, que impide su realización, exige una nueva evaluación de las suposiciones sobre las que se basa el punto de vista común del destino histórico de la humanidad. Examinándola desapasionadamente, la evidencia revela que dicha conducta, lejos de reflejar la genuina naturaleza del hombre, representa una tergiversación de su espíritu. La rectificación de este punto de vista permitirá a todos poner en marcha las fuerzas sociales constructivas que, por ser acordes con la naturaleza humana, producirán concordia y cooperación en vez de guerras y conflictos.


El seguir tal camino no es negar el pasado de la humanidad, sino comprenderlo. La Fe bahá'í contempla la confusión actual del mundo y el lastimoso estado de los acontecimientos humanos como una etapa natural de un proceso orgánico que llevará, final e inevitablemente, a la unificación de la humanidad dentro de un orden social único, cuyos límites serán los del planeta. La humanidad, como unidad orgánica característica, ha pasado por etapas evolutivas análogas a las etapas de la infancia y la adolescencia de los individuos y se encuentra ahora en el período de culminación de su turbulenta adolescencia, llegando a su tan esperada mayoría de edad.


Un reconocimiento sincero de que el prejuicio, la guerra y la explotación han sido la expresión de etapas de inmadurez de un vasto proceso histórico, y que la humanidad experimenta hoy el inevitable tumulto que indica la llegada colectiva a su mayoría de edad, no es razón para desesperarse, sino un requisito previo para emprender la formidable tarea de construir un mundo pacífico. Que semejante empresa es posible, que existen las fuerzas constructivas que se necesitan para tal fin, que es posible levantar estructuras sociales unificadoras, es el tema que les exhortamos a examinar.


Sea cual fuere el sufrimiento y la confusión que nos deparen los próximos años, así como la oscuridad de las circunstancias inmediatas, la comunidad bahá'í cree que la humanidad puede enfrentarse a esta prueba suprema con confianza en el resultado final. Lejos de ser indicios del fin de la civilización, los cambios convulsivos hacia los cuales la humanidad se precipita cada vez más rápidamente servirán para desencadenar las «potencialidades inherentes a la posición del hombre» y para revelar «la medida plena de su destino en el mundo y la excelencia inherente de su realidad».


1


Los dones que distinguen al ser humano de todas las demás formas de vida se resumen en lo que se conoce como el espíritu humano; la mente es su característica fundamental. Estos dones han hecho posible que la humanidad construyera civilizaciones y disfrutara de prosperidad material. Pero tales triunfos por sí solos no han satisfecho nunca al espíritu humano, cuya naturaleza misteriosa le inclina hacia lo trascendente, hacia un anhelo de alcanzar un reino invisible, hacia una realidad última, hacia esa desconocida esencia de las esencias que se llama Dios. Las religiones, reveladas a la humanidad por una sucesión de luminarias espirituales, han sido el vínculo fundamental entre el ser humano y esa realidad última, y han galvanizado y refinado la capacidad de la humanidad para alcanzar el éxito espiritual junto con el progreso social.


Ningún intento serio para corregir los asuntos humanos, para alcanzar la paz mundial, puede prescindir de la religión. El concepto y práctica de la misma por el hombre son, de manera determinante, el material de la historia. Un eminente historiador describió la religión como una «facultad de la naturaleza humana». Ahora bien, no se puede negar que la perversión de esta facultad ha contribuido a crear confusión en la sociedad y conflictos entre los individuos. Pero tampoco puede ningún observador sensato descartar la influencia preponderante que ha ejercido la religión sobre las expresiones vitales de la civilización. Más aún, su carácter indispensable para el orden social ha sido demostrado repetidamente por su efecto directo sobre la ley y la moral.


Al referirse a la religión como una fuerza social, Bahá'u'lláh escribió: «La religión es el mayor de todos los medios para el establecimiento del orden en el mundo y para la pacífica satisfacción de todos los que lo habitan». Respecto al eclipse o corrupción de la religión, escribió: «Si se oscurece la lámpara de la religión sobrevendrá el caos y la confusión, y las luces de la imparcialidad y de la justicia, de la tranquilidad y la paz cesarán de brillar». En una enumeración de dichas consecuencias, las escrituras bahá'ís señalan que la «perversión de la naturaleza humana, la degradación de la conducta humana, la corrupción y la disolución de las instituciones humanas, se revelan ellas mismas, bajo tales circunstancias, en sus peores y más repugnantes aspectos. Se envilece el carácter humano, la confianza vacila, los nervios de la disciplina se relajan, la decencia y la vergüenza se oscurecen, las concepciones del deber, de la solidaridad, de la reciprocidad y de la lealtad se distorsionan, y hasta el sentimiento de paz, de alegría y de esperanza se extingue gradualmente».


En consecuencia, si la humanidad ha llegado a un punto de conflicto paralizante, debe buscar dentro de sí misma, dentro de su propia negligencia en los cantos de sirena que ha escuchado, hasta encontrar la fuente de la incomprensión y la confusión perpetradas en nombre de la religión. Aquellos que se han aferrado ciega y egoístamente a sus propias ortodoxias, quienes han impuesto sobre sus fervientes devotos interpretaciones erróneas y conflictivas de las declaraciones de los Profetas de Dios, tienen una gran responsabilidad por esta confusión que se complica por las barreras artificiales que se levantan entre la fe y la razón, la religión y la ciencia. Pues si se hace un sereno examen de las verdaderas aseveraciones de los Fundadores de las grandes religiones, y de los medios sociales en que se vieron obligados a realizar sus misiones, no hay nada que apoye las contiendas y prejuicios que trastornan a las comunidades religiosas de la humanidad y, por lo tanto, a todos los asuntos humanos.


La máxima de que deberíamos tratar a los demás como quisiéramos que se nos tratara a nosotros mismos, un principio de ética que se repite constantemente en las enseñanzas de todas las grandes religiones, fortalece esta última observación en dos aspectos particulares: resume la actividad moral, el aspecto pacificador que caracteriza a estas religiones, independientemente de su lugar o época de origen; también revela un aspecto de unidad que es su virtud fundamental, una virtud que la humanidad en su visión disociada de la historia no ha sabido apreciar.


Si la humanidad hubiera visto a los Educadores de su infancia colectiva en su verdadera dimensión, como agentes de un proceso civilizador, no hay duda que hubiera cosechado beneficios mucho mayores por el efecto acumulado de las misiones sucesivas de tales Educadores. Esto, lamentablemente, no ha sucedido así.


El resurgimiento del fervor fanático religioso que se observa en muchos países no puede calificarse más que de convulsión agonizante. La naturaleza propia de los fenómenos violentos y disociadores, que se relacionan con dicho resurgimiento, da testimonio de la bancarrota espiritual que representa. Realmente, una de las características más extrañas y tristes del fanatismo religioso es el extremo hasta el que está socavando, en cada caso particular, no sólo los valores espirituales que conducen a la unidad de la humanidad, sino también aquellas singulares victorias morales ganadas por la religión determinada a la que pretende servir.


Pese a que la religión haya sido una gran fuerza vital en la historia de la humanidad, y por dramático que sea el actual resurgimiento del fanatismo religioso militante, desde hace décadas, un número cada vez mayor de personas considera que la religión y las instituciones religiosas están desconectadas de las principales inquietudes del mundo moderno. En lugar suyo, la gente se ha entregado a la búsqueda hedonista de la satisfacción material, o a ideologías de origen humano, diseñadas para rescatar a la sociedad de los males evidentes bajo los cuales sufre. Lamentablemente, muchas de estas ideologías, en vez de abrazar el concepto de la unidad de la humanidad y de promover una creciente concordia entre los diferentes pueblos, han tendido a deificar el Estado, a subordinar al resto de la humanidad a los dictados de una nación, raza o clase, a intentar suprimir toda discusión e intercambio de ideas, o a abandonar despiadadamente a merced de la economía de mercado a millones de seres hambrientos; todo lo cual agrava claramente la situación de la mayoría de la humanidad, mientras permite que pequeños sectores vivan en una prosperidad que difícilmente hubieran imaginado nuestros antepasados.


Cuán trágico es el historial de las falsas religiones creadas por los sabios mundanos de nuestra época. En la desilusión masiva de poblaciones enteras a quienes se les ha enseñado a adorar en los altares de dichas religiones, puede leerse el veredicto irrevocable de la historia sobre los valores de las mismas. Los frutos que han producido estas doctrinas, después de decenios de un creciente y desenfrenado ejercicio de poder por parte de aquellos que les deben su ascendencia en los asuntos humanos, son los males sociales y económicos que afligen a cada región de nuestro mundo en los años finales del siglo xx. Fundamentando todas estas aflicciones exteriores está el daño espiritual, reflejado en la apatía que ha atrapado a las masas de los pueblos de todas las naciones, y la desaparición de la esperanza en los corazones de millones de seres despojados y angustiados.


Ha llegado la hora de que aquellos que predican los dogmas del materialismo, ya sean de Oriente o de Occidente, ya sean los del capitalismo o los del socialismo, rindan cuenta del liderazgo moral que presumen haber ejercido. ¿Dónde está el «nuevo mundo» prometido por estas ideologías? ¿Dónde está la paz internacional a cuyos ideales proclaman su devoción? ¿Dónde están los adelantos en nuevos campos de realizaciones culturales producidos por el engrandecimiento de tal raza, de tal nación o de tal clase en particular? ¿Por qué la inmensa mayoría de los pueblos del mundo se está hundiendo cada vez más en el hambre y la miseria, mientras la riqueza, en una escala que nunca soñaron los faraones, los césares o aun las potencias imperialistas del siglo xix, está a disposición de los actuales árbitros de los asuntos humanos?


Muy especialmente, en la glorificación de los fines materiales, a la vez origen y característica común de todas esas ideologías, es donde se encuentran las raíces con las que se nutre el sofisma de que los seres humanos son incorregiblemente egoístas y agresivos. Es aquí, precisamente, donde debe limpiarse el terreno para construir un nuevo mundo digno de nuestros descendientes.


El hecho de que los ideales materialistas, a la luz de la experiencia, hayan fracasado en satisfacer las necesidades de la humanidad, reclama un reconocimiento sincero de que hay que hacer un nuevo esfuerzo para encontrar las soluciones a los angustiosos problemas del planeta. Las condiciones intolerables que prevalecen en la sociedad reflejan un fracaso común de todos ellos, circunstancia que incrementa, en vez de aliviarlas, las tensiones que predominan en todos los bandos. Está claro que se requiere un esfuerzo común para remediarlo. Es primordialmente una cuestión de actitud. ¿Continuará la humanidad a la deriva, aferrándose a conceptos obsoletos y a creencias impracticables? ¿O darán sus líderes un paso adelante con voluntad decidida, prescindiendo de ideologías, para unirse en la búsqueda conjunta de soluciones adecuadas?


Quienes se preocupan por el porvenir de la humanidad bien debieran reflexionar sobre este consejo: «Si los ideales por tanto tiempo apreciados y las instituciones por tanto tiempo veneradas; si ciertas suposiciones sociales y fórmulas religiosas han dejado de fomentar el bienestar de la mayoría de la humanidad; si ya no satisfacen las necesidades de una humanidad en continua evolución, que se descarten y releguen al limbo de las doctrinas obsoletas y olvidadas. ¿Por qué éstas, en un mundo sujeto a la inmutable ley del cambio y la decadencia, han de quedar exentas del deterioro que necesariamente se apodera de toda institución humana? Porque las normas legales, las teorías políticas y económicas han sido diseñadas únicamente para defender los intereses de toda la humanidad y no para que ésta sea crucificada por la conservación de la integridad de alguna ley o doctrina determinada».


2


Prohibir las armas nucleares, el uso de gases venenosos o declarar ilegal la guerra bacteriológica no eliminará de raíz las causas de las guerras. Por muy importantes que sean dichas medidas prácticas como parte del proceso de paz, son en sí demasiado superficiales como para ejercer alguna influencia duradera. Los hombres son lo suficientemente ingeniosos como para inventar otras formas de guerra y usar los alimentos, las materias primas, las finanzas, el poder industrial, la ideología y el terrorismo como instrumentos de subversión de unos contra otros en una interminable pugna por la supremacía y el dominio. Tampoco es posible resolver el trastorno masivo de los asuntos de la humanidad arreglando problemas o conflictos específicos entre las naciones. Debe adoptarse un auténtico sistema universal.


Ciertamente, los líderes de las naciones son conscientes de la naturaleza mundial del problema, les es evidente dados los conflictos con que se enfrentan cada día. Y se han propuesto y acumulado estudios y soluciones por muchos grupos cultos y concienciados, así como por los organismos de las Naciones Unidas, para eliminar cualquier posible ignorancia en cuanto a los desafiantes requerimientos que se deben satisfacer. Existe, sin embargo, una parálisis de voluntad, y es esto precisamente lo que hay que analizar y tratar resueltamente. Esta parálisis radica, como hemos dicho, en una convicción profunda sobre la naturaleza inevitablemente belicosa de la humanidad; esto ha llevado a no querer considerar la posible subordinación del interés nacional a las exigencias del orden mundial y a una falta de voluntad para encarar valientemente las inmensas implicaciones que se derivarían del establecimiento de una autoridad en un mundo unido. Se puede atribuir también a la incapacidad de las masas ignorantes y subyugadas para expresar su deseo de un nuevo orden en el que puedan vivir en paz, concordia y prosperidad con toda la humanidad.


Los pasos y tentativas hacia un orden mundial, especialmente desde la Segunda Guerra Mundial, dan señales de esperanza. La creciente tendencia de grupos de naciones a formalizar relaciones que les permitan cooperar en asuntos de interés mutuo indica que, a la postre, todas las naciones podrían superar esta parálisis. La Asociación de Naciones del Sudeste de Asia, la Comunidad y el Mercado Común del Caribe, el Mercado Común Centroamericano, el Consejo para Asistencia Económica Mutua, las Comunidades Europeas, la Liga de Estados Árabes, la Organización para la Unidad Africana, la Organización de Estados Americanos, el Foro del Pacífico Sur..., todos los esfuerzos conjuntos representados por dichas organizaciones preparan el camino hacia un orden mundial.


La creciente atención que se presta a algunos de los problemas más serios del planeta es otra señal de esperanza. A pesar de las claras deficiencias de Naciones Unidas, la multitud de declaraciones y convenciones adoptadas por dicha organización, aun aquellas en las que los Gobiernos no se han comprometido con entusiasmo, le han dado a la gente común una nueva esperanza en la vida. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, la Convención para la Prevención y Castigo del Delito de Genocidio, así como las medidas similares relativas a la eliminación de toda forma de discriminación basada en la raza, el sexo o las creencias religiosas; la defensa de los derechos de los niños; las medidas de protección contra la tortura de los seres humanos; la erradicación del hambre y la desnutrición; el uso del progreso científico y tecnológico para fines pacíficos y en beneficio de la humanidad, todas estas medidas, si se aplican y se extienden con valentía, adelantarán la llegada del día en que el espectro de la guerra pierda su fuerza para dominar las relaciones internacionales. No es preciso subrayar la importancia de los asuntos que tratan dichas declaraciones y convenciones, pero algunos en concreto, debido a su repercusión inmediata en el establecimiento de la paz mundial, merecen mayores comentarios.


El racismo, uno de los males más funestos y persistentes, es un gran obstáculo para la paz. Su práctica perpetra una violación tan ultrajante de la dignidad de los seres humanos que no debe fomentarse bajo ningún pretexto. El racismo retrasa el desarrollo de las potencialidades ilimitadas de sus víctimas, corrompe a los que lo cometen y malogra el progreso humano. El reconocimiento de la unidad de la humanidad, llevado a cabo por medidas legales adecuadas, debe ser universalmente defendido para poder superar este problema.


La excesiva desigualdad entre ricos y pobres, fuente de grandes sufrimientos, mantiene al mundo en estado de constante inestabilidad, virtualmente al borde de la guerra. Pocas sociedades han encarado de forma efectiva esta situación. La solución exige la aplicación conjunta de enfoques espirituales, morales y prácticos. Hay que observar el problema con una mirada nueva, libre de polémicas económicas e ideológicas, lo cual implica consultar con expertos en una amplia gama de disciplinas y lograr la participación de las gentes que resultarían directamente afectadas por las decisiones que deben tomarse con urgencia. Es un asunto que está ligado no sólo con la necesidad de eliminar los extremos de riqueza y pobreza, sino también con aquellas realidades espirituales cuya comprensión puede producir una nueva actitud universal. El promover tal actitud es ya, en sí mismo, una parte importante de la solución.


El nacionalismo desenfrenado, que es diferente de un patriotismo sano y legítimo, debe ceder ante una lealtad más amplia: el amor a toda la humanidad. La declaración de Bahá'u'lláh es la siguiente: «La tierra es un solo país, y la humanidad, sus ciudadanos». El concepto de la ciudadanía mundial es el resultado directo de la contracción del mundo en una sola vecindad por medio de los adelantos científicos y de la indiscutible dependencia entre las naciones. El amor a todos los pueblos del mundo no excluye el amor al propio país. Se beneficia más una parte determinada de la sociedad mundial cuando se fomenta el beneficio de la totalidad. Las actividades internacionales actuales en diversos campos, que estimulan el afecto mutuo y el sentido de la solidaridad entre los pueblos, deben ser ampliamente multiplicadas.


El conflicto religioso a lo largo de la historia ha sido causa de innumerables guerras y contiendas, un gran obstáculo para el progreso y algo cada vez más aborrecible para creyentes e incrédulos. Los creyentes de todas las religiones deben estar dispuestos a afrontar las preguntas fundamentales que plantean estos conflictos y llegar a respuestas claras. ¿Cómo deben resolverse las diferencias entre ellos tanto en la teoría como en la práctica? El desafío con el que se enfrentan los líderes religiosos de la humanidad consiste en contemplar la situación de la misma, con sus corazones llenos de espíritu de compasión y de anhelo por la verdad, y preguntarse a sí mismos si no pueden, humildemente ante su Creador Todopoderoso, disolver sus diferencias teológicas en un gran espíritu de tolerancia mutua que les permita trabajar juntos por el progreso de la comprensión y la paz humanas.


La emancipación de las mujeres, el logro de la igualdad total entre ambos sexos, es uno de los más importantes requisitos previos para la paz, aunque sea uno de los menos reconocidos. La negación de dicha igualdad perpetra una injusticia contra la mitad de la población del mundo y provoca en los hombres actitudes y costumbres nocivas que se llevan de la familia al trabajo, a la vida política y, por último, a las relaciones internacionales. No existen bases morales, prácticas ni biológicas para justificar tal negación. Sólo en la medida en que las mujeres sean aceptadas con plena igualdad en todos los campos del quehacer humano, se creará el clima moral y psicológico del que puede surgir la paz internacional.


La causa de la educación universal, en la que ya presta sus servicios todo un ejército de personas abnegadas de todos los credos y países, merece el mayor apoyo que le puedan dar los Gobiernos del mundo, pues, indiscutiblemente, la ignorancia es la razón principal de la decadencia y caída de los pueblos y de la perpetuación de los prejuicios. Ninguna nación podrá alcanzar el éxito si no pone la educación al alcance de todos los ciudadanos. La falta de recursos limita la capacidad de muchas naciones para cumplir con esta necesidad, lo que impone un cierto orden de prioridades. Los estamentos responsables deberían considerar la necesidad de dar prioridad a la educación de las mujeres y niñas, puesto que es a través de madres formadas como se pueden transmitir, más efectiva y rápidamente a la sociedad, los beneficios del conocimiento. Para cumplir con los requisitos de nuestro tiempo, debe prestarse atención también a la enseñanza del concepto de ciudadanía mundial como parte del programa educativo de cada niño.


Una carencia fundamental de comunicación entre los pueblos perjudica seriamente los esfuerzos que se hacen para alcanzar la paz mundial. La adopción de un idioma auxiliar internacional contribuiría mucho a resolver este problema, por lo que urge prestarle la máxima atención.


El primero es que la abolición de la guerra no es simplemente cuestión de firmar tratados y protocolos; es una tarea compleja que exige un nuevo nivel de compromiso para resolver los problemas que habitualmente no se relacionan con la búsqueda de la paz. Al basarse solamente en convenios políticos, la idea de la seguridad colectiva resulta ser una quimera. El otro es que el desafío primordial al tratar de los asuntos de la paz consiste en elevar el contexto al nivel de los principios para diferenciarlo de un mero pragmatismo. Porque, en esencia, la paz proviene de un estado interior apoyado por una actitud espiritual o moral, y es precisamente en la evocación de esta actitud donde puede encontrarse la posibilidad de soluciones duraderas.


Hay principios espirituales, o lo que algunos llaman valores humanos, con los que es posible encontrar soluciones para todo problema social. Cualquier grupo bienintencionado puede elaborar soluciones prácticas para sus problemas en un sentido general, pero las buenas intenciones y los conocimientos prácticos no suelen ser suficientes. El mérito esencial del principio espiritual consiste no sólo en que presenta una perspectiva acorde con lo que es inherente a la naturaleza humana, sino que también induce a una actitud, una dinámica, una voluntad, una aspiración que facilitan el descubrimiento y la aplicación de medidas prácticas. Los gobernantes y todos los que ostentan alguna autoridad tendrían más éxito en sus esfuerzos por resolver los problemas si primero intentaran identificar los principios en cuestión y luego se guiaran por ellos.


3


El dilema primordial que hay que resolver es cómo el mundo actual, con su intrínseca pauta de conflicto, puede cambiarse por un mundo en el que prevalezcan la armonía y la cooperación.


El orden mundial sólo puede fundarse sobre una imperturbable conciencia de la unidad de la humanidad, verdad espiritual que confirman todas las ciencias humanas. La antropología, la fisiología y la psicología reconocen sólo una especie humana, aunque con infinitas variantes en los aspectos biológicos secundarios. Para admitir esta verdad hay que abandonar los prejuicios, toda clase de prejuicios: de raza, clase, color, credo, nación, sexo, grado de civilización material; todo lo que hace que la gente se considere superior a los demás.


La aceptación de la unidad de la humanidad es el requisito previo fundamental para la reorganización y administración del mundo como un solo país: el hogar de la raza humana. La aceptación universal de este principio espiritual es indispensable para tener éxito en cualquier intento de establecer la paz mundial. Por lo tanto, debe proclamarse universalmente, debe enseñarse en las escuelas y afirmarse constantemente en todas las naciones como preparación para el cambio orgánico en la estructura social que esta aceptación implica.


Desde el punto de vista bahá'í, el reconocimiento de la unidad de la humanidad «requiere nada menos que la reconstrucción y la desmilitarización de todo el mundo civilizado como un mundo orgánicamente unificado en todos los aspectos esenciales de su vida, de su maquinaria política, de su anhelo espiritual, de su comercio y de sus finanzas, de su escritura e idioma, y, aun así, infinito en la diversidad de las características nacionales de sus unidades federadas».


Al considerar las implicaciones de este principio cardinal, Shoghi Effendi, el Guardián de la Fe bahá'í, comentaba en 1931: «Lejos de pretender la subversión de los fundamentos actuales de la sociedad, trata de ampliar su base, de amoldar sus instituciones en consonancia con las necesidades de un mundo en constante cambio. No está en conflicto con alianzas legítimas ni socava lealtades esenciales. Su propósito no es sofocar la llama de un sano e inteligente patriotismo en el corazón del hombre, ni abolir el sistema de autonomía nacional, tan esencial para evitar los males de un exagerado centralismo. No ignora ni intenta suprimir la diversidad de orígenes étnicos, de climas, de historia, de idioma y tradición, de pensamiento y costumbres que distinguen a los pueblos y naciones del mundo. Reclama una lealtad más amplia, una aspiración mayor que cualquiera de las que ha sentido la humanidad. Insiste en la subordinación de impulsos e intereses nacionales a las exigencias imperativas de un mundo unificado. Repudia, por una parte, el centralismo excesivo, y, por otra, rechaza todo intento de uniformidad. Su consigna es la unidad en la diversidad».


El logro de tales fines exige varias etapas en el ajuste de las actitudes políticas nacionales, que ahora lindan con la anarquía, a falta de leyes claramente definidas o de principios universalmente aceptados y obligatorios que regulen las relaciones entre las naciones. La Liga de las Naciones, Naciones Unidas y las muchas organizaciones y acuerdos producidos por ellas, han sido indudablemente provechosos, al atenuar ciertos efectos negativos de los conflictos internacionales, pero se han mostrado incapaces de prevenir la guerra. De hecho, ha habido una gran cantidad de guerras desde que terminó la Segunda Guerra Mundial. Muchas están ardiendo todavía.


Los aspectos predominantes de este problema ya habían aparecido en el siglo xix cuando Bahá'u'lláh hizo públicas por primera vez sus propuestas para el establecimiento de la paz mundial. El principio de seguridad colectiva fue propuesto por Él en las declaraciones que dirigió a los gobernantes del mundo. Comentando su significado, escribió Shoghi Effendi: «¿Qué otra cosa podrían significar estas importantes palabras sino una referencia a la inevitable reducción de las ilimitadas soberanías nacionales como requisito indispensable para la formación de la futura mancomunidad de todas las naciones del mundo? Es necesario desarrollar cierta forma de superestado mundial, a favor del cual todas las naciones del mundo habrán de abandonar voluntariamente toda pretensión de hacer la guerra, ciertos derechos de gravar con impuestos, y todos los derechos de poseer armamentos, salvo con el propósito de mantener el orden interno dentro de sus respectivos dominios. Dicho Estado habrá de incluir en su órbita un poder ejecutivo internacional con capacidad para hacer valer su autoridad suprema e indiscutible sobre todo miembro recalcitrante de la mancomunidad; un Parlamento mundial cuyos miembros serán elegidos por los habitantes de sus respectivos países y cuya elección será confirmada por sus respectivos Gobiernos; y un Tribunal supremo cuyos dictámenes tendrán carácter obligatorio aun en los casos en que las partes interesadas no hayan acordado voluntariamente someter el litigio a su consideración».


«… Una comunidad mundial en la que todas las barreras económicas habrán quedado totalmente derribadas y en la que se reconocerá definitivamente la interdependencia del capital y el trabajo; en la que el clamor del fanatismo y del conflicto religioso habrá sido acallado para siempre; en la que estará definitivamente extinguida la llama de la animosidad racial; en la que un código único de derecho internacional -producto de un juicioso análisis de los representantes federados del mundo- será sancionado por la intervención instantánea y coercitiva de las fuerzas combinadas de las unidades federadas; y, finalmente, una comunidad mundial en la que el furor de un nacionalismo caprichoso y militante será trocado por una perdurable conciencia de ciudadanía mundial; así es como se presenta, a grandes rasgos, el Orden anunciado por Bahá'u'lláh, un Orden que habrá de ser considerado el más hermoso fruto de una época que madura lentamente».


La puesta en práctica de estas medidas de largo alcance fue indicada por Bahá'u'lláh: «Debe llegar el tiempo en que se reconozca universalmente la imperativa necesidad de celebrar una reunión vasta y omnímoda de personas. Los gobernantes y reyes de la tierra deben necesariamente concurrir a ella y, participando en sus deliberaciones, deben considerar los medios y arbitrios para echar los cimientos de la Gran Paz mundial entre los hombres».


El valor, la resolución, la motivación pura, el amor desinteresado de un pueblo a otro—todas las cualidades espirituales y morales necesarias para efectuar este trascendente paso hacia la paz- se concentran en la voluntad de actuar. Y es para provocar la voluntad necesaria por lo que se debe meditar seriamente sobre la realidad del hombre, esto es, su pensamiento. Comprender la importancia de esta poderosa realidad es también apreciar la necesidad social de poner en práctica su valor único por medio de un proceso de consultas sinceras, desapasionadas y cordiales, y actuar en consecuencia con los resultados de este proceso. Bahá'u'lláh recalcó insistentemente las virtudes de la consulta y lo indispensable que es para poner en orden los asuntos humanos. Dijo: «La consulta confiere un mejor conocimiento y convierte la conjetura en certeza. Es una luz brillante que, en un mundo oscuro, muestra el camino y sirve de guía. Para cada cosa hay y seguirá habiendo un estado de perfección y madurez. La madurez del don del entendimiento se manifiesta a través de la consulta». El intento mismo de alcanzar la paz por medio de la consulta, como Él propuso, puede desencadenar ese espíritu saludable entre los pueblos de la tierra, de tal forma que ningún poder podría resistir su resultado triunfal definitivo.


En cuanto a los procedimientos para esta asamblea mundial, 'Abdu'l-Bahá, el hijo de Bahá'u'lláh e intérprete autorizado de Sus enseñanzas, ofreció esta profunda explicación: «Deben hacer de la causa de la paz el objeto de la consulta general e intentar, por todos los medios a su alcance, establecer una unión de las naciones del mundo. Deben concertar un tratado de obligado cumplimiento y establecer un convenio cuyas disposiciones sean sólidas, inviolables y definitivas. Deben proclamarlo a todo el mundo y obtener para él la sanción de toda la raza humana. Esta suprema y noble empresa -la verdadera fuente de paz y bienestar de todo el mundo- ha de considerarse como sagrada por todos los moradores de la tierra. Todas las fuerzas de la humanidad deben ser movilizadas para asegurar la estabilidad y permanencia de este Supremo Convenio. En este pacto universal se deben fijar claramente los límites y fronteras de cada una de las naciones, establecer definitivamente los principios fundamentales de las relaciones entre los Gobiernos y determinar todos los acuerdos y obligaciones internacionales. De la misma manera, se debe limitar estrictamente la cantidad de armamentos de cada Gobierno, pues si se permitiera incrementar los preparativos para la guerra y las fuerzas militares de cualquier nación, se provocaría la desconfianza de las otras. El principio fundamental de este pacto solemne se debe fijar de tal manera que si algún Gobierno, más adelante, violara alguna de sus disposiciones, todos los Gobiernos de la tierra deberán levantarse para reducirlo a completa sumisión; incluso la raza humana entera debería tomar la resolución de destruir este Gobierno con todos los poderes a su alcance. Si se aplica éste, el mayor de los remedios al cuerpo enfermo del mundo, con seguridad se recobrará de sus enfermedades y permanecerá a salvo y seguro».


La realización de esta magna convocatoria se retrasa ya demasiado.


Con todo el fervor de nuestros corazones, pedimos a los líderes de todas las naciones que aprovechen esta oportunidad y den pasos irreversibles para convocar esta asamblea mundial. Todas las fuerzas de la historia impulsan a la humanidad hacia este acto que señalará definitivamente la aurora de su tan esperada madurez.


¿No se levantarán las Naciones Unidas, con el pleno apoyo de sus miembros, para alcanzar los elevados propósitos de tan magno acontecimiento?


Que los hombres y las mujeres, los jóvenes y los niños de todo el mundo reconozcan el eterno mérito de esta acción imperativa para todos los pueblos y eleven sus voces de aprobación decidida. ¡Que esta generación sea la que inaugure esta gloriosa etapa en la evolución de la vida social del planeta!


4


La fuente del optimismo que sentimos es una visión que trasciende el cese de la guerra y la creación de organismos de cooperación internacional. La paz permanente entre las naciones es una etapa esencial, pero no es -según proclama Bahá'u'lláh- la meta final del desarrollo social de la humanidad. Más allá del armisticio inicial impuesto al mundo por el temor a un holocausto nuclear, más allá de la paz política introducida a la fuerza por naciones rivales y desconfiadas, más allá de acuerdos pragmáticos para la seguridad y la coexistencia, incluso más allá de los muchos experimentos de cooperación que tales pasos harán posibles, se halla la meta final: la unificación de todos los pueblos del mundo en una familia universal.


La falta de unidad es un peligro que las naciones y los pueblos de la tierra ya no pueden soportar; sus consecuencias son demasiado terribles para contemplarlas, demasiado obvias para que exijan alguna demostración. Hace más de un siglo escribió Bahá'u'lláh: «El bienestar de la humanidad, su paz y seguridad son inalcanzables, a menos y hasta que su unidad sea firmemente establecida». Al observar que «toda la humanidad está gimiendo, ansiando ser conducida a la unidad y terminar con su largo martirio», Shoghi Effendi comentó, además: «La unificación de toda la humanidad es el distintivo de la etapa a la cual la sociedad está llegando ahora. La unidad de la familia, de la tribu, de la ciudad-estado y de la nación han sido intentadas sucesivamente y alcanzadas por completo. La unidad del mundo es la meta por la que lucha una humanidad hostigada. La formación de naciones ha llegado a su fin. La anarquía inherente a la soberanía del Estado va hacia su punto culminante. Un mundo cercano a la madurez debe abandonar este fetichismo, reconocer la unidad y la integridad de las relaciones humanas y establecer, de una vez por todas, el mecanismo que mejor pueda encarnar este principio fundamental para su existencia».


Todas las fuerzas contemporáneas que propician los cambios corroboran este punto de vista. Las pruebas pueden discernirse en los muchos ejemplos que se han citado de presagios favorables para la paz mundial en los actuales movimientos y sucesos internacionales. El ejército de hombres y mujeres, reclutados prácticamente de entre toda cultura, raza y nación de la tierra, que presta servicio en los diversos organismos de las Naciones Unidas, representa un «servicio civil» planetario cuyos impresionantes éxitos son indicios del grado de cooperación que se puede lograr hasta en las condiciones más desalentadoras. Un impulso hacia la unidad, como una primavera espiritual, lucha por expresarse mediante los incontables congresos internacionales que reúnen a personas de una amplia gama de disciplinas. Motiva proyectos internacionales que implican a niños y jóvenes. En verdad, es la auténtica fuente del notable movimiento hacia el ecumenismo por el que los miembros de las religiones y sectas históricamente antagonistas se sienten recíproca e irresistiblemente atraídos. Junto a la tendencia contraria a favor de la guerra y el engrandecimiento propio, contra la cual lucha incesantemente, el impulso hacia la unidad mundial es una de las características más dominantes y extendidas en la vida del planeta durante los últimos años del siglo veinte.


La experiencia de la comunidad bahá'í puede verse como un ejemplo de esta creciente unidad. Es una comunidad de unos tres o cuatro millones de personas* provenientes de muchas naciones, culturas, clases y credos, que se dedican a múltiples actividades al servicio de las necesidades espirituales, sociales y económicas de los pueblos de muchas tierras. Es un solo organismo social que representa la diversidad de la familia humana, que dirige sus asuntos por medio de un sistema de principios consultivos comúnmente aceptados y que aprecia igualmente a todas las grandes corrientes de guía divina a lo largo de la historia. Su existencia es otra prueba convincente de que la visión de su Fundador de un mundo unido es practicable, otra prueba de que la humanidad puede convivir como una sociedad global dispuesta a afrontar los desafíos que pueda implicar la llegada a su mayoría de edad. Si la experiencia bahá'í puede contribuir en cualquier medida a fortalecer la esperanza en la unidad de la humanidad, nos sentimos felices de ofrecerla como modelo para su estudio.


Al contemplar la suprema importancia de la tarea que ahora se presenta como un desafío ante todo el mundo, nos inclinamos humildemente ante la sublime majestad del divino Creador, Quien por su infinito amor ha creado a toda la humanidad de la misma materia, ha exaltado la valiosa realidad del hombre, le ha honrado con intelecto y sabiduría, nobleza e inmortalidad, y le ha dotado de «la distinción y capacidad únicas de conocerle y amarle», capacidad «que debe considerarse como el impulso generador y el objetivo primordial que sostiene a la creación entera».


Mantenemos la firme convicción de que «todos los hombres han sido creados para llevar adelante una civilización en continuo progreso», que «actuar como las bestias salvajes no es digno del hombre», que las virtudes que benefician a la dignidad humana son la honradez, la indulgencia, la misericordia, la compasión y la generosidad amorosa hacia todas las gentes. Reafirmamos la creencia de que «las potencialidades inherentes a la posición del hombre, la medida plena de su destino en el mundo y la excelencia innata de su realidad, deben todas manifestarse en este prometido Día de Dios». Éstas son las motivaciones de nuestra fe inalterable en que la unidad y la paz son la meta asequible por la que la humanidad está esforzándose.


Al escribirse esto, pueden oírse las voces esperanzadas de los bahá'ís, a pesar de la persecución de la que son víctimas en el país donde nació su Fe. Con su ejemplo de esperanza inquebrantable, dan testimonio de la creencia de que la realización inminente de este antiguo sueño de paz está ahora, en virtud de los transformadores efectos de la revelación de Bahá'u'lláh, investida con la fuerza de la autoridad divina. Por lo que les transmitimos a ustedes no sólo una visión en palabras; convocamos el poder de las hazañas de fe y sacrificio; transmitimos la ansiosa defensa de la paz y la unidad en nombre de nuestros correligionarios de todas partes. Nos unimos a todos los que son víctimas de la agresión, a todos los que anhelan el fin de los conflictos y la violencia, a todos aquellos que por su devoción a los principios de la paz y del orden mundial promueven los nobles propósitos para los que fue llamada a la existencia la humanidad por un Creador Todoamoroso.


Con nuestro sincero deseo de impartirles a ustedes el fervor de nuestra esperanza y nuestra confianza más profunda, citamos la promesa categórica de Bahá'u'lláh: «Estas luchas estériles, estas guerras desastrosas pasarán y la 'Paz Mayor' reinará».



La Casa Universal de Justicia


© Bahá’í International Community