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LA BIOMASA EN EL PUNTO DE MIRA DE UN FUTURO ENERGÉTICO PROTAGONIZADO POR EL HIDRÓGENO

Luis Fernández del Pozo. Consultor en energías renovables y Agroecología
Antonio Gómez Sal. Catedrático de Ecología de la Universidad de Alcalá

El impulso que se quiere dar al hidrógeno y otros gases “verdes” (biometano) como portadores energéticos en la transición a una economía europea descarbonizada y basada en fuentes propias de energía primaria, presumiblemente generará una demanda adicional por los recursos de biomasa procedentes de sistemas agrarios y forestales. En un momento en que los países de la Unión Europea revisan su política agraria, acentuando la necesidad de unas prácticas productivas ambientalmente más sostenibles, se precisa integrar estos mismos planteamientos en la producción de bioenergía, para no caer en los errores que han venido provocando el empobrecimiento del suelo y el deterioro y simplificación de los paisajes agrarios.

¿Podrá el combustible del futuro obtenerse de fuentes renovables?

Con el objetivo de descarbonizar la economía, desvinculando definitivamente el desarrollo económico de la curva creciente pero insostenible de consumo de energía fósil, las directrices de la Unión Europea plantean el fomento de los gases “verdes” en sustitución progresiva del gas natural, y generalizando su consumo en aquellas aplicaciones que guardan más posibilidades de sustituir a los derivados del petróleo, fundamentalmente el transporte. Para alcanzar la neutralidad climática, cuyo horizonte se ha marcado para 2050, uno de los objetivos señalados es que el 100 % del gas consumido como fuente de energía sea de origen renovable (el objetivo global para la economía europea es reducir un 95 % las emisiones de gases de efecto invernadero respecto a las de 1990).  Los gases “verdes” a los que se refiere la Comisión en el Pacto Verde europeo, son el biometano y el hidrógeno, siempre que éstos sean producidos a partir de materias primas renovables, y sin emisiones netas de gases de efecto invernadero. 

Pero es preciso recordar que el hidrógeno es sólo un vector energético, es decir, un medio para convertir la energía primaria en energía de consumo, al igual que la energía eléctrica. Y esto cuestiona la creencia de que el hidrógeno vaya a sustituir al petróleo, al gas o al carbón que hoy por hoy alimentan nuestra civilización. Lo que sí parece que conoceremos los ciudadanos europeos en un futuro cercano, es el suministro de estos dos gases “verdes” por las mismas redes de transporte y logística que el gas natural, en el caso del biometano compartiendo incluso los mismos gasoductos y depósitos de presurización. El hidrógeno requerirá instalaciones específicas, hidroductos, debido a su bajísima densidad (quince veces menor que el aire), un inconveniente que ya sabe enfrentar la industria petroquímica, la cual produce y mueve importantes volúmenes de hidrógeno para diferentes utilidades.

La expectativa de hacer del hidrógeno el medio energético principal de un escenario postfósil, se basa en su comprobada versatilidad para adaptarse a diferentes formas y escalas de consumo, además de valorarse su inocuidad cuando se emite al entorno, y la posibilidad de ser manipulado con suficientes garantías de seguridad (el riesgo de explosión del H2 sería menor que con la gasolina). El sueño llegará a completarse si la producción de hidrógeno se logra vincular a gran escala con sistemas renovables de generación de energía, sin emisiones de CO2 a la atmósfera. Aunque el gas en estado libre es casi inexistente en nuestro planeta, el 11,2 % de la masa del agua son átomos de hidrógeno, y también es abundante en la madera y en todo tipo de materiales de origen biológico, lo que hace a este elemento virtualmente inagotable. La hidrólisis para separar el oxígeno del hidrógeno utilizando electricidad de generadores fotovoltaicos o eólicos, por ejemplo, es factible utilizando catalizadores y no deja ningún residuo. Pero nada es perfecto: con este método se consume mucha electricidad, y hoy por hoy, extraer el hidrógeno del agua con energías renovables, resulta bastante más caro que la producción convencional de hidrógeno a partir de hidrocarburos.

Descendiendo a nuestro país, el pasado mes de octubre el MITERD publicó la Hoja de Ruta del Hidrógeno, en línea con los planes europeos. Como toda estrategia, pretende ser un marco de referencia y un impulso a la iniciativa privada en alianza con políticas públicas sectoriales. Para un país como España, la producción de hidrógeno en cantidad suficiente a partir de fuentes propias permitiría alcanzar la autonomía energética, librándose de la dependencia del petróleo y el gas natural, y sin la factura anual que estas importaciones suponen. Pero... ¿sería realista pensar que España pueda producir en los próximos treinta años cantidades considerables de hidrógeno a partir de su capacidad instalada en energías renovables? En nuestra opinión, existirían argumentos para sospechar que esta posibilidad se nos presenta en la práctica todavía lejos. El mix de generación eléctrica en España, aunque ha hecho un esfuerzo notable por la integración de renovables y por la gestionabilidad de éstas (desarrollando redes inteligentes y derivando excedentes a centrales hidráulicas de bombeo), se enfrenta a retos importantes, entre los que podemos enumerar:

- cubrir la casi total desaparición del carbón en la generación eléctrica, sin que aumente la dependencia del gas natural, también fósil

- sustituir la energía procedente de las centrales nucleares al fin de la operatividad de éstas, previsto entre el 2027 y 2035

- atender la creciente demanda de la movilidad eléctrica (vehículo eléctrico enchufable), al menos en el transporte ligero y urbano, que ya es una realidad para las empresas de automoción

- mayor consumo eléctrico domiciliario y empresarial por los nuevos estilos de vida y de trabajo cada vez más basados en las nuevas tecnologías de información y en la robótica

- aun pudiendo existir cierto excedente de generación, seguirán primando dinámicas de mercado, optándose por la venta directa de los excedentes de la red eléctrica a los países con los que estamos interconectados: Francia, Portugal, Marruecos.

- algunos sectores de actividad podrían elevar coyunturalmente la demanda de energía, como el regadío agrícola, tanto para sistemas de riego, como para desalación de agua de mar, si se consuman predicciones negativas sobre la intensidad de las sequías.

A lo anterior se podría añadir que las plantas de generación solar o eólica dedicadas a la producción de hidrógeno podrían funcionar de manera aislada de la red, ya que el hidrógeno se puede almacenar y transportar después a los lugares de consumo. Siendo esto cierto, sigue quedando un problema por solucionar: crecería la demanda de suelo que requieren estas instalaciones de generación de energía; considerando que los mejores enclaves ya han sido ocupados, cualquier nueva instalación debe ser cuidadosamente escogida y negociada con el resto de intereses sobre el territorio. 

La biomasa, fuente primaria de energía

Frente a la duda que aquí planteamos respecto a que se puedan obtener cantidades importantes de hidrógeno combustible mediante hidrólisis, lo que significaría un consumo elevado de energía eléctrica difícil de asumir en un futuro próximo, existe la alternativa de sintetizarlo a partir de fuentes de biomasa, que básicamente consiste en liberar el hidrógeno contenido en la materia orgánica, por dos posibles vías (figura 1):

- la digestión anaerobia, que requiere la participación de microorganismos en ambiente saturado de humedad; este procedimiento ya se utiliza ampliamente en nuestro país y en toda Europa, para transformar residuos orgánicos en biogás, lo mismo de vertederos urbanos, que con los estiércoles y purines de granjas (porcino, avícola y lecherías, principalmente) o con ciertos residuos de la industria agroalimentaria. Además, si al biodigestor se le añaden plantas cosechadas en verde (maíz, sorgo, hierbas forrajeras) está comprobado que mejora el rendimiento en CH4 del biogás.

- procesos térmicos de gasificación y pirólisis; la gasificación admite cualquier tipo de materia vegetal, por lo que es el proceso idóneo para obtener hidrógeno de la madera, la paja y cualquier otro material lignocelulósico que se disponga en abundancia.

En ambos casos se obtiene una mezcla de gases, entre los que predominan el dióxido de carbono (CO2), el monóxido de carbono (CO) y el metano (CH4), con algo de gas hidrógeno (H2); tanto el biogás, como el gas de gasificación resultantes de la degradación de la biomasa son inflamables y su poder calorífico, aunque mediocre, puede ser aprovechado en quemadores convencionales. No obstante, lo más interesante es someter estas mezclas gaseosas a procesos de purificación eliminando CO2 que no es combustible, y CO que es peligrosamente tóxico. Una vez purificado tendremos el biometano, de similar composición que el gas natural de origen fósil, y que podrá ser almacenado, distribuido y consumido con el mismo tipo de instalaciones que éste, incluso mezclándolos, lo que permite al sector gasista descontarse emisiones de su balance de CO2.

Si el combustible buscado es el hidrógeno, podemos someter el biometano al mismo procedimiento que se hace con el CH4 del gas natural y con otros hidrocarburos ligeros, mediante reformado con vapor; consiste en someter estos compuestos a vapor de agua calentado a varios cientos de grados de temperatura (con un catalizador que puede ser níquel), y se libera una gran cantidad de H2 en la reacción. El hidrógeno purificado puede alimentar motores de combustión, pero su uso más interesante es la generación distribuida de electricidad a través de las llamadas “pilas de combustible”, tanto en aplicaciones móviles como estacionarias. 

En el escenario futuro que se está diseñando a través de la iniciativa europea de dar un serio impulso al hidrógeno como vector energético, pensamos que, de momento, es decir, en las próximas dos o tres décadas, tal política energética conduce irremediablemente a apostar por la biomasa como principal fuente primaria para producirlo, o al menos producirlo de forma “verde”, sin que el CO2 emitido proceda de fuentes fósiles. Pero la cuestión no es sólo que sea técnicamente factible, sino que, en el marco económico actual, existan los suficientes incentivos para que las biomasas de diferentes procedencias (residuos de procesos agroindustriales y ganaderos, cultivos bioenergéticos, biomasa forestal) se rentabilicen en la producción de hidrógeno antes que en otros objetivos. Como trataremos de explicar más adelante, es en los incentivos y no en la tecnología donde está el riesgo de que la producción de hidrógeno a partir de biomasa no sea una solución tan sostenible como se presenta.

Esquema de funcionamiento de una pila de hidrógeno. Infografía IDAE.

Pero veamos antes qué otras producciones de biomasa de nuestro país competirían con el hidrógeno “verde” basado en este recurso: indudablemente, la prioridad de nuestra agricultura es la producción de alimentos, y particularmente la agricultura más tecnificada y de regadío, que es la más rentable en las condiciones actuales gracias a la exportación, no está en condiciones de ceder las mejores tierras con acceso a agua para otros usos.

En el futuro cercano, y dados los cambios legislativos que ya están en marcha en materia de plásticos de un solo uso, se espera que florezca progresivamente una nueva industria del envasado biodegradable, que sustituya a los actuales plásticos contaminantes, utilizando como materia prima celulosas (producto secundario de muchos cultivos) y almidón de plantas cultivadas, algunas diseñadas para tal efecto (ya hay patente sobre variedades de patata). También, por la parte de los subproductos de la industria agroalimentaria, el sector de los piensos para engorde animal recicla grandes cantidades, reincorporando los nutrientes a la cadena alimentaria, que de otra forma se desperdiciarían.

Un caso diferente y particular de la agricultura europea son los productos agrícolas orientados a la producción de etanol, principalmente a partir de la remolacha, uno de los cultivos más subvencionados de la UE; dado que el etanol, junto con el otro alcohol de cadena corta (el metanol, éste sintetizado a partir del gas natural) es un portador de hidrógeno que puede alimentar satisfactoriamente las pilas de combustible, el desarrollo de la economía del hidrógeno puede generar interesantes expectativas para el sector remolachero.

En lo que se refiere a la biomasa más abundante, la de origen forestal, o sea la madera con destino combustible, parece que también sobre ella se han establecido prioridades, para consumos de calefacción y en procesos térmicos industriales (pellets, astillas). Valga el siguiente dato: de las 50 acciones concretas que enumera el Pacto Verde de la UE (2019) para la neutralidad en emisiones de carbono, a la biomasa energética se le asigna el papel principal en la producción de calor, lo que a efectos quiere decir apostar por su combustión directa, ya que es la forma más eficiente de aprovechar su poder calorífico, y se dispone de tecnologías adecuadas para ello, tanto para uso domiciliario como industrial. De hecho, en toda la UE se camina hacia una progresiva sustitución de los combustibles fósiles en calefacción, siendo la biomasa forestal su principal alternativa. En 2019 ya suponía el 86 % de toda la calefacción de origen renovable de la Unión. Los países escandinavos y Austria son los actuales líderes en esta apuesta, pero también España cuenta con importantes recursos propios procedentes de la gestión de masas de coníferas y los eucaliptales, además de un combustible genuinamente mediterráneo como es el hueso de aceituna. Por otra parte, la producción, distribución y consumo de combustibles de madera, incluida la venta de leñas que se mantiene estable, reúne las mejores condiciones para beneficiar al medio rural, porque es precisamente en este ámbito en el que se produce el recurso y donde mejor puede contribuir a su desarrollo.

Antes de avanzar al siguiente punto, no quisiéramos dejar pasar por alto un asunto que consideramos del todo relevante para nuestro tema de discusión: no hace muchos años que la Unión Europea legislaba de forma entusiasta favorecer con cuotas crecientes la incorporación de los llamados “biocombustibles” en el transporte: biodiésel y bioetanol, que según el discurso oficial, repetido por el sector bioenergético, tras una primera fase de desarrollo a partir de cultivos convencionales, darían paso a una “segunda generación” en la que no competirían con la producción de alimentos, porque sus materias primas serían otras, cultivadas en tierras “marginales”. Los incentivos económicos para alcanzar los tantos por ciento autorizados en mezcla de diésel y gasolinas, no tardaron en generar una burbuja de plantas de procesado de aceites y alcohol en la primera década de este siglo, para pocos años después cerrar o disminuir la capacidad de muchas de ellas, y tener que dar marcha atrás desde Bruselas en la normativa. Pero ¿por qué fracasó la apuesta europea por estos biocombustibles? Las razones, a nuestro entender, no hay que buscarlas ni en la tecnología que acompaña al producto, ni en la falta de mercado; al contrario, fue la toma de conciencia de los límites ambientales. Ni los países europeos eran capaces de disponer de tierras de cultivo adicionales, para siquiera sustituir un porcentaje significativo de sus importaciones de petróleo; ni la compra “certificada” de las materias primas a terceros países pudo evitar que derivara en procesos de deforestación, además de agravar perjuicios para comunidades campesinas por la especulación y acaparamiento de tierras. Y por si fuera poco el conflicto por el uso del suelo, el descrédito de los biocombustibles líquidos para el transporte llegó a su máximo cuando las revisiones científicas sobre el ciclo de vida completo de estos productos (con datos ya conocidos pero ignorados en la toma de decisiones), concluyeron que se habían calculado erróneamente los balances de energía iniciales, y que el carbono emitido por la conversión del uso del suelo a monocultivos de palma, soja, caña, maíz, etc. no estaba contabilizado.

El carbono orgánico que se sustrae del suelo no es “verde”

Todos hemos aprendido en nuestra etapa escolar que el carbono que fijan los vegetales por fotosíntesis procede del CO2 atmosférico, el cual a su vez procede de la respiración y la combustión. Este mismo ciclo aparece reiteradamente descrito cuando se habla de bioenergía, y es el principio básico que respalda la compensación de emisiones de CO2 y otros gases de efecto invernadero a través de proyectos de cultivo o revegetación, en el marco del mercado de carbono que se originó posteriormente al Protocolo de Kioto (aprobado en 1997; el Régimen de Comercio de Derechos de Emisión de la Unión Europea se estableció en 2005). Pero, aunque la explicación de una relación directa entre el CO2 de la atmósfera y el carbono fijado por las plantas resulte tan intuitiva y práctica, es fácil darse cuenta de que el funcionamiento del ecosistema no es tan simple, porque hay otras etapas del ciclo en las que la participación del carbono es fundamental. Sin la descomposición lenta de la materia orgánica, el crecimiento vegetal acaba colapsando porque se pierden las condiciones para enraizar: por pérdida de nutrientes, degradación de la estructura del suelo (desestructuración de los agregados), compactación en ausencia de materia orgánica, falta de aireación y de retención de agua, entre otras causas. Precisamente la intensificación de la producción agrícola, una de las señas de las sociedades industrializadas, se caracteriza por maximizar la producción sin atender al equilibrio con la reposición de carbono orgánico en el suelo, indispensable para la creación de complejos organominerales que son la base de la productividad. Esta pérdida de fertilidad especialmente relevante en la agricultura industrial, se viene evitando cada año con la introducción de insumos, asumiendo los daños colaterales de los impactos de muchos de éstos: el exceso de nitratos, que a su vez contribuye a mineralizar más el suelo; la contaminación de acuíferos; la aparición más virulenta de plagas y enfermedades en los monocultivos; el avance de la desertificación provocada por los usos humanos. 

Retomando la cuestión sobre los gases “verdes”, si para producir estos combustibles se utiliza materia prima vegetal, ya sean plantas enteras o partes residuales de los cultivos, incluso el estiércol de la digestión por herbívoros domésticos, o bien material extraído de las plantas perennes (arbóreas y arbustivas), significa derivar para nuestro objetivo cantidades de carbono que de otra manera podrían completar su ciclo pasando por las cadenas tróficas del suelo, y con un manejo adecuado este carbono quedaría inmovilizado durante largos períodos de tiempo, formando parte de una estructura edáfica apropiada para la agricultura, que se incrementaría cada año. Tanto desde el punto de vista biológico como agronómico, hay acuerdo en que el carbono orgánico del suelo desempeña una función esencial para mantener la capacidad productiva de la tierra, siendo, por tanto, un claro servicio ecosistémico que beneficia a la sociedad humana que vive de ella. 

Por eso, la extracción de la materia orgánica, al tiempo que es indispensable para el sustento y las actividades humanas que dependen del producto cosechado, debe también mantener un equilibrio con la reposición de carbono al suelo, que garantice el mantenimiento de su fertilidad. A riesgo, si no lo hace, de que la práctica agrícola sea insostenible.

Asumiendo entonces, como se argumentó al principio del texto, que la producción de hidrógeno por hidrólisis generaría una presión sobre el sistema eléctrico basado en energías alternativas que no es solucionable a corto plazo, creemos que la futura demanda de gases “verdes” entrará en competencia con los cultivos agrícolas y otros aprovechamientos de la biomasa, si el abastecimiento de biometano e hidrógeno para el mercado energético se produce a partir de este recurso. A nuestro entender, es en la forma de gestión del suelo donde reside la cuestión de la bioenergía sostenible, y donde queremos poner nuestro foco de atención.

La reconversión energética de nuestro país basada en estos gases combustibles no puede prescindir de los agroecosistemas, y eso implica la necesidad de conocer y tomar en cuenta el funcionamiento de estos, exigiéndonos un manejo del suelo y de la cubierta vegetal que no reduzca su capacidad productiva, junto a la de prestar otros servicios esenciales, entre ellos la biodiversidad, el paisaje y su diversidad de usos. Perder el carbono orgánico del suelo es eliminar una condición indispensable para sustentar la fertilidad de la tierra, razón por la que este parámetro debiera ser considerado en cualquier valoración de sostenibilidad, etiquetado verde o certificación de neutralidad de emisiones de gases de invernadero.

Así como hay señales de mercado en el precio de los productos que penalizan el carbono emitido a la atmósfera cuando éste es de origen fósil, no hay ninguna señal relativa al carbono que se sustrae del suelo, dejando de cumplir un papel fundamental en el agroecosistema, relacionado con funciones esenciales tales como el ciclo de los nutrientes, la conservación de la fertilidad, estructura del suelo, la biodiversidad edáfica o la regulación hídrica.

Gestionar la producción de biomasa energética en el marco de una articulación territorial todavía pendiente

El documento del MITERD asigna a la economía basada en el hidrógeno la reactivación industrial y económica de las llamadas zonas de Transición Justa, es decir, aquellos polos de actividad que se verán más perjudicados por las medidas derivadas de la Transición Ecológica (petroquímica, cementeras y otras industrias intensivas en energía). Es del todo deseable que se apliquen las medidas necesarias para evitar impactos sociales como la pérdida masiva de empleos; y el marco “circular” de la bioeconomía bien puede ser parte de la solución. Los gases “verdes” pueden, en este sentido, ser el motor de una reconversión industrial basada en la innovación y en el respeto al medio ambiente en los centros de consumo, una reindustrialización más limpia. Pero volvamos al punto de partida: generar grandes cantidades de hidrógeno y de biometano tiene un coste, no hay yacimientos de estos gases, los recursos y fuentes primarias que los pueden proporcionar no son necesariamente baratos, y utilizarlos de forma masiva significa competir con otras demandas básicas que hemos apuntado. El problema, nuevamente, no se trata (sólo) de qué tecnología vamos a emplear, o cuál es el precio que el consumidor deba pagar por el combustible para cubrir su coste; seguramente el problema haya que situarlo en la discusión sobre la escala y consecuencias sobre el territorio, la población local y los recursos, de lo que queremos emprender.

En lo que se refiere al territorio, se puede caer en el error de diseñar políticas sobre los aprovechamientos de biomasa basadas en cifras globales, según las cuales nuestro país dispondría de suficientes tierras con recursos extraíbles, o con disponibilidad para implantar cultivos alternativos. A menudo se suele llamar a estos espacios “terrenos marginales”, enfatizando su carácter de activo excedentario, infrautilizado. Pero cuando se analiza el territorio desde un punto de vista integrador de funciones y procesos, se descubre que muchos de estos espacios del margen están formando parte coherente de un paisaje agrario, y contribuyen a soportar varios de los servicios que nos son imprescindibles. Forzar su productividad y eliminar sus caracteres diferenciales de biodiversidad natural y agraria, componentes y estilos de vida, es continuar con una dinámica de intensificación sobre la que ya conocemos las graves consecuencias, entre ellas el abandono rural que se pretende evitar.

Por otra parte, la estrategia para el hidrógeno deja entrever que este prometedor vector energético será objeto de un activo mercado entre países, y parece que al nuestro se le anticiparía un papel exportador hacia nuestros vecinos europeos. Frente a tal planteamiento, es preciso recordar lo que ocurre con los combustibles convencionales, en los que el hecho de estar orientados a un mercado internacional con características de oligopolio como es el petrolífero y gasístico, conlleva que se pierda el control sobre su precio. Si el hidrógeno y el biometano se desarrollan dentro del mismo esquema comercial, podría ocurrir que, si la producción local de los nuevos gases “verdes” resultara, por cumplir ciertos estándares ambientales, más cara que el precio ofrecido en el extranjero, se cayera irremediablemente en la dependencia energética (importación del más barato y cese de la producción local) o por el contrario, se prescindiera de las buenas prácticas para competir en precio. Pensemos, por ejemplo, que en los inmensos yacimientos de arenas bituminosas de Canadá ya se ha probado a generar hidrógeno inyectando oxígeno al subsuelo impregnado de hidrocarburos, incluso en los yacimientos ya explotados; una suerte de fracking de segunda generación que ya está atrayendo inversores.

Para terminar, y a modo de conclusión: ¿puede ser la transformación energética de residuos orgánicos, cultivos y aprovechamientos forestales, una fuente definitiva y sostenible de gases verdes?  Nuestras posibles objeciones y precauciones van en un sentido múltiple:

Referencias: