La filosofía y la literatura siempre han ido muy de la mano; tanto filósofos como autores han compartido con frecuencia a lo largo de la historia sus círculos intelectuales, lo que ha causado que sea muy común encontrar novelas muy filosóficas o filosofías expuestas de forma muy literaria.
En el caso presente, comentaremos una novela que, aparte de ser social, también tiene rasgos filosóficos cuya comprensión es imprescindible para entender la novela en un marco más completo. La novela de la que hablo es El árbol de la ciencia, del autor español Pío Baroja. Concretamente, comentaremos la parte cuatro del libro donde se da un diálogo principalmente epistemológico.
El protagonista de la novela, Andrés Hurtado, es un joven estudiante de medicina que vive en el Madrid de finales del siglo XIX. Hurtado, que como dice explícitamente el libro “tiende a la tristeza”, está fuertemente marcado por sus circunstancias sociales y familiares. Sin embargo, uno de los hechos que tiene más impacto en su persona o, al menos, en su forma de pensar, es la lectura de la filosofía de Kant y Schopenhauer.
En realidad, esta tendencia racionalista de Andrés no tiene lugar en el descubrimiento de los filósofos alemanes porque desde que empieza la obra ya se nos presenta como un racionalista, aunque sea de manera sutil. Por ejemplo, justo al inicio de la novela, la primera aparición de Hurtado sucede tal que así:
“La cantidad de estudiantes y la impaciencia que demostraban por entrar en el aula se explicaba fácilmente por ser aquél el primer día de curso y del comienzo de la carrera. [...] Andrés Hurtado, algo sorprendido de verse entre tanto compañero, miraba atentamente arrimado a la pared la puerta de un ángulo del patio por donde tenían que pasar.” (pág. 34).
El hecho de que Baroja lo describa como “algo sorprendido” en vez de “sorprendido”, a secas, ya caracteriza a Andrés como una persona calmada y difícil de sorprender o emocionar, atributo que además hace contraste con la situación exaltada que lo rodea. A su vez, su “mirada atenta” (haciendo hincapié en el adjetivo “atenta”) y su autoexclusión del grupo de estudiantes también denota rasgos racionalistas, ya que de esta forma, lo que Hurtado está tratando de conseguir es una observación objetiva de su entorno.
Por lo tanto, con esto queda demostrado que Andrés, ya sea por sus circunstancias personales o por su propia forma de ser, desde el principio de la novela ya tiende a un racionalismo que se consuma con la lectura de Kant y Schopenhauer. Además, ésta filosofía está claramente manifestada en la discusión con su tío Iturrioz, el cual, en contraposición, manifiesta ciertas influencias del pragmatismo inglés.
Siendo así, en la cuarta parte, una de las primeras inquietudes que expresa Hurtado es la siguiente:
“Yo busco una filosofía que sea primeramente una cosmogonía, una hipótesis racional de la formación del mundo; después, una explicación biológica del origen de la vida y el hombre” (pág. 159).
Hurtado intenta encontrar, al igual que Kant, una base racional para poder explicar el mundo. En el caso de Kant hay una intención, digamos didáctica, por la cual escribe su obra Crítica de la razón pura, que es intentar responder a cuáles son las condiciones de posibilidad para el conocimiento. En cambio, en el caso de Hurtado se intenta meramente apaciguar una cuestión existencial, por lo que Andrés se ampara en este racionalismo que casa tan bien con su personalidad.
Otro de los rasgos característicos de Hurtado es su escepticismo hacia la realidad, el cual se manifiesta otra vez a través de Kant:
“Después de Kant el mundo es ciego; ya no puede haber ni libertad ni justicia, sino fuerzas que obran por un principio de causalidad en los dominios del espacio y el tiempo. [...] y es que el mundo no tiene realidad; es que ese espacio, ese tiempo y ese principio de causalidad no existen fuera de nosotros tal como nosotros los vemos, que pueden ser distintos, que pueden no existir...” (pág. 160).
Lo que está explorando Andrés Hurtado con este discurso es el giro copernicano de Kant, quien pensó una nueva concepción de epistemología al afirmar que no podemos conocer el mundo en sí (noúmeno), sólo cómo se nos aparece a nosotros (fenómenos). Esto es porque para Kant, el sujeto no es un mero receptor de lo que le rodea, sino que gracias a su entendimiento presenta un elemento activo en la construcción del conocimiento.
Además, Kant describió las categorías del entendimiento, destacando sobre todo la causalidad. Esto es porque para él, los juicios de la ciencia tienen que ser a priori (antes de la experiencia) y sintéticos (afirmaciones donde no se puede sustituir el sujeto por el predicado, aportando así nueva información). Así pues, la función de las categorías es establecer enlaces entre informaciones empíricas de manera apriorística.
Este último punto relacionado con las categorías lo expresa también Hurtado de la siguiente manera:
“La inteligencia lleva como necesidades inherentes a ella las nociones de causa, de espacio y de tiempo, como un cuerpo lleva tres dimensiones. Estas nociones de causa, de espacio y de tiempo son inseparables de la inteligencia, y cuando ésta afirma sus verdades y sus axiomas a priori, no hace más que señalar su propio mecanismo”. (pág. 163).
Por lo tanto, la postura de Hurtado desemboca en los siguientes postulados:
“El acuerdo de todas las inteligencias en una misma cosa es lo que llamamos verdad. [...] Dentro de lo relativo del todo, la gravedad es una verdad absoluta” (pág. 163)
Esto quiere decir que, admitiendo el argumento kantiano de que no podemos conocer la realidad tal como es (el noúmeno), tenemos que construir las verdades aceptando como punto de partida la relatividad de nuestro conocimiento, el cual está determinado por nuestras limitaciones humanas.
Ante estas afirmaciones, Iturrioz responde a su sobrino diciendo así:
“Quiero suponer que la gravedad es una costumbre, que mañana un hecho cualquiera la desmentirá. ” (pág. 163).
En este caso, Iturrioz adopta una posición muy influenciada por el pragmatismo inglés. Especialmente, identificamos indicios del empirista David Hume, quien negaba el principio de causalidad y afirmaba que lo que entendemos por causalidad no es más que una costumbre y, por lo tanto, toda afirmación derivada de ella no tiene por qué ser necesariamente cierta.
En respuesta a este argumento, Hurtado, al igual que Kant, señala que:
“Si ese encadenamiento no existiera, ya no habría asidero ninguno; todo podría ser verdad.” (pág. 163).
Es decir, que no habría lugar para la ciencia porque no tendríamos ninguna base desde la que trabajar. Sin embargo, como pragmático, Iturrioz argumenta que esta intelectualidad no lleva a nada porque no tiene un sentido práctico; si aparte de la verdad matemática y empírica la ciencia no dice mucho, entonces, ¿tenemos que abstenernos de vivir, de afirmar? A lo que Hurtado responde reconociendo lo siguiente:
“La ciencia, entonces, el instinto de crítica, el instinto de averiguación, debe encontrar una verdad: la cantidad de mentira que es necesaria para la vida.” (pág. 167).
Por otra parte, cabe aclarar que hay un aspecto en el que Hurtado diverge de Kant a Schopenhauer, ya que en su tratado de ética Crítica de la razón práctica, Kant llega a la conclusión de que toda cuestión ética parte de una creencia en la existencia de Dios, la libertad y la inmortalidad. Sin embargo, en este caso, Andrés se inclina hacia la proposición de Schopenhauer, que afirma que el noúmeno no es una razón divina o un principio moral, sino una voluntad ciega e irracional que impulsa todo sin propósito, sin justicia ni bondad.
A partir de todo lo anteriormente comentado, podemos entender por qué Hurtado tiene semejante visión pesimista y nihilista de la vida; niega la moralidad, quiere destruir todo sistemáticamente y busca una verdad objetiva aun reconociendo sus limitaciones humanas, que chocan con el concepto del propio árbol de la ciencia que defiende Iturrioz:
“Comed del árbol de la vida, sed bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos por el suelo alegremente; pero no comáis del árbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os dará una tendencia a mejorar que os destruirá.” (pág. 167)
Esta postura pragmática, que se puede resumir en que la ignorancia es más práctica para vivir, se contrapone al racionalismo característico de Hurtado. Este hecho no solo enriquece la dinámica de Iturrioz y Hurtado estableciendo ciertos contrastes o incluso paralelos bíblicos, sino que plantea una pregunta fundamental para la novela: ¿Qué postura filosófica es “mejor”?
Para responder a esta pregunta tenemos que remitirnos al final de la novela.
Hacia las últimas páginas de la obra, Hurtado, aunque es escéptico respecto al amor porque cree que es el producto de una necesidad de supervivencia, decide casarse con Lulú, quien eventualmente se queda embarazada. Sin embargo, en el momento del parto, tanto Lulú como el bebé mueren trágicamente. Ante esta situación, Hurtado se da cuenta de que la vida ya no tiene sentido para él. Hasta ese momento Andrés había sido un nihilista y, además, negaba el amor al menos en el sentido convencional. Por eso, cuando Lulú muere, se da cuenta de que en realidad sí que la amaba profundamente y, en consecuencia, toda su ideología se desmorona, ya que concluye que hay cosas que la razón no puede explicar y el racionalismo llevado al extremo conduce a un marcado pesimismo que, a su vez, deriva en una inevitable autodestrucción.
Este mismo caso se ve también reflejado en otras obras literarias como es la novela de Iván Turguéniev Padres e hijos. Estableciendo el primer personaje nihilista de la ficción (e incluso el propio concepto de nihilismo con él), Turguéniev desarrolla una trama similar en la que el protagonista, Bazárov, que “casualmente” también es médico (en ambos casos es un elemento simbólico), experimenta una profunda crisis existencial al verse su nihilismo/racionalismo radical derrumbado ante el descubrimiento de que el amor va más allá de simples reacciones químicas.
Siendo así, ambos personajes, tanto Hurtado como Bazárov, ante este quiebre ideológico toman una decisión final radical: el suicidio. En el caso de Bazárov es un suicido pasivo y en el de Hurtado, activo. No obstante, el mensaje principal que nos transmiten estos dos finales de obra es que sus muertes no simbolizan más que la incompatibilidad del idealismo racional con la realidad o, en propias palabras proféticas de Hurtado:
“Habrá que creer que el árbol de la ciencia es como el clásico manzanillo, que mata a quien se acoge a su sombra.”
El árbol de la ciencia, Pío Baroja.