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CRECIMIENTO ECONÓMICO Y DETERIORO ECOLÓGICO DE LA ECONOMÍA ESPAÑOLA: UNA VISIÓN A LARGO PLAZO

Óscar CarpinteroUniversidad de Valladolid 

CONTEXTO HISTÓRICO 

El enfoque económico convencional viene abordando desde hace décadas la cuestión del crecimiento económico como la simple expansión de los agregados monetarios —sea la Renta Nacional o el Producto Interior Bruto (PIB)— pero que por su propia naturaleza presentan carencias ambientales importantes, al registrar como creación de riqueza y renta lo que no es sino destrucción, en muchos casos irreversible, de la misma.

Desde hace mucho tiempo, la economía ecológica ha venido llamando la atención sobre esta cuestión, así como sobre las diferentes alternativas para representar adecuadamente las relaciones entre el sistema económico y el conjunto de la biosfera de la que forma parte (Daly y Farley, 2010, Common y Stagl, 2005; Martínez Alier y Roca, 2013). Esta concepción del sistema económico como un subsistema integrado en otro más amplio es lo que permite concebir la sostenibilidad como una cuestión de escala o tamaño de ese subsistema económico dentro de la biosfera. Por eso, cuanto mayor sea ese tamaño, mayor será la presión sobre los recursos naturales y la generación de residuos, y mayor la insostenibilidad de modelo de producción y consumo. 

Así pues, para superar el simple retoque “ecológico” de la Contabilidad Nacional, resulta necesario cuantificar esa escala y realizar un análisis que vaya más allá del seguimiento de las actividades económicas en términos monetarios, para profundizar en las realidades físicas de los procesos como antesala a la explicación de la degradación ambiental que producen. Por eso, ir “más allá del valor económico” implica trascender el tradicional flujo circular de renta entre hogares y empresas y considerar los impactos ambientales de la producción de bienes y servicios “ desde la cuna hasta la tumba”, esto es, recayendo sobre los recursos naturales antes de ser valorados, y sobre los residuos generados que, por definición, carecen de valor monetario.  

Entre 1955 y 2007  la extracción de los productos de cantera  se multiplicó por 40. Foto: Roberto Anguita.  

Ver, en definitiva, el proceso económico en términos de metabolismo social (Ayres y Simonis, 1994; Adriaanse, et al., 1997; Carpintero, 2005; Fischer-Kowlaski y Haberl, 2007), esto es: al igual que cualquier organismo ingiere energía y alimentos para mantenerse vivo y permitir su crecimiento y reproducción, la economía convierte materias primas, energía y trabajo en bienes finales de consumo —más o menos duradero—, infraestructuras y residuos. Indicadores como los flujos de energía y materiales o la huella ecológica, permiten así evaluar la sostenibilidad ambiental de los sistemas económicos pues, en el fondo, dicha sostenibilidad dependerá del tamaño que ocupen dentro del conjunto de la biosfera, y de la capacidad tanto para abastecerse de recursos renovables, como para cerrar los ciclos de materiales convirtiendo los residuos en nuevos recursos aprovechables.

¿Se puede aplicar la reflexión anterior a nuestro país? En el caso de España, durante mucho tiempo la historia económica ha destacado el éxito de la economía en las últimas décadas apelando a las importantes tasas de crecimiento del PIB y la renta per cápita. Sin embargo, al centrar la reflexión en el crecimiento del PIB y sus derivados, han permanecido poco estudiadas, y en cierta parte ocultas, las servidumbres ambientales ligadas a ese proceso de “desarrollo”. Veamos por tanto, con un poco de perspectiva, el uso de recursos naturales que han sustentado la estrategia de crecimiento del PIB en España desde los años sesenta hasta el último ciclo expansivo de comienzos del siglo XXI, atendiendo así a los importantes cambios que se han producido en el metabolismo económico de nuestro territorio. Modificaciones que, por otro lado, van a explicar una buena parte de los problemas ambientales que sufrimos ahora y que apuntan a su vez la inviabilidad de seguir apostando por un modelo que los reproduce y amplifica. 

RASGOS ECOLÓGICOS DEL DESARROLLO ECONÓMICO ESPAÑOL 

Un metabolismo económico muy dependiente de los recursos no renovables

Es ya un hecho conocido que, desde mediados de la década de los cincuenta del siglo XX, la economía española ha experimentado un crecimiento importante de su producción medida en términos del PIB real, al multiplicarse por 7,5 veces su valor entre los años 1955 y 2007 (año final del último ciclo económico expansivo). El simple incremento cuantitativo de los bienes y servicios puestos a disposición de la población en este período ha ido acompañado de una serie de transformaciones cualitativas (estructurales) bien estudiadas desde hace tiempo por los economistas. Lo que, sin embargo, ha recibido menos atención, han sido las exigencias ambientales que han acompañado a este aumento de la producción de bienes y servicios, esto es, el volumen de recursos naturales que ha movilizado directa o indirectamente la economía española desde mediados del siglo pasado.

En contra de lo que a menudo se tiende a pensar, la modificación en las pautas productivas hacia un mayor peso de los servicios no ha conllevado una menor intensidad ni relativa ni absoluta en la utilización de recursos naturales. En efecto, el recurso a los flujos de energía y materiales no renovables, lejos de menguar, ha crecido globalmente en términos absolutos en las últimas décadas. Si elegimos como indicador los inputs materiales directos (IMD) –es decir, los recursos naturales con valor monetario que se incorporan al sistema económico extraídos del territorio e importados desde el resto del mundo- se observa una variación importante: su cantidad se multiplica por casi nueve veces desde 1955 hasta 2007, esto es, más que el PIB real.

Pero no sólo se trata de que globalmente los IMD directos se hayan multiplicado por encima del PIB y de la población, sino que estas diferencias se agrandan aún más para ciertos grupos de sustancias. Así, el ritmo de extracción e importación total de recursos no renovables (energéticos, minerales y productos de cantera) supera los parámetros mencionados para el conjunto de IMD en una escalada incesante desde mediados del siglo pasado. En términos globales, se multiplicaron por más de 19 veces entre 1955 y 2007—pasando de los 42 millones de toneladas a mediados de siglo a los 867 millones—, doblando al crecimiento del PIB para ese mismo período —que se incrementó en 7,5 veces—y superando ampliamente al crecimiento absoluto de la población que apenas varió en un factor de 1,6 (Figura 1).

Desde un punto de vista más desagregado, los inputs energéticos (extraídos e importados) con cargo a las reservas de la corteza terrestre se multiplicaron en ese período por 9,8 veces —de los 17 millones de mediados de siglo a los 167 a finales del período— incrementando la dependencia energética primaria española que alcanza ya el 80%; los minerales no metálicos lo hicieron por 7, y, sobresaliendo sobre todos los demás, los productos de cantera que se multiplicaron por 40. Estas cifras dan una idea de la intensa actividad extractiva de la economía española, tanto dentro de nuestras fronteras como más allá de ellas.

Un modelo ineficiente ambientalmente

Ahora bien, las cifras aportadas sobre las diferencias en el crecimiento del uso de  recursos naturales y el aumento de la producción de bienes y servicios permiten intuir un primer rasgo ambiental del modelo económico español: su ineficiencia. Si, como se ha mostrado, el uso de recursos naturales ha crecido a un mayor ritmo que el PIB, esto es porque cada vez se han utilizado más recursos naturales para producir la misma cantidad de bienes y servicios. O lo que es lo mismo: por ejemplo, la economía española requería casi tres veces más energía y materiales no renovables por millón de euros de PIB a comienzos del siglo XXI de la que utilizaba en 1955 (figura 2).  Y hay que tener en cuenta que, entre medias, se han sucedido varias décadas de progreso tecnológico que deberían haber redundado en una mejora de la productividad global.

Sin embargo, como refleja la figura adjunta, más que avanzar hacia una situación de desmaterialización relativa o absoluta, se observa claramente una tendencia rematerializadora a largo plazo respecto de los inputs directos, y en especial de los no renovables (energéticos, minerales y de productos de cantera). Lo que también se comprueba en términos per cápita, al producirse incrementos importantes en las exigencias de recursos naturales, cuadruplicándose los niveles de utilización de inputs, que saltan de las 4 tm/hab de 1955 a las casi 23 tm/hab de 2007. Todo lo cual permite concluir que la pérdida de peso de la agricultura, la minería y la industria, unida a la creciente terciarización de nuestra economía, no ha originado en España ninguna “desmaterialización” a largo plazo sino que, por el contrario, ha dado lugar a una rematerialización continuada desde los años setenta.   

Si nos fijamos, por ejemplo, en el último ciclo expansivo que comenzó a mediados de los noventa y concluyó abruptamente en 2007, se percibe que los requerimientos directos aumentaron tanto en términos per cápita como en relación al PIB. Lo que quiere decir que, gracias básicamente a la expansión desenfrenada de los productos de cantera con destino a la construcción e infraestructuras, la economía española aumentó sus IMD un 50 entre 1996 y 2007, utilizado cada vez más recursos naturales para producir un unidad de PIB. O, alternativamente, la productividad de sus recursos menguó un 12 % en dicho período.

Debido a que la estrategia de crecimiento económico español durante la última fase alcista resultó especialmente gravosa en uso de energía y materiales, el desplome acontecido desde 2007-2008 afectó tanto a los sectores intensivos en recursos naturales (construcción e industria), como a las importaciones, lo que provocó una brusca reducción en el uso de los recursos naturales. La importancia de estos sectores hizo que la caída fuera más que proporcional al ritmo de deterioro del PIB, provocando así un paradójico incremento en la productividad de los recursos, aunque no achacable a un cambio hacia un modelo más sostenible, sino por reducción absoluta de los inputs debido al cese de la actividad. Esto explica que, en apenas tres años (entre 2007 y 2010), el aumento de la productividad de los recursos fuera de un 42% en términos de IMD. Por tanto, a juzgar por los datos no parece razonable pensar que España haya entrado a largo plazo en una senda desmaterializadora de aumento del PIB simultáneamente con una reducción en su utilización de recursos naturales. De ahí también que el desarrollo de la economía española no responda a la célebre hipótesis que marca la Curva de Kuznets Ambiental (CKA), sino que su evolución se desvíe de esa polémica tendencia#(1) (Carpintero, 2005, 2012).


Notas:
 (1).-La llamada “Curva de Kuznets Ambiental” relaciona en forma de U invertida la contaminación o utilización de recursos per capita de los países (representados en el eje vertical) con su renta per capita (en el eje horizontal), señalando que, una vez superadas las primeras fases de desarrollo muy costosas ambientalmente, los residuos emitidos y los recursos utilizados empiezan a disminuir con los aumentos de la renta. 

Impactos ecológicos recurrentes de la burbuja inmobiliaria

Las cifras anteriores muestran que son precisamente los productos de cantera -con destino al sector de la construcción y las infraestructuras- la fracción de mayor crecimiento absoluto, pero también la que ocupa el primer lugar en cuanto a tonelaje movilizado, acaparando en la pasada década del 2000 el 65 % del total de los inputs no renovables directos utilizados por la economía española. A bastante distancia aparecen los recursos energéticos que al final del período considerado representaban el 25 % de los flujos, dejando para los minerales —en sus dos formas— apenas el 10 % restante. Esto refleja un cambio considerable en la jerarquía de recursos naturales, al pasar de una situación, en 1955, de relativa igualdad entre los productos de cantera y los flujos energéticos, a un escenario en el que aquellos han superado en tonelaje ampliamente a los primeros (modificación que, sin embargo, no se ve confirmada en términos de valoración monetaria).

La exigencia de productos de cantera (caliza, etc.) fue de especial relevancia, no sólo en la “década del desarrollo” de los años 60 del siglo XX, sino más recientemente, pues proporcionó los recursos con que alimentar los sucesivos booms inmobiliarios de finales de los ochenta, los noventa y la primera década del silo XXI (Naredo 1996; Naredo, Carpintero y Marcos, 2008). Tal fue la estrecha relación entre crecimiento económico y las rocas de cantera que, en apenas la media docena de años de boom de finales de los ochenta, la extracción de éstas aumentó considerablemente, pasando de los 146 millones de toneladas en 1985 a los 236 millones de 1991, o de los 255 millones en 1995 y los 371 millones de 2000, hasta llegar a los casi 600 millones de 2007, justo antes del pinchazo de la burbuja inmobiliaria (Figura 3). La explosión de dicha burbuja llevó a una reducción del 73% en la extracción, con 159 millones de toneladas en 2016. Y todo ello con unas consecuencias ambientales nada inocentes.

En este sentido, resulta imposible enjuiciar la sostenibilidad ambiental de la economía española sin reflexionar con cierto detalle sobre una de las principales causas de insostenibilidad ecológica del modelo de desarrollo español: los sucesivos booms inmobiliarios vividos en las últimas décadas.

Haciendo balance, parece claro que la especulación urbanística sobre el territorio se ha alimentado de dos fuentes complementarias. Por un lado, el crecimiento del patrimonio inmobiliario urbano se ha logrado, en buena parte, a costa de terreno rústico que ha transformado su uso, tradicionalmente agrícola, para servir como soporte a la expansión de las ciudades. Las expectativas de recalificación a medida que la ciudad se iba extendiendo en forma de mancha de aceite fueron, y continúan siendo, un determinante fundamental en la trayectoria creciente del precio de la tierra ya desde los años ochenta del siglo XX, evolucionando de espaldas a los beneficios, muy moderados, proporcionados por el propio negocio agrario. Se comprende, entonces, que tales presiones hayan constituido un poderoso incentivo tanto para el abandono de la actividad agraria como para el auge de la especulación por los propietarios de ese suelo. Sólo así se explica que, ya a mediados de los años noventa del siglo XX, el 30 % del suelo rústico (no urbanizable) del municipio de Madrid recayera en manos de empresas inmobiliarias ajenas por completo a la actividad agraria, y que incluso el 27 % fuera propiedad solamente de 40 sociedades a la espera del cambio de uso correspondiente (Naredo, 1996).

Esta política de expansión territorial se ha visto complementada —desde hace décadas y dentro de las propias ciudades— con una estrategia de nueva construcción de inmuebles de mayor edificabilidad, pero demoliendo previamente las viviendas preexistentes y haciendo caso omiso de la rehabilitación y la recuperación de viviendas antiguas (Naredo, Carpintero y Marcos, 2008). Esta estrategia llevó a España a convertirse en el país europeo más destructor de su propio patrimonio inmobiliario urbano (Ministerio de Fomento, 2000). Una tendencia que llama aún más la atención cuando consideramos los antecedentes históricos de nuestro país en relación con otros territorios de la Unión Europea: España aparece como el lugar cuyo parque inmobiliario conserva una menor proporción de viviendas anteriores a 1940-1945 sobre el total (20%). Este hecho, que podría ser explicado por razones de la guerra civil de 1936-1939, casa mal con el porcentaje de viviendas con esas características en países como Alemania, mucho más castigados que el nuestro como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial y que mantienen porcentajes más elevados de viviendas antiguas (33%) (Ministerio de Fomento, 2000).

 El desenfrenado y especulativo ritmo de construcción hizo que, en la última fase alcista (desde 2001 hasta 2007), España superase en viviendas iniciadas totales a Alemania y Francia juntas, y las cuadruplicase en términos per cápita, cuando ambos países nos superan tanto en población como en territorio (Naredo, Carpintero y Marcos, 2008). El abrupto desplome producido desde 2008 es indicativo de la magnitud que en los años anteriores había alcanzado una burbuja inmobiliaria a la que, sin embargo, negaban su existencia la mayoría de los analistas#(2).

Estas mismas cifras revelan, además, que España se ha mantenido como uno de los países record en viviendas por 1000 habitantes de toda la UE, lo que pone bien a las claras que el problema de la vivienda no es un problema de cantidad o número, sino de acceso a la misma. Este hecho se ve confirmado por otro dato: mientras que somos el país con mayor número de viviendas por 1000 habitantes nos encontramos a la cola en viviendas principales (destinadas a hogar) por 1000 habitantes. Todo ello gracias a que ostentamos el récord europeo de viviendas desocupadas y secundarias en una muestra más del sesgo especulativo —que no atiende a razones de uso— alcanzado por el mercado inmobiliario en el territorio. Esta circunstancia explica también el fuerte incremento absoluto en el número de viviendas secundarias y vacías que se multiplicaron por 19 y 20 veces entre 1950 y 2001 (Figura 5), mientras que la viviendas para uso principal apenas se duplicaron. 


Notas:
 (2).-  Además de las referencias anteriores, de esta afirmación se salvan también, por ejemplo, los lúcidos análisis de García Montalvo (2008).

Por desgracia, semejante despliegue no podía ser ajeno a las consecuencias ambientales. Y no lo ha sido. En primer lugar, el desplazamiento económico hacia la nueva construcción, tanto de viviendas como de infraestructuras, se tradujo en una mayor demanda de recursos naturales, lo que se agrava aún más al comprobar que, en el caso de las viviendas, el 97 % del tonelaje de los materiales incorporados al edificio procede de recursos no renovables (principalmente piedra, arena y grava, pero también metales, plásticos, pinturas, etc.), llegando casi al 100 % cuando se trata de las infraestructuras de carretera. Si acudimos al Análisis de Ciclo de Vida (ACV) para ver lo que arrastra en exigencias ambientales un metro cuadrado de vivienda nueva, el panorama no es muy halagüeño. Por término medio, un edificio convencional de hormigón armado demanda en torno a una tonelada de energía y materiales por m2 construido (Tabla 1). Si tenemos en cuenta que en el momento álgido del último boom inmobiliario se iniciaron 900 000 viviendas — superando conjuntamente a las iniciadas en Alemania y Francia— y que cada m2 de una vivienda exige por término medio esas cantidades, la dimensión del despilfarro parece obvia.  

Un absurdo ecológico y económico tanto más llamativo cuanto que casi dos tercios de lo construido no estuvo justificado por la demanda de primera residencia, sino que fue a parar a viviendas desocupadas a la espera de revalorización y posterior venta para materializar la inversión, o a viviendas secundarias con ocupaciones medias de 22 días al año. Poco importa que, entre medias, batiéramos el record europeo en producción de cemento (60 millones de toneladas) y de hormigón armado (185 millones de toneladas) en 2006, o lo que es lo mismo, que hayamos producido cantidades que darían de sobra para pavimentar todo el territorio nacional a razón de más de una tonelada de cemento (o casi cuatro de hormigón) por hectárea.

Efectivamente, resulta imposible enjuiciar la sostenibilidad ambiental de la economía española sin reflexionar con cierto detalle sobre una de las principales causas de insostenibilidad ecológica del modelo de desarrollo español: los sucesivos booms inmobiliarios vividos en las últimas décadas.

Con datos del proyecto europeo Corine-Land Cover para el período 1987-2005, y explotados en varios valiosos trabajos (OSE, 2006; Prieto, Campillo y Fontcuberta, 2010), se observa que la superficie artificializada se ha incrementado en un 54 % entre 1987 y 2005, siendo muy preocupante el ritmo alcanzado en el primer quinquenio de la década de 2000. En efecto, entre 2000 y 2005 se duplicó el ritmo anual de artificialización con respecto al período 1987-2000, pasando de las 13 106 has/año a las 27 666 de media anual en los primeros años del primer decenio del siglo XXI. Como se ha resumido de manera acertada, se añadieron en ese quinquenio 3 hectáreas/hora de suelo artificial en forma de urbanización e infraestructuras (Prieto, Campillo y Fontcuberta, 2010).

Tal vez lo más llamativo es que, en ese proceso de continua ocupación y sellado de suelo fértil el principal damnificado ha sido un ecosistema especialmente frágil como es el litoral peninsular. En muchos casos entre un quinto y algo más de un tercio del primer kilómetro de costa se encuentra ya artificializado sin posibilidad práctica de revertir la presión urbanística. El afán de lucro tradicional de los promotores, unido a la falta de políticas racionales de ordenación del territorio y de una legislación, o bien permisiva o bien que no se aplicaba, han provocado que la “mancha de cemento” se extienda con una fuerza inusitada por las comunidades costeras y las grandes ciudades. 

Cabe subrayar, además, que las grandes ciudades no han sido sólo atractores de población, pues el actual modelo económico es también muy exigente en uso de recursos y ha convertido a estas grandes urbes en potentes receptores de energía y materiales del resto del territorio, utilizando a éste, en gran medida, como sumidero de los residuos generados. El caso de la energía eléctrica ofrece un ejemplo claro de “agujeros negros” en ciudades como Madrid y Barcelona que resultan, a este respecto, paradigmáticos (figura 6). Y no se suele ser consciente de ello, en parte porque al venir por el tendido, apenas nos percatamos de su existencia. 

Pero lo mismo ocurre con el grueso de recursos (oleoducto, gaseoducto, productos de cantera, alimentos, …) que, o bien llegan bajo tierra, o bien entran en las ciudades por la noche, evitando así que la población sea plenamente consciente de las servidumbres materiales y ambientales que conlleva su modo de producir y consumir. Todo ello abunda en una profundización división del trabajo del metabolismo español a escala regional que segrega las regiones entre aquellas especializadas en la extracción de recursos y posterior vertido de residuos, y las centradas en las labores de acumulación y consumo (Carpintero, 2015).

Un modelo deficitario en términos físicos…

A tenor de las cifras y tendencias manejadas hasta ahora, cabría preguntarse: ¿Cómo se ha logrado apuntalar este insostenible modelo económico en España? ¿Cuáles han sido los mecanismos que lo han permitido y alentado? Parece claro que el “milagro económico” observado a partir de los años sesenta del siglo XX entrañó otra transformación profunda en el metabolismo de la economía española. Tal y como atestigua la figura 7, en términos físicos, España modificó su posición como abastecedora neta de productos al resto del mundo en términos físicos para convertirse en receptora neta de los mismos. Cabe señalar que si en 1955 salían de nuestro territorio más de un millón de toneladas de materiales de las que entraban, a comienzos de los sesenta ya se importaban cinco millones más de las que se exportaban, hasta llegar, por ejemplo, en el momento álgido del último ciclo expansivo (año 2007), a los 172 millones de toneladas de déficit físico (con una reducción a 79 millones en 2015, como consecuencia de la crisis económica).   

Es decir, que por cada tonelada de mercancías que cruzaba la frontera hacia el resto del mundo, han entrado en nuestro país casi 2 toneladas más. La economía española ha venido acelerando así su desplazamiento en la carrera hacia el “desarrollo”, avanzando hacia posiciones en las cuales disminuye la exigencia física de energía y algunos materiales internos —porque se toman de otros territorios— concentrándose en las actividades de elaboración de manufacturas, comercialización y turismo como forma de equilibrar en lo monetario el desfase y la dependencia existente en términos físicos.

Si reflexionásemos únicamente a partir de los datos monetarios concluiríamos que el grueso del comercio español con el resto del mundo descansa en las manufacturas (en torno al 70% en la década actual). Sin embargo, cuando recaemos sobre los flujos físicos trasegados vemos que el cuadro se difumina un poco, cambia su tonalidad. Es ahora cuando se certifica que, en tonelaje, son los productos energéticos y minerales (incluidas semimanufacturas) los que representan al comenzar el siglo XXI el 72% de las importaciones totales españolas, llegando al 86% cuando se les suma la biomasa agroforestal. El resto, es decir, el 14%, recaerían sobre las manufacturas. Sin embargo, a pesar de que dominan el grueso del tonelaje importado, los recursos no renovables apenas suponen el 21% del valor total de las importaciones.  

Fruto de estas asimetrías físico-monetarias, llama la atención que, teniendo el 90 % de nuestro déficit contraído con los países más desfavorecidos de África, Asia y América Latina, el grueso del déficit monetario se lo abonemos a los países ricos en una proporción que dobla lo que pagamos a aquellos territorios más pobres (y que han hecho un esfuerzo ecológico y de destrucción de su patrimonio natural muy superior al del resto de los países de la Unión Europea, Estados Unidos o Japón) (Carpintero, 2015)#(3). De hecho, desde finales del siglo XX, África viene constituyendo nuestro principal acreedor en términos físicos, pues soporta en promedio en torno al 40% del déficit físico contraído por la economía española en los últimos años. Y ahí se encuentran el petróleo de Nigeria, el gas de Argelia, o los fosfatos del Sahara Occidental, etc. Sin embargo, el grueso del déficit monetario la saldamos con el conjunto de la UE.


Notas:
 (3).-Además, las exportaciones españolas de bienes intermedios, de equipo (cemento, productos metálicos y siderometalurgicos, maquinaria) y agrícolas hacia países africanos y asiáticos apenas logran compensar el desfase comercial físico español con estos territorios.

… Y territoriales:  la huella ecológica de la economía española

A este desequilibrio en términos físicos, hay que sumar el importante déficit ecológico-territorial acumulado por la economía española. Si quisiéramos traducir la utilización de gran parte de estos flujos de energía y materiales a hectáreas de territorio inmediatamente surgirían varias cuestiones: ¿cuánta superficie estaríamos ocupando realmente como consecuencia de nuestro nivel de consumo, esto es, por la biomasa (agrícola, pastos, forestal y marina) utilizada anualmente por la población española, más aquella parte destinada a los bosques necesarios para absorber el CO2 emitido por la quema de los combustibles fósiles? ¿Coincide esta superficie con la tierra ecológicamente disponible en nuestro estado? ¿En qué lugar nos encontramos respecto del resto de los países de nuestro entorno?. El instrumento que responde al nombre de “huella ecológica” (Global Footprint Network, 2018) puede ayudarnos en esa tarea.

La figura 8 pone de relieve hasta qué punto España, al igual que la totalidad de las naciones ricas, está viviendo por encima de sus posibilidades ecológicas ocupando hectáreas de territorio, de “espacio ambiental”, en regiones situadas más allá sus fronteras. Si asignáramos a cada ciudadano español, con criterios igualitarios, su parte correspondiente a la capacidad ecológica (biocapacidad) de España —en términos de productividad media mundial— tendríamos que a cada individuo le tocarían en torno a 1,3-1,5 hectáreas globales (dependiendo de los años) para abastecerse y absorber sus residuos. Sin embargo, el consumo realizado por esas mismas personas y la absorción de sus residuos —sólo la parte relativa al CO2— exigía en términos territoriales 5,98 hectáreas globales (hag) por habitante en 2007, lo que confrontado con una biocapacidad de  1,55 hectáreas en ese año arrojaba un “déficit ecológico” de casi 4,5 hag/hab. La crisis económica redujo estas cantidades y en 2014 el déficit era de 2,48 hag/hab.

Evidentemente, esta superficie, que casi triplicaba en 2007 la biocapacidad del territorio nacional per cápita, se está ocupando tanto en países de nuestro entorno de los que importamos bienes, como de regiones enteras del Sur global que nos abastecen de combustibles fósiles, minerales y alimento para el ganado o madera#(4). Además, 3,7 hag/hab, esto es, el 61 por 100 del total de la huella de 2007, serían las requeridas solamente para plantar los bosques necesarios con que absorber el CO2  producido como consecuencia del consumo de energía fósil que alimenta nuestros vehículos, electrodomésticos, etc. Esto ya más que duplicaría  casi toda la biocapacidad diponible de la economía española; y como se puede observar por los datos de la Global Footprint Network (2018), el panorama no mejora demasiado cuando nos acercamos al resto de los países ricos que pueblan el planeta.


Notas:
 (4).-En este último caso, la voracidad peninsular ha hecho que durante varios años España apareciese como el cuarto principal importador de madera tropical —buena parte de la cual procede de países asiáticos como Indonesia—, con origen en talas ilegales, o en explotaciones escasamente sostenibles.

Desde la economía de la “producción” a la economía de la “adquisición”

Todas las transformaciones descritas hasta ahora han producido una mutación importante en el metabolismo de la economía española. Si tenemos en cuenta que la utilización de combustibles fósiles y minerales no cabe calificarlo de producción sino de mera extracción y adquisición de recursos preexistentes; y dado que, en sentido estricto, sólo cabe hablar de producción tal y como se hace en ecología, es decir, como generación de productos vegetales por la fotosíntesis; los datos muestran que España ha pasado —al igual que en todos los países ricos—de apoyar su modelo de producción y consumo mayoritariamente en flujos de recursos renovables (biomasa agrícola, forestal, pesquera, etc.), a potenciar la extracción masiva de materias primas procedentes de la corteza terrestre y que por ello tienen un carácter agotable (Carpintero, 2005).

Tal y como refleja la Figura 9, el 60% de las 4 toneladas por habitante de energía y materiales que de forma directa pasaban por nuestra economía en 1955, procedían de la biomasa vegetal, mientras que el 40% restante tenía su origen en los combustibles fósiles y los minerales. Quince años más tarde, en 1970, la cifra se había duplicado alcanzando ya las 8 toneladas por habitante, pero los porcentajes se habían trastocado de forma simétrica acaparando los flujos no renovables el 60% y la biomasa vegetal el 40 restante. En 2007 las casi 23 toneladas por habitante de IMD se distribuían ya entre el 83% para combustibles fósiles y minerales dejando sólo el 17% para la biomasa. En esta expansión cabe resaltar la importancia de los productos de cantera que, constituyendo el grueso de los flujos no renovables directos, han sido determinantes en las últimas fases de auge, y también en el desplome que se ha producido desde 2008 en adelante.

La transición hacia una economía de la “adquisición” no sólo ha modificado las proporciones de uso entre los diferentes tipos de recursos naturales. En lo referente a los flujos bióticos, aunque en menor proporción que los no renovables, la expansión vino también de la mano de importantes cambios en la lógica ecológica de su aprovechamiento. De un lado, la estrategia productivista característica de la evolución de la agricultura, la ganadería y la gestión forestal, se ha asentado sobre la desconexión entre la vocación productiva de los territorios –según sus características ecológicas– y los aprovechamientos a que han sido destinados.

Así en la agricultura con la introducción de cultivos muy exigentes en agua y nutrientes en zonas de la península no muy bien dotadas para ello, lo que ha provocando situaciones de sobreexplotación de los propios recursos y de captación masiva de recursos no renovables (petróleo) procedentes de otros territorios. O la ganadería, donde la orientación productivista incentivó la estabulación, el abandono de los pastos, y la extinción de especies autóctonas mejor adaptadas. La misma lógica acabó también extendiéndose a la gestión forestal con la sustitución de especies autóctonas por otras de crecimiento rápido, convirtiendo así las “sociedades de árboles” que son los bosques, en los “ejércitos de pinos” de las repoblaciones (Carpintero, 2005).

Sabemos por los diferentes balances energéticos de la agricultura española (Naredo y Campos, 1980; Simón, 1999; Carpintero y Naredo, 2006), que la “modernización” agraria alumbró una agricultura con cargo a los combustibles fósiles (fertilizantes, maquinaria, etc.) que no sólo significó una simple sustitución de fuentes de energía diferentes, sino el incremento espectacular del gasto energético por hectárea cultivada y por producto obtenido. El resultado ha revelado la manifiesta ineficiencia energética de una agricultura moderna que casi exige más energía en forma de inputs de la que aporta en forma de alimentos y cultivos. Mientras que en los años 50 del siglo XX por cada kilocaloría invertida en la agricultura y la ganadería en forma de inputs externos (sin considerar los reempleos), se obtenían 6,1 kilocalorías como alimento; a comienzos del siglo XXI apenas se llegaba a la unidad. Y dado que es la agricultura la principal fuente de alimentación para la población, no parece muy sensato hacerla depender en el futuro de recursos naturales que, por definición, son agotables. La consecuencia es que se ha terminado convirtiendo una actividad que tradicionalmente se apoyaba sobre la energía renovable en algo subsidiado por los combustibles fósiles. 

En resumidas cuentas, si la sostenibilidad ambiental del sistema económico debe articularse a través de fuentes de energía derivadas del sol y en el reciclaje y reutilización de los materiales trasegados, el cambio operado en el metabolismo económico de nuestro país y su acentuación en los últimos tiempos no parecen ir en la dirección adecuada.

ALGUNOS PROBLEMAS ECONÓMICO-AMBIENTALES PERSISTENTES: LA CONTAMINACIÓN ATMOSFÉRICA, EL AUGE DE LAS INFRAESTRUCTURAS Y LA MOVILIDAD PRIVADA 

 Es necesario cerrar los ciclos de materiales convirtiendo los residuos en nuevos recursos aprovechables. Foto: Álvaro López. 

Finalmente, parece claro que el funcionamiento de este modelo económico y territorial ha impuesto además la movilidad motorizada y la expansión de las infraestructuras de transporte al servicio del vehículo privado. Durante muchos años, el tradicional “atraso” de la economía española sirvió como excusa para una política expansiva de las infraestructuras de transporte (carreteras, autopistas, autovías, …) que venciera esa secular “rémora” heredada.  los argumentos esgrimidos entonces, lo que no parece tener sentido es seguir razonando desde hace más de dos décadas en la misma línea. Pues si algo ponen de manifiesto las cifras es que la economía española ha dejado de estar en el furgón de cola de los países de nuestro entorno en variables como el consumo de energía y materiales, pero también en automóviles por habitante, o kilómetros de autopistas y autovías per cápita (Estevan y Sanz, 1996; Sanz, Vega y Mateos, 2014; Bel, 2010). 

Vale la pena recordar que, desde el punto de vista territorial, la red total de carreteras y viario ya ocupa el 4 por 100 de nuestra superficie, y que a dicha expansión de las infraestructuras le ha seguido un incremento espectacular en la utilización de vehículos a motor que, en 2000, alcanzaba ya los 23 millones (de los cuales 17 millones eran automóviles), pero que en 2016 asciende ya a 32 millones, de los cuales 22 millones son automóviles privados (Ministerio de Fomento, 2016). Con casi 17.000 kilómetros de vías de gran capacidad (Ministerio de Fomento, 2016) somos el país europeo con la mayor red, superando desde los años 90 en longitud total a Italia, Japón o Gran Bretaña (Estevan, 2002), (y desde hace tiempo también por encima de Alemania), y el tercero del mundo después de Estados Unidos y China (Ministerio de Fomento, 2016).

Pero estos resultados, lejos de generar orgullo, esconden un despropósito económico, social y ambiental que se incrementa cuando les añadimos las cifras derivadas de la implantación de las líneas de AVE en el territorio: España es el segundo país del mundo en líneas de AVE, por delante de Francia o Japón, y sólo superado por China. Sin embargo, la mayoría de estas infraestructuras se han acometido sin estudios previos de aforo ni Análisis Coste-Beneficio (ACB) de rentabilidad social –aunque fueran convencionales– que las justificaran. Y lo peor es que, en aquellos casos en que las partidas monetarias han sido más cuantiosas (líneas de AVE) se ha hecho caso omiso de las contundentes conclusiones de los ACB que, en esta ocasión, sí se realizaron#(5). Conviene recordar que el AVE, con mayor red, soporta menos del 20 % de pasajeros que Francia (con una red más pequeña) (Bel, 2010); que socialmente es fuente de desigualdad pues más del 60 % son billetes institucionales (pagados por empresas o administraciones) a individuos de renta generalmente alta; y que su puesta en marcha exige, de ordinario, una línea de alta tensión que incrementa sustancialmente el impacto energético por viajero transportado, lo que, conjuntamente, sería suficiente para desecharlo desde casi todos los puntos de vista en comparación con el ferrocarril convencional (Estevan y Sanz, 1996; Sanz, Vega y Mateos, 2014). #(6)

No nos detendremos, sin embargo, en revisar con detalle las consecuencias ambientales de esta estrategia avalada por los sucesivos planes de infraestructuras (PEIT, etc.), ni las del ciclo integral del transporte (Sanz, Vega y Mateos, 2014). Sólo mencionaremos sus efectos como causa determinante del incremento de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) a la atmósfera, especialmente de CO2. Unas emisiones que se han multiplicado por 15 veces desde mediados del siglo XX pasando de los 22 millones de toneladas a los 344 millones de 2007,  duplicando así la tasa de aumento del PIB en el mismo período. Esto explica que la intensidad de emisiones por unidad de producto se haya más que doblado desde 1955; de la misma manera que las emisiones per cápita incrementaron su valor espectacularmente, pasando de las 0,78 tm/hab de 1955 a las 7,6 de 2007, esto es, multiplicándose por casi 10 en cinco décadas (Figura 15), para luego descender, como consecuencia de la crisis económica, hasta las 5,1 tn/hab de 2016. No en vano, el transporte absorbe el 40 % del consumo de energía directa —llegando casi al 50 % si se contabiliza la requerida para poner en marcha todo el ciclo completo del transporte (construcción de vehículos, infraestructuras, …) (Estevan y Sanz, 1996; Sanz, Vega y Mateos, 2014).  

Notas:
 (5).-El primero de ellos, sobre la línea Madrid-Sevilla, se realizó a posteriori (algo que debería haber realizado a priori la administración) por dos investigadores universitarios y los resultados fueron claramente negativos (De Rus e Inglada, 1993): Y lo mismo en el siguiente caso de la línea Madrid-Barcelona (De Rus y Román, 2006). Para el proyecto de la “Y” vasca, los resultados siguen siendo también negativos (Bermejo, 2004; Bueno, Hoyos y Capellán-Pérez, 2017).
 (6).-Todo esto ha sido denunciado y reconocido recientemente incluso desde organismos como la UE que han financiado una parte importante de estas infraestructuras. En un reciente y demoledor informe del Tribunal de Cuentas Europeo para todas las líneas de AVE de la UE se enfatizaba el carácter despilfarrador de estas inversiones llegando a afirmar que  cada minuto de trayecto ahorrado había costado más de 100 millones de euros (European Court of Auditor, 2018) 

Dado que el CO2 representa en torno al 80% de los GEI, todas estas son cifras que desde 1997 se encuentran muy alejadas de lo que el cumplimiento del Protocolo de Kyoto obligaba a España. En efecto, ya en 1997 se igualaba la cifra de aumento de las emisiones totales de GEI permitidas para el 2008-2012 con respecto a 1990 (que se acordó en el 15%), llegando en 2007 al 61% el incremento de los GEI con respecto a 1990 (MAPAMA, 2018). La ironía histórica ha provocado que, lejos de cumplir el compromiso promoviendo un cambio en el modelo económico y energético, haya sido el declive económico tan pronunciado desde 2008 el que, en tan sólo dos años, lograra  una reducción sustancial de las emisiones: en 2009 éstas se colocaban “sólo” un 31 % por encima de la referencia de 1990, y hubo que esperar a 2016 para que la senda de reducción se situara en el 14 % de incremento respecto a 1990 (MAPAMA, 2018).

Como se puede observar, aquí también ocurre, por el lado de los residuos gaseosos (output), el mismo proceso que se documentaba en anteriores epígrafes por el lado de los inputs de recursos. El modelo económico español utiliza en las fases de auge energía y materiales más que proporcionalmente al incremento del PIB (y genera, también, residuos en una proporción mayor), mientras que en las fases de declive esa tendencia experimenta una caída también más que proporcional al declive de la actividad. 

CONCLUSIÓN 

Las páginas precedentes han mostrado los conflictivas relaciones entre crecimiento económico y deterioro ecológico y, por tanto, los rasgos básicos de insostenibilidad ambiental que el modelo económico español ha arrastrado durante las últimas décadas. Un modelo económico que  durante el último medio siglo ha revelado su especial dependencia de los recursos naturales para la producción de bienes y servicios. Una dependencia que, lejos de atenuarse, se ha venido incrementando de manera creciente desde la década de 1960 arrojando, a la vez, un resultado sorprendente en términos de ineficiencia ambiental y preocupantes déficits físicos y territoriales. La ruptura de los años 60 se ha visto agravada por un momento importante de aceleración de las tendencias insostenibles que se produjo a partir de mediados de los años 80. En esa aceleración, tuvieron mucho que ver tanto las tendencias internas (boom inmobiliario, ineficiencia energética, etc.), como el recurso creciente al resto del mundo derivado de la mayor inserción internacional de la economía española (tanto con la UE como con el resto de países). 

La misma lógica acabó también extendiéndose a la gestión forestal con la sustitución de especies autóctonas por otras de crecimiento rápido. Foto: Roberto Anguita. 

Las dos últimas burbujas inmobiliarias sufridas por la economía española (1986-1992) y (1996-2007), así como las poco sostenibles prácticas agrícolas, ganaderas y forestales han degradado de manera importante la base de recursos y las posibilidades de reconversión económico-ecológica española: desde los procesos de urbanización y sellado de suelos que han afectado a todo el litoral, al agravamiento de la erosión, el empeoramiento de la calidad del aire asociada a la contaminación, o la mengua en la calidad de los alimentos y el deterioro de los paisajes y el territorio. Durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX, la mitología del crecimiento de la producción y del aumento del PIB ha encubierto realmente procesos de adquisición y destrucción de riquezas sin precedentes.

Todo ello supone una pesada losa en la etapa actual y una peligrosa dinámica que, evidentemente, puede reproducirse en los próximos años, comprometiendo gravemente el bienestar tanto de la generaciones presentes como de las futuras.

 

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