ambient@

LOS AÑOS MÁS HERMOSOS

Jesús Casas Grande 

Vive rápido, muere joven, y deja un bonito cadáver

Del film “Knock on any door”, de Nicholas Ray

¿A qué edad se deja de ser  “enfant terrible”? ¿A qué edad se deja de pertenecer a esa temida categoría de persona audaz, pretendidamente irrefrenable, convencida de que puede cambiar el mundo y que decidida tratar de convertir sus sueños en realidades? Quizá sea el tiempo, las situaciones, la propia evidencia inmutable del devenir cambiante, por no decir el agotamiento físico, las desilusiones personales y los desencuentros emocionales los que poco a poco amilanen las intenciones, por más que nunca deje de latir la ilusión por cambiar las cosas. Dicen que pertenecí a esa categoría. Y tal vez, en este esfuerzo de recordar para ilustrar, me atrevo a decir que si lo fui, sigo perteneciendo. Y no me arrepiento. Creo que, con todo, mereció la pena. Que, aunque nada perdure y pronto todo acabe distorsionado entre el recuerdo y el olvido, de no haber ocurrido lo que ocurrió, todo hubiera sido distinto y peor. Y no hay vanidad al afirmarlo, pero si me siento, es verdad, orgulloso de haber estado ahí. En este mundo de medias verdades, sonrisas desinfectadas, y palabras calibradas, uno, de vez en cuando, debe encontrar el valor de quitarse la máscara de terciopelo de la boca, y, tras repeler la náusea, decir lo que piensa.

En el tiempo que transcurre entre los últimos lustros del pasado siglo y el primero de este, los parques nacionales de España vivieron una revolución copernicana, que les llevó a convertirse en referentes de casi todo lo que se hacía en España en materia de conservación de la naturaleza. Trasmutados en gigantes, con pies de barro, se adentraron en sendas y procesos innovadores, hicieron amigos sin caer en la cuenta de que suscitaban  resquemores, tocaron el cielo con la punta de los dedos al tiempo que despertaron iras de poderosos silentes. En algún caso, sin quererlo, resultaron insolentes. Algunos les calificaron de prepotentes. Fueron defendidos por todos pero apoyados por pocos. Se rodearon de ecos laudatorios pero no encontraron suficiente acomodo en el gesto sencillo de la proximidad. Y acabaron, perdidas las referencias, cayendo, incapaces de dar un salto adelante, en una rutina atona de la que nada me ilusionaría más que el que pudieran recuperarse.

¿A qué edad se deja de ser “enfant terrible”? ¿A la edad en que ya nos atrevemos a decir lo que en realidad pensamos, o a la edad en que ya nada importa lo que se diga? ¿En el momento en que ya nada aliente la ilusión? ¿Cuando los paisajes perdidos ya hayan muerto en su recuerdo aunque la memoria aún siga viva?

Quizá, por el contrario, sea en esas circunstancias con los años ya colmados, cuando se sea más “enfant terrible” que nunca. Cuando por fin, entrado el otoño, las hojas cayeron y se puede entrever la magnitud del bosque. Cuando desde la distancia, tu discurrir ya nada tiene que ver con ese caer de las hojas, y cuando tu vocación y tu deseo de volver a internarte entre la hojarasca empiezas a dudar de poder y querer cumplirlo.  En ese momento en que todo empieza a ser simplemente el más hermoso de los recuerdos, y en el fondo, porque lo prefieres dejar así,  deseas no volver a andar aquellas sendas en las que fuiste tan feliz.

En poco menos de un lustro en Doñana se alumbraron respuestas técnicas que han continuado vivas y resultado eficaces durante décadas. Foto: J.M. Reyero. Fototeca CENEAM.  

HABLAR DE PARQUES NACIONALES... 

Hablar de parques nacionales, de la espasmódica construcción de la Red de Parques Nacionales de España, de la configuración de su arquitectura, de la descripción de ese apasionado periodo para estos espacios que nace a mediados de los ochenta y concluye aplastado por la exigencia de la legalidad a mediados de la primera década del presente siglo es para mí un ejercicio tremebundo. Es hablar de mi vida. Es hablar de los sitios con los que me identifique y en los que aún se me identifica. Es hablar de un arrebato de encuentros, deseos, ilusiones, y hechos. Es hablar de construcciones que aún me hablan y personas a las que amé. Es hablar de cómo un grupo de gentes, porque nunca fuimos nada más que un simple grupo, convertimos nuestro proyecto personal en un proyecto vital, sorteamos políticas de uno y otro signo, alabeamos normas buscando resquicios favorables, acariciamos rostros repulsivos cuando fue necesario, nos prendamos de lo intangible como estímulo imbatible, y derrochamos pasión en todos y cada uno de los puertos que visitamos. Otros los vendieron, algunos lo construimos. No me resulta difícil hablar de ello, de cómo crecimos  y como escapamos, o nos escaparon. Y agradezco a los que estiman que lo que pueda decir tenga algún valor el que me permitan hacerlo. Pero me resulta imposible ser neutral.

Siempre dijimos que éramos técnicos, meros gestores. Con cuanta frecuencia nos refugiamos burlones detrás de esas palabras. Pero no era cierto. Porque nada de lo que hicimos en esos años fue ajeno a la ideología. Queríamos construir un modelo de conservación rigurosa al servicio de la preservación de las muestras mejores, las más señeras, y más representativas de la naturaleza de España. Queríamos elevar a la categoría de símbolo imperecedero, ajeno a los avatares del uso y de la explotación, aquello del patrimonio natural que nos identifica y nos une. Queríamos dejar a los futuros españoles la esencia de como su universo es y debería seguir siendo. Queríamos ayudar a la sociedad a renunciar a sentirse la dueña de una naturaleza de la que solo es temporal administradora. Queríamos romper las cadenas del hoy para liberar el viento del mañana. Y queríamos servir de ejemplo, de referente, de senda a surcar por una sociedad que debía caminar hacia la solidaridad intergeneracional. Para eso había que tener conocimientos técnicos, sí, y había que orquestar un modelo gestión, también, pero nada más lejos de sabernos una aséptica burocracia ejecutora exenta de ideología. 

Nunca fuimos neutrales. Nunca pretendimos encontrar el equilibrio. Las palabras, los consensos, los acuerdos, las atribuladas componendas, todo eso vino después. Tal vez afortunadamente, pero vino después. Vino como resultado del desgaste, de la complacencia, de la acomodación, de la necesidad, incluso de la reflexión. Pero en principio, y espero que nadie se escandalice, nos negamos a ser abono para alimentar la vieja política de los equilibrios. Éramos conservacionistas, nos importaba poco lo que estuviera más lejos o más cerca. Solo aspirábamos a hacer simple y llana conservación. Si en ello hay algo de culpa que no haya prescrito, aún somos culpables. Pertenezco a una generación de jóvenes urbanos sin horizonte cuya vivencia y esencia familiar aun latía a campo y a ruralidad por los cuatro costados. Hijos de esa tremenda transformación social que vivió España a partir de los años cincuenta, alimentados en una conciencia ambiental incipiente de un país que quería salir del atraso social, político, cultural y económico de siglos, el reencuentro con el pasado significa entender la naturaleza desde una lectura distinta a la deparaba el anquilosado atavismo rural. Había que cambiarlo todo para hacerlo mejor. La irrupción de lo ambiental en los años setenta y ochenta en la conciencia colectiva de los más jóvenes conllevo un cambio de paradigma absoluto de la visión de nuestro medio natural, que no tardó en identificar como el contrafuerte a derribar entre los vetustos arcanos de la política forestal de postguerra.  

UN MUNDO NUEVO 

Cuando a mediados de los ochenta algunos de esos jóvenes nos incorporamos a la función pública, ingenieros del ICONA,  las caras de aquellas viejas glorias de lo forestal no entendían nada. Éramos sus sucesores pero hablábamos un lenguaje completamente distinto. España estaba cambiando. Un mundo nuevo quería surgir y tenía, forzosamente, que rechazar lo previo. Con el tiempo he llegado a entender que no todo el pasado era despreciable, y que muchos de aquellos incrédulos añosos servidores del régimen anterior eran magníficos profesionales tan estupefactos con lo que veían como ahora lo puedo ser yo ante algunas cosas que se dibujan a mí alrededor. Pero en aquel momento la cuestión no admitía matices. Era blanco o negro.

Un cumulo de circunstancias, probablemente inicialmente inconexas, propiciaron que a mediados de los años ochenta la política nacional de parques nacionales tomase un elevado protagonismo que la llevó a ser la referencia, por más de dos décadas, para muchas de las cosas que se hicieron en España en relación con la conservación de la naturaleza. La nueva organización territorial, el Estado de Autonomías y la Constitución del año 1978, crecían con la voluntad de dibujar un escenario de libertad responsable donde todos pudiéramos encontrar acomodo. Lo ambiental también encontraría hueco, aunque probablemente pocos aventurarían entonces el peso y la trascendencia que posteriormente ha llegado a tener.

La Administración del Estado trasfería sus competencias a las nuevas administraciones autonómicas  que, como administración de proximidad, estaban destinadas a gestionar las cuestiones que de forma más inmediata se relacionan con la ciudadanía. En el caso de las competencias en naturaleza la transferencia operó sobre la práctica totalidad de la actividad. Según las memorias oficiales de la época, el 99,7% de la actividad del ICONA fue transferida. Yo me incorpore en el año 1985 a un ICONA esquelético y hueco, vaciado de responsabilidades, que sin embargo se negaba a encarar su transformación. De hecho languideció una década más hasta la consumación definitiva. El Estado necesitaba proyectos con que mantener la referencia de la visión general. El Estado necesitaba símbolos orquestados en las nuevas formas con que dibujar su capacidad de hacer nueva política.

En ese contexto hay que situar la decidida apuesta por los Parques Nacionales. La apuesta por mantener en el ámbito de la responsabilidad colectiva los elementos más singulares de nuestra naturaleza. Desde esa intención, en una administración general del Estado vacía de personal por las transferencias, pero con más capacidad económica de la que un reparto calvinista y riguroso de dinero hubiera deparado, es cuando se produce la irrupción de una nueva generación de profesionales conservacionistas. Es verdad que no nos inventamos los parques nacionales, pero, que se me perdone el atrevimiento, nos los entregaron, asumiendo el riesgo, apostando por una nueva gente, permitiéndonos hacer y, quizá lo más importante, dando respaldo a las decisiones difíciles.

A finales de los años ochenta los Parques Nacionales, reservados bajo gestión exclusiva del Estado, se habían configurado como el principal argumento de la política de naturaleza del Gobierno de España. Un frase para el recuerdo… “No entiendo muy bien qué es eso de la conservación, pero quiero los mejores Parques Nacionales” se le pudo oír a un Ministro del ramo y es bastante ilustrativa de la situación. A esa sumemos otra, de ese mismo responsable a la vista de cómo actuaban sus jóvenes turcos… “No entiendo nada de lo que hacen, lo cierto es que trabajan como cabrones”. Siempre estaré en deuda con aquellos responsables políticos que se atrevieron a depositar la responsabilidad y la libertad en una generación de recién llegados. Han tenido que pasar treinta años, y sólo al vislumbrar ya el puerto final de la travesía, para poder volver a sentir la fresca libertad, de ideas y de capacidades, que disfrutamos en aquellos tiempos.

Y no faltaron situaciones difíciles. No faltaron momentos para demostrarlo.

Doñana se convirtió en el laboratorio del enfrentamiento entre el pasado y el futuro, entre lo teóricamente viejo y lo pretendidamente nuevo. Foto: J.M. Reyero. Fototeca CENEAM. 

DOÑANA, ESE COMPLEJO CALEIDOSCOPIO 

A finales de los años ochenta el Parque Nacional de Doñana era ya ese complejo caleidoscopio arrebatado en donde se amalgamaban  los mayores estímulos conservacionistas, el modelo más rigorista de conservación posible, y la demanda territorial de un espacio convulsionado en donde la transformación, cualquier transformación, se identificaba con progreso. Doñana no es un parque nacional mejor ni peor, más allá de la conciencia emocional de cada uno, pero en ese momento era el gran gigante del sistema y el referente de todas las complejidades del nuevo modelo. Doñana se convirtió en el laboratorio del enfrentamiento entre el pasado y el futuro, entre lo teóricamente viejo y lo pretendidamente nuevo. Todavía me cuesta entender cómo fue posible que se dejase en las manos de un equipo de inexpertos, a los que tanto se les puede calificar de audaces como de insensatos, la responsabilidad de un espacio de esas características. Pero esa fue a la situación. A finales de los ochenta, en pleno conflicto con la transformación turística (urbanización Costa Doñana) y reconversión en cultivos intensivos de regadío (plan Almonte Marismas) en el entorno del parque nacional, la administración del Estado decidió encomendar, en competencia exclusiva, la gestión del aquel espacio, la “joya de la corona”, a un grupo de jóvenes conservacionistas con una experiencia de gestión que, en el mejor de los casos, no superaba un par de años.

La oposición del ICONA a la urbanización Costa Doñana, la batalla contumaz por no permitir la presencia del regadío al sur del Rocío, o la puesta en marcha de la expropiación de más de 10 000 hectáreas en el interior del parque nacional fueron apoyadas sin fisura desde la superioridad, por más que generaron conflictos e incomprensión tanto en la acrisolada clase dominante como en la propia administración autonómica. Cuesta creer que esa libertad que gozamos los gestores, esa autonomía para tomar decisiones y llevarlas a cabo, esa liberalidad para permitir encauzar los recursos económicos a los objetivos  previstos, esa falta de censura para con todo, ese respeto y ese respaldo pudieran tener ahora continuidad.  Y tengo que recordarlo porque así fue. Porque así fue, y porque creo que, sinceramente, no fue mal.

En poco menos de un lustro en Doñana se alumbraron respuestas técnicas que han continuado vivas y resultado eficaces durante décadas. La prioridad absoluta a la conservación, literalmente a costa de lo que fuera, la consideración del interés general por encima de todo, el respeto al conocimiento científico y a la técnica, la supeditación del cortoplacismo a las visiones a largo plazo, el principio de prevención, el balanceado equilibrio entre la no intervención y la gestión activa, la puesta a disposición de la ciudadanía de los valores naturales sin menoscabo de su conservación, la consideración del uso público como un servicio público esencial, el entender la conservación como un acicate para el desarrollo económico que debía repercutir fundamentalmente en los actores territoriales, el mantener la posición y el criterio aún a riesgo de no ser entendido, la actitud dialogante y abierta sin demérito de la defensa de las posiciones, la gestión directa desde el territorio pero bien impregnada de visión de Estado y sentido trascendente. La consideración de que los espacios no se gestionan solos, sino que necesitan una organización administrativa y una burocracia organizada detrás, el rigor en el gasto, la disposición a la transparencia y a la explicación, la construcción de un modelo donde todo el mundo es escuchado, todo el mundo es atendido, pero no todo lo que se dice tiene, por el hecho de ser dicho, que ser tomado en consideración.

Todo eso es el balance de unos años de libertad y de creación. Con el paso del tiempo y la acumulación de situaciones, creo que aquellos años y aquellos hechos, realmente fueron la aventura más hermosa. Cimentaron complicidades que aún duran, y dibujaron surcos indelebles en la forma de ser de muchos de nosotros. Nos enseñaron a entender y aceptar el afilado rosto de la realidad y la convivencia. También aprendimos a asumir los errores, y entender que no todas las batallas se pueden ganar. Creo que los últimos recuerdos que se perderán en mi memoria estarán impregnados del aroma de la marisma, de arenas dunares movidas en el viento, y del susurro cálido de una playa eterna. Será un final hermoso. Dejé Doñana a finales de 1994, aunque en realidad lo que dejé es una mera referencia administrativa en el libro de la trayectoria laboral. Doñana no se deja nunca.

A finales de 1994 los Parques Nacionales tenían la sensación de estar al comienzo de un tiempo nuevo. Doñana acababa de reconocerse por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad. Ciegos a la indefinición legal en la que nos encontrábamos; la cómoda y eficiente gestión exclusiva del Estado estaba pendiente de la interpretación que de la norma, la Ley 4/89 de conservación de los espacios naturales y de la flora y fauna silvestre, pudiera hacer el Tribunal Constitucional, teníamos la sensación de que era el momento de dar un salto adelante. El tiempo transcurrido desde la interposición de los recursos de inconstitucionalidad por las Comunidades Autónomas, y el silencio con que suelen evolucionar estos procesos, generaba una especie de amnesia colectiva.

Tiempo habrá a lo largo de estas letras para revisar el concepto de gestión, pero sin demérito de nada, es notorio que aquellos años de gestión exclusiva del Estado, cuando todavía las distancias existían y nada imaginaba lo que acabaría siendo el correo electrónico, fueron buenos para la conservación de los parques nacionales y para el fortalecimiento de la capacidad de los gestores. Sin duda la conservación tenía un punto de contundencia que a veces resulta difícil de mantener en un escenario de subsidiariedad, pero nadie podrá negar su eficiencia. Los parques nacionales no se gestionaban desde Madrid, se gestionaban desde los parques, pero con una independencia y una visión general que, aunque no todos lo reconozcan, la mayoría de los gestores actuales probablemente envidiarían. Que esa cara tenía una cruz, que a veces generó insatisfacción con los territorios, y que algunos suscitó contradicciones al evidenciar la discontinuidad entre los criterios de gestión a uno y otro lado de la línea divisoria es también verdad, pero eso no quita realismo a un modelo en que el Estado echó el resto para que funcionara y funcionara bien, aunque no descarto que así lo hiciera porque era lo único que podía hacer.

En esas fechas el ICONA se enfrentaba a su último intento por sobrevivir a su propia historia. El vetusto organismo de los setenta, creado para rejuvenecer la imagen del poderoso Patrimonio Forestal del Estado, no lograba superar las distancias emocionales que mantenía con la parte más comprometida con la conservación de la sociedad. La iniciativa de nombrar como director a un reconocido miembro del movimiento ambiental no solo no supuso un nuevo aire sino que se saldó con un absoluto fracaso que ha lastrado, y mucho, cualquier iniciativa posterior de ese tipo.

Después de aquello, el organismo ya no tenía más recursos ni más posibilidades. Había quemado su ciclo y concluido su historia. Solo restaba tiempo de descuento. Y sin embargo, para el joven gestor venido de provincias, en los despachos perdidos de Gran Vía de San Francisco el reencuentro con aquellos vetustos ingenieros, ya fuera de tiempo y de época, permitió ver cómo, lejos de esa visión prepotente, distante y anticonservacionista, en realidad se estaba ante algunos esplendidos profesionales, que habían gastado su vida en defender proyectos que consideraban precisos derrochando esfuerzo y rectitud. A ellos les debo ese “saber hacer” funcionarial que algunos quieren atribuirme y que es básico para salir indemne de las luchas palaciegas capitalinas, y con ellos me reencuentro ahora cuando escucho discursos que no entiendo nada dichos con la misma vehemencia con la que yo probablemente defendía entonces mis argumentos. 

PICOS DE EUROPA, ENTRE LA OPOSICIÓN Y EL ENTUSIASMO 

En el año 1995 las Cortes Generales declararon, por ley 16/95 de 30 de mayo, el Parque Nacional de los Picos de Europa. Esa declaración, y lo que se ha deparado de ella a lo largo de más  de veinticinco, supone, sin duda, un antes y un después en los parques nacionales. Creo que, trampantojos aparte, supuso una ruptura en la integridad conceptual de lo que hasta ese momento eran los parques nacionales. Seamos sinceros, cuando se declaraba sabíamos que no se declaraba un parque nacional. Veinticinco años después sigue sin serlo.

Debo pedir disculpas porque es muy fácil, y resulta casi autocomplaciente, decirlo ahora, pero la realidad es que el modelo de gestión conservacionista que veníamos defendiendo, con sus lógicas carencias en algún punto, allí se quebró. Se declaró Picos de Europa sin consenso territorial, con la oposición férrea de unos y el entusiasmo inconsciente de otros. Se declaró como instrumento al servicio de otras cuitas, y se declaró con una simplicidad y falta de juicio que aún hoy sorprende. Se declaró con miles de personas viviendo en su interior, con casas, con aprovechamientos, y con una realidad territorial que, inequívocamente, impedía gestionarlo como pretendíamos gestionar los parques nacionales.  

Con Picos de Europa declarado se abrió un frente de conflicto con el mundo ruralista, con los residentes, y con la compatibilización de los usos tradicionales. Foto: C. Valdecantos. Fototeca CENEAM. 

Pero se declaró. Se declaró y abrió una grieta conceptual en el sistema por el que luego se han colado, se están colando, más y más excepciones que, por más que las vendamos como diversidad, reconocimiento de la realidad territorial, atención explicita a los usos preexistentes, voluntad de conciliar la conservación con el territorio…, por más que digamos todo es…, han debilitado conceptualmente a la Red de Parques Nacionales de España más que cualquier otra cosa. Más desde luego que la más contundente de las sentencias del Tribunal Constitucional. 

Todos los posteriores intentos de rectificación fueron inútiles. Todavía deben estar acumulados en algún cajón ministerial los mapas de la propuesta de adecuación que se elaboró en 1998 y que, a pesar de estar consensuada y acordada por todos, políticamente no hubo fuerza para llevar adelante. Esa circunstancia permite avalar una tesis que creo que no debiera ser ajena a los tomadores de decisiones en materia de parques nacionales… Puede que declarar un parque nacional sea difícil, que lo es, pero rectificar los errores de una declaración… Eso es imposible.

Con Picos de Europa declarado se abrió un frente de conflicto con el mundo ruralista, con los residentes, y con la compatibilización de los usos tradicionales. Un frente de conflicto que nos ha obligado a reconvertir nuestro discurso, debilitándolo,  y no nos ha generado ningún éxito. Veinticinco años después, y a pesar del esfuerzo de contemporización, la cuestión sigue abierta, y el parque nacional se sigue sintiendo, por más que a veces las voces callen, como una imposición. Un frente de conflicto que, más allá de las palabras, no hemos suturado bien. Y realmente no estoy seguro de que sepamos como suturar.

La experiencia de Picos de Europa nos arrojó de bruces a la realidad de nuestra limitación como sistema de conservación. Todo se debe conservar, pero no todo debe ser parque nacional. No podíamos pretender ser el estrecho curso por donde circulasen todas las aguas de la protección de la naturaleza. No podíamos pretender patrimonializar las respuestas. No bastaba con tener las ideas claras, porque no era cuestión de claridad ni de bondad. Era cuestión de ajuste y de oportunidad.

LA AMBIGUA SENTENCIA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL 

En el año 1995 se produjeron también otras dos circunstancias, prácticamente coincidentes, que habrían de marcar definitivamente un nuevo rumbo para los parques nacionales. Por Real Decreto 1055/95, de 23 de junio, se creó el Organismo Autónomo Parques Nacionales. El ICONA como organismo autónomo desapareció transformado en una dirección general de corte clásico y perfil coordinador que, con uno u otro nombre, ha ido navegando en las procelosas aguas de la administración hasta hace prácticamente un lustro en que finalmente quedo amortizado. Sin embargo, el Gobierno entendió la singularidad de los Parques Nacionales y creo un organismo autónomo específico para su gestión.  Suponía, obviamente, un meritorio reconocimiento a la potencia del sistema, y un  notable fortalecimiento de sus capacidades de actuación tanto dentro como fuera de los parques nacionales. Sin embargo, los fastos de la creación duraron poco. Apenas tres días después, el 26 de junio, el Tribunal Constitucional dictaba la sentencia 102/95 sobre la ley 4/89 en la que, básicamente reconocía la competencia exclusiva de las Comunidades Autónomas en la gestión territorial de los espacios naturales protegido, siempre en el marco de la legislación básica del Estado.   

Parque Nacional de las Islas Atlánticas. Foto: J.M. Reyero. Fototeca CENEAM. 

Sobre los parques nacionales, la pátina del tiempo permite afirmar que la sentencia se movía en la ambigüedad. Sin menoscabo de la competencia general autonómica, daba por sentada y reconocía la capacidad de gestión de la administración general de Estado en algunos supuestos excepcionales, uno de los cuales era “este”, y en consecuencia no desposeía al Estado de la gestión de los parques nacionales, aunque esta no podía ser en exclusiva. Que los tribunales nos tienen acostumbrados a las idas y las venidas en sus circunloquios no es una novedad, pero es verdad que en este caso la sensación de forzamiento y tirabuzón era  más que notoria. Toda la sentencia se movía en una dirección, la de la reconocer la competencia exclusiva autonómica sobre espacios protegidos sin mayor distinción, para realizar un atrevido giro final que dejaba el tema poco menos que en la vaporosa indefinición al referirse a los parques nacionales como una categoría singular de espacio protegido. El propio ponente de la sentencia manifestaba en un voto particular su no coincidencia con la posición colegiada, lo cual daba pie a todo tipo de singulares conjeturas.

Durante los años siguientes he gastado horas y horas en reflexionar y comentar el contenido, el antes y el después, de la referida sentencia. Se trata de un escenario en el que me muevo entre evidencias y constataciones, pero también entre rumores y sugerencias, salpicado todo ello de alguna revelación que una cierta prudencia aún obliga a mantener en la discreción. Esta es la materia de la que todo el mundo supone que lo sé todo, y de la que, sin embargo, más desvalido me siento para poner en orden las piezas, los comentarios, y las conversaciones.

La sentencia no fue asimilada como el final de la escapada. Los tiempos podrían haber sido excepcionales, pero los tiempos estaban cambiando y nosotros sencillamente teníamos que cambiar con ellos. Si esa excepción residual en la que el Estado podría mantener presencia en los Parques Nacionales eran el conjunto de la gestión de los parques o una porción residual de la actividad de éstos, era cuestión no concretada y que tal vez el tiempo, como así fue, debiera precisar. Entre tanto, había que encontrar una respuesta y había que encontrarla pronto. No hubo ninguna intención de rectificación, simplemente había que encontrar acomodo a un nuevo modelo.

Y…, LA GESTIÓN COMPARTIDA EN CABAÑEROS 

La declaración de Cabañeros se caracterizó efectivamente por una decidida intención de encontrar acuerdo y acomodo con  todos. La negociación tuvo toques minimalistas. Se discutió finca a finca, suerte a suerte, y propietario a propietario. Foto: F. Cámara Orgaz. Fototeca CENEAM. 

Siempre me ha sorprendido como los Parques Nacionales de España lograron ser ese referente nacional, por no decir planetario, en materia de conservación durante casi los veinte años que, de puertas adentro, duró el conflicto competencial sobre la atribución de su gestión. Pero así fue. Lo que teníamos de dogmáticos en las ideas lo convertimos en pragmatismo a la hora de gestionar. La sentencia imponía cambiar las cosas, pero nada más… Había que responder, y pronto. Y la respuesta vino, ese mismo año, de mano de la declaración del Parque Nacional de Cabañeros, por Ley 33/95, de 21 de noviembre. La Ley establecía la gestión compartida del parque nacional entre la administración general del Estado, léase Organismo Autónomo Parques Nacionales, y la Comunidad Autónoma de Castilla-La Mancha. Una comisión mixta de gestión sería la responsable de la toma de decisiones, aunque el día a día seguiría siendo responsabilidad del organismo autónomo. 

La declaración de Cabañeros como parque nacional, impulsada y querida desde la propia Comunidad Autónoma, con un razonable respaldo territorial local y con el bagaje de continuidad que suponía entenderla como continuación del parque natural creado diez años atrás, tenía un regusto a colofón definitivo, a culminación final frente a la intención, en un día ya lejano, de declarar la zona como campo de tiro. Si el espacio, valioso sin duda y de indudable representatividad de los sistemas mediterráneos, hubiera llegado a tener la condición de parque nacional de no mediar la intención de consagrarlo al belicismo es algo que nunca podremos saber. La declaración de Cabañeros, tras la resaca de Picos de Europa, se caracterizó efectivamente por una decidida intención de encontrar acuerdo y acomodo con  todos. Los límites bailaron varias veces al socaire del consenso con los propietarios afectados, poderosos como pocos, y con indudable capacidad para llegar a las más altas instancias de la Nación llegado el caso. La negociación tuvo toques minimalistas. Se discutió finca a finca, suerte a suerte, y propietario a propietario. En algunos casos el acuerdo fue fácil, en otros fue más complejo. En algunos resultó imposible. Con todo, el mapa final del parque, aunque presentable y digno, muestra los resultados de esos acuerdos que, en algún caso, no dejan de añadir confusión a la delimitación.

Declarado Cabañeros, el reto era gestionarlo como parque nacional, no como un mero régimen administrativo a regular. Y para gestionarlo en clave de intervención, no de mera tutela, se necesita disponibilidad de territorio. Se volvía a repetir la situación de Doñana, donde la administración quería hacer pero tenía dificultades por no disponer de titularidad de los terrenos. En los lejanos tiempos de la aprobación de la ley de declaración del Parque Nacional de Doñana en 1978 todos asumieron que difícilmente puede entenderse  un parque nacional, declarado de interés general de Nación y depositario de pare de la identidad simbólica de todos, como una suma de fincas privadas. Pero los tiempos habían empezado a cambiar. Las posiciones conservacionistas lograban consolidar su reconocimiento en la sociedad al tiempo que empezaban a perder peso en los despachos enmoquetados. Los planteamientos simples que caracterizaron la desprivatización de Doñana (acuerdo o expropiación en base al interés general) en el año 1995 ya resultaban imposibles. Hoy ya casi resultan anatema.

Y sin embargo sin capacidad de gestión no hay parque nacional viable. En esta ocasión, el esfuerzo se centró en la compra progresiva, empezando por los terrenos propiedad del Ministerio de Defensa, algo que, por más  que la ley lo delimite claramente, siempre me pareció encerrar un punto de paradoja. A continuación se culminaron acuerdos de compraventa con algunos propietarios privados. A la postre la administración dispuso de un territorio base en donde poder gestionar de forma activa. Algunas cuestiones quedaron pendientes. La prohibición de la caza se trató de edulcorar con un lenguaje políticamente correcto que permitía sustentarla temporalmente como control de poblaciones, sometida a plazos perentorios para su supresión que siempre parecen encontrar añagazas con las que sortearse. Y en eso seguimos, en la penosa construcción de la obviedad. En la dificultad de hacer realidad lo que todos, de boquilla, entienden como evidente.

LA CREACIÓN DEL MINISTERIO DE MEDIO AMBIENTE 

El año 1996 vivimos un cambio de Gobierno con cambio de partido gobernante. Y con el cambio, la creación del Ministerio de Medio Ambiente. Los espíritus progresistas vieron por fin culminados su deseo, con el amargo regusto de que no eran las opciones políticas pretendidamente progresistas las que lo llevaron a cabo.  Se produjo el desgajamiento de la gestión del medio natural de la gestión agraria y rural, en un camino de ida y vuelta que habría de durar, por ahora, algo más de una década. Que el medio natural no puede gestionarse desvinculado del medio rural es una obviedad, es imposible hacer política de naturaleza ajena al territorio, a la actividad primaria, y a la gente. Pero la experiencia también me dice que la implicación conjunta de ambas políticas es difícil que se establezca de forma equilibrada, que el predominio de lo agrarista suele ser lo más frecuente y que, además, de vez en cuando, algún desatado anticonservacionista alcanza la responsabilidad de dirigir el proceso. 

El accidente de Aznalcóllar supuso una prueba de esfuerzo sobre el Parque Nacional de Doñana, y evidenció la capacidad tanto de la Junta de Andalucía como del propio Ministerio de Medio Ambiente para dar respuesta a una situación de catástrofe de proporciones desconocidas. 

Sigo pensando que el territorio es uno. Sigo pensando que no se puede hacer política diferenciada entre la sociedad y naturaleza, pero comprendo la sensación de marasmo que a veces sienten los conservacionistas al verse subordinados a los intereses de una política agraria que muchas veces encuentra dificultades para despegarse de lo rancio, de lo pacato, y de lo anquilosado. Últimamente, además, vivimos la tensión absurda de algunos que pretenden atribuir precisamente a los conservacionistas la decadencia del medio rural, cuando no la despoblación silente de una parte sustancial de nuestra geografía, una tensión alimentada desde el populismo y la obcecación, propia de un arcaísmo que se consideraba superado y que, sin embargo, sigue plantado reales y ocupando despachos en no pocas de nuestras tertulias y administraciones. En esas condiciones seguir defendiendo, como defiendo, la integración de las políticas rurales con las políticas de naturaleza se  torna una poco ilusorio, es cierto.

Lo innegable es que, estemos donde estemos, los gestores de la naturaleza tenemos dificultades para encontrar cómodo acomodo. Somos recibidos con prevención por un mundo rural al que nos debemos, y con frecuencia nos vemos minusvalorados por las posiciones ambientales más vinculadas con los grandes retos energéticos o de calidad ambiental. Esa visión bifronte que nos caracteriza, el pretender asegurar al tiempo la conservación y el uso sostenible de los recursos, no acaba de encontrar aliados en ninguna de las dos partes en un mundo, además, donde no es infrecuente que el dialogo se embrutezca y la posición de los honestos buscadores de soluciones se vea postergada frente a los que gritan o a los que simplemente se limitan a defender sus intereses personales y su inercia coyuntural.

Ahora, sin embargo, con la perspectiva del tiempo, tengo que decir que la creación del Ministerio de Medio Ambiente y la gestión de lo ambiental que a continuación se instrumentalizó,  fue sentida como un auténtico chorro de aire fresco. Y que salvadas las primeras reticencias de convivencia entre unos nuevos políticos, de cambiante orientación ideológica, y unos ya casi maduros funcionarios, crecidos en otros postulados, poco puedo criticar de aquellos primeros años. El nuevo Gobierno salvó los temores que teníamos algunos de verse dominado por posiciones ultraconservadoras, tradicionalistas, ramplonas y anticonservacionistas, y asumió la práctica totalidad de los postulados en materia de naturaleza que se venían desarrollando hasta esa fecha. En particular asumió, para satisfacción de muchos, el valor, la singularidad, la importancia y el alcance de la Red de Parques Nacionales. La aprobación de un nuevo marco legal para los Parques Nacionales, la Ley 41/97 de modificación de la Ley 4/89, incorporando el modelo de gestión compartida establecido en el Parque Nacional de Cabañeros, configurando la existencia de un plan director para toda la Red de Parques Nacionales, fortaleciendo el Organismo Autónomo Parques Nacionales, e impulsando un mayor apoyo económico, de personal y de medios para el sistema, es muestra elocuente de todo ello. Nos faltaba encontrar el acomodo territorial, aunque pensábamos que, poco a poco, al hilo de la convivencia que supondría el ejercicio diario de la gestión compartida, lo lograríamos.

Dos hechos influyeron considerablemente en mejorar la coyuntura y abrir escenarios para el acuerdo y la reflexión. Uno fueron las consecuencias derivadas del accidente minero de Aznalcóllar, otro fue la declaración del Parque Nacional de Sierra Nevada. El accidente de Aznalcóllar el 25 de mayo de 1998 supuso una prueba de esfuerzo sobre el Parque Nacional de Doñana, y evidenció la capacidad tanto de la Junta de Andalucía como del propio Ministerio de Medio Ambiente para dar respuesta en términos ambientales a una situación de catástrofe de proporciones desconocidas. Subsistía entonces una larvada diferencia en los matices entre ambas administraciones, alimentada por la discrepancia no acallada en relación con la competencia ejecutiva y el modelo de gestión,  en la consideración de la Junta de Andalucía de que la gestión de los parques nacionales debería corresponder de forma exclusiva y en su integridad a las Comunidades Autónomas.

Es verdad que en ello la posición imprecisa y componedora en la Red del Parque Nacional de Aigües Tortes i Estany Sant Maurici creaba una sensación de agravio para la que, por más que se construyeran argumentos, difícilmente se componía discurso coherente. Esa larvada diferencia, que se mantuvo hasta el final, encontró sin embargo un escenario de superación y acomodo en la gestión a resultas de la necesidad de remar juntos ante la catástrofe. Que cada administración orquestase una respuesta para salir del lodo tóxico en el contexto de sus capacidades y competencias (Corredor Verde la Junta de Andalucía, Doñana 2005 por parte del Ministerio de Medio Ambiente) formaba parte de un guion aceptado. Fueron tiempos de superar diferencias, y trabajar mano a mano, y sinceramente creo que se logró. 

LA DECLARACIÓN DEL PARQUE NACIONAL DE SIERRA NEVADA 

Sierra Nevada, un parque delimitado con los límites más ambiciosos posibles, pero con absoluto respeto a la realidad del territorio y a las posibilidades de una gestión que se pudiera reconocer como de parque nacional. Foto: J.M. Castilla Ríos. Fototeca CENEAM . 

Solo desde ese acercamiento, tanto en las formas como en el fondo, sin menoscabo de mantener en alto las espaldas de lo jurídico a la espera de que fuera definitivo pronunciamiento del Tribunal Constitucional, se puede entender la declaración del Parque Nacional de Sierra Nevada por Ley 3/99, de 11 de enero de 1999. Este si fue un trabajo de sutura fina. Un intento, a mi modo de ver exitoso, por recuperar los principios. Un parque delimitado con los límites más ambiciosos posibles, pero con absoluto respeto a la realidad del territorio y a las posibilidades de una gestión que se pudiera reconocer como de parque nacional. Al tiempo, fue campo abonado para conformar un acuerdo político desde la política. Un acuerdo institucional que ratificó ese anteponer la conservación y los valores del territorio al conflicto competencial, y que salvó la gestión, desde la lealtad y la cooperación mutua. Trascurridos veinte años, y superada la realidad en muchas cosas, creo que sigue siendo un ejemplo de cómo hacer. Sigo teniendo en la mejor consideración a las personas de ambas partes que se implicaron en alcanzar el acuerdo, y no quisiera que el tiempo, enmascarador, acalle del todo lo que, en ese momento, fue un trabajo digno y bien hecho.

La declaración además fue el primer paso. Al poco tiempo, en una  gestión en la que me siento orgulloso de haber tomado parte, las cumbres más altas de la Península Ibérica volvían a ser patrimonio público  y propiedad de todos los españoles. Que se pagara la compra con dinero de la Red y de todos los españoles, es un buen ejemplo del sentido que tiene todo esto de lo que estamos hablando. 

Poco a poco, el modelo de gestión compartida comenzó a dar sus frutos. Es cierto que la gestión exclusiva de los parques nacionales había deparado un modelo conservacionista nítido, riguroso y muy potente, pero también es verdad que el modelo no estaba equilibrado. Es cierto que prácticamente todos los hitos de gestión de la naturaleza en España habían tenido como referencia algo que ocurría en un parque nacional (los planes rectores, el uso público como actividad gestionada, los centros de visitantes, los planes de recuperación, la gestión integral, la potenciación de las actividades económicas en los entornos, la erradicación de los usos incompatibles…) pero también es cierto que esa capacidad de medios y de recursos que disfrutaba el organismo autónomo no encontraba parangón en otras administraciones, y la comparación a veces resultaba dolorosa.

Antes de la gestión compartida vivíamos seguros de nosotros mismos, pero vivíamos solos. La gestión compartida nos obligó a explicar y a escuchar. Nos obligó a buscar acuerdos y componendas. Nos desdibujo las verdades y nos llenó de dudas…. Nos hizo menos sólidos, pero mucho más sensibles. Avanzamos mucho más lentos, pero arrollábamos mucho menos cuando avanzábamos. Y al tiempo, también logramos empezar a ser comprendidos. Nos sorprendimos al ver como éramos defendidos por gente que no nos conocía. Dejamos de ser los otros. Aceptamos el valor de la mezcla y de la aleación. Crecimos como sistema.

En esos años también tratamos de trazar nuevos rumbos hacia las poblaciones locales. Esta transición reconozco que no fue tan fácil como a veces la hemos dibujado… Pasamos en muchos casos de aceptar que estuvieran ahí a asumir que necesitábamos que estuvieran. Tengo claro que el acomodo de los espacios protegidos en el territorio no es una cuestión aún resuelta, y es verdad que aunque probablemente no tengamos más fracasos que éxitos, los fracasos resultan muy llamativos y los éxitos apenas se ponen en valor. Pero es cierto que es un escenario pendiente. Es lamentable que el punto débil de los parques nacionales sea precisamente su dificultad para lograr ser entendidos, admitidos, y validados por la parte de la sociedad a la que, en teoría, mayor beneficio y utilidad debería reportarle la declaración de un parque nacional. 

ISLAS ATLÁNTICAS,  BAUTIZO CON CHAPAPOTE 

Por Ley 15/2002, de 1 de julio, las Cortes Generales declaraban el Parque Nacional de las Islas Atlánticas de Galicia. Una declaración de “laboratorio” en donde plausiblemente resultaba más importante avanzar hacia la creación de un escenario de parque marino que los propios  valores naturales intrínsecos al espacio declarado. Una declaración de idas y venidas en donde el acuerdo de límites, siempre los límites, no se alcanzó en el territorio sino en el Parlamento, y condicionado, como no, a los equilibrios de una política que poco tenía que ver con la conservación de la naturaleza. 

Apenas unos meses después, el 13 de noviembre, el buque petrolero Prestige sufría un accidente en las costas gallegas y las playas del recién creado parque nacional se veían por doquier tachonados de una cubierta negra de chapapote. El parque nacional existía sobre el papel, pero apenas había habido en tres meses posibilidades reales de organizar un equipo de gestión. 

El buque petrolero Prestige sufría un accidente en las costas gallegas y las playas del recién creado parque nacional se veían por doquier tachonados de una cubierta negra de chapapote.   

El organismo autónomo convirtió esa debilidad en fortaleza. La lucha contra el chapapote se evidenció en la mayor manifestación de la capacidad y del empuje de la Red de Parques Nacionales, y del  propio Organismo Autónomo Parques Nacionales. Fue, sin duda, su mayor momento de gloria. Esos momentos que, como bien enseña la historia, son el mero preludio del inicio de la decadencia. Durante meses la presencia de personal de la Red de Parques Nacionales, de todos los parques nacionales, uniformado y próximo a la ciudadanía, se convirtió en un argumento de la capacidad y la decisión de una institución para demostrar solidaridad y vocación de respuesta. Venidos de todas partes, y salpicados de todos los acentos nacionales, llegamos a ser aceptados y queridos por la gente. Nunca antes nos habíamos sentido tan comprometidos con la naturaleza y con la sociedad.

Un año después, en septiembre 2003, en el V Congreso Mundial de Parques Nacionales, en Durban (Sudáfrica) la Red de Parques Nacionales de España alcazaba su máximo reconocimiento hasta ese momento. El castellano fue aceptado como lengua oficial, el Organismo Autónomo Parques Nacionales pasó a formar parte del Comité Director, treinta representantes de las redes de parques nacionales de Iberoamérica asistieron como invitados gracias a España. España estuvo presente en la sesión inaugural, el modelo español de gestión compartida fue reconocido como ejemplo de buena gobernanza, las experiencias de recuperación ambiental de Doñana y de Islas Atlánticas se consideraban ejemplos planetarios. No cabía otra situación, se tocaba el cielo con la punta de los dedos.

En la primavera del 2004 se vivió un nuevo cambio de Gobierno. La posición ideológica y personal de los nuevos gobernantes parecía auspiciar un nuevo impulso para las políticas ambientales y de conservación de la naturaleza. Pero eso, obviamente, no tenía por qué significar una continuidad en la posición administrativa y en el peso político que la Red de Parques Nacionales tenía  en el contexto general de las políticas públicas de protección de la biodiversidad. Es verdad, conservar la naturaleza en España ni pasa, ni ha pasado nunca, por los parques nacionales. Es verdad que la respuesta a la crisis ambiental y la degradación de los recursos naturales solo es posible desde una visión transversal que implique a todo el territorio y que no se limite a determinados enclaves concretos o determinadas especies singulares. Y es verdad que todo ello tiene que direccionarse desde una orientación global en donde estén integradas todas las políticas sectoriales, todas las administraciones, y toda la ciudadanía. Todo eso es verdad. Pero siempre pensamos, y sigo pensando, que eso no es inconveniente para simultanear una atención especial por los lugares referentes, por los espacios identitarios, o por los escenarios que puedan servir de espejo de una realidad. Siempre pensé que los parques nacionales eran valiosos no tanto por lo que eran, sino porque lo que representaban e inducían.

La sensación de que esta dualidad no es del todo bien comprendida siempre la ha vivido. La sensación de que algunos creyeran que el esfuerzo en apoyar la Red de Parques Nacionales solo restaba capacidades al esfuerzo general por proteger el conjunto del territorio, también. Y la evidencia de que eso generaba una corriente de desconfianza que no lográbamos restañar, más aún. En esa situación convivíamos entre el reconocimiento general de que plausiblemente teníamos el más firme sistema de parques nacionales del continente, y la evidencia de que no todos entendían que eso sirviera para algo más que para alimentar nuestra propia vanidad. Éramos admirados, pero no necesariamente queridos.

LA SEGUNDA SENTENCIA: LA PARADOJA 

Con fecha 4 de noviembre de 2004 el Tribunal Constitucional dicto sentencia 104/2004 sobre la gestión de los parques nacionales. En este caso no cabían especulaciones o matices. Todo el edificio de gestión voluntaristamente construido a partir de la primera sentencia del 102/1995 se vino abajo. Sencillamente, nada de lo que estábamos instrumentalizando se ajustaba a la Constitución. La gestión de los parques nacionales, en tanto que espacios protegidos, correspondía de forma exclusiva a las Comunidades Autónomas, y el Estado no tenía capacidad alguna para gestionar ni incluso en el caso límite de espacios declarados sobre territorios de varias Comunidades Autónomas.

Nos han acusado de haber patrimonializado los parques nacionales hasta convertirlos poco menos que un proyecto personal. Nunca he aceptado el fondo de esa acusación, por más que haya impregnado en el proyecto de parques nacionales algo más que horas laborares. La inmensa mayoría de los profesionales de parques nacionales estábamos allí porque queríamos estar allí, porque nos sentíamos comprometidos con el proyecto por encima de los rumbos cambiantes de las administraciones. Si eso se puede calificar de patrimonialización, califíquese.

La segunda sentencia del Tribunal Constitucional rebosaba en su formulación argumentos que muchos no pudimos dejar de leer sin sentir dolor. Y tras la lectura,  nos amargó la sensación de soledad y de silencio, cuando no de frialdad, que en algún caso percibimos alrededor. Una sensación que alimentó todos los fantasmas posibles sobre cómo se habría gestado la sentencia y cuál hubiera sido el sentido último de la misma. Lo peor fueron los días siguientes en que un cortejo de renacidos empezó a rondar alrededor para formular aproximaciones cada vez más furibundas sobre futuro escenario de aquelarre que pretendidamente se avecinaba. Descubrimos que teníamos muchos menos amigos de los esperados. Nos dimos cuenta que tampoco éramos tan contingentes. En realidad empezamos a constatar hasta qué punto todo lo que nos parecía esencial, visto con perspectiva, podía incluso resultar irrelevante.

La sentencia 104/2004 solo fue el principio de una catarata de sentencias, todas cantadas y previsibles. La sentencia 100/2005, de 20 de abril sobre el Parque Nacional de Sierra Nevada, la sentencia 331/2005, de 10 de diciembre sobre el Espacio Natural de Doñana, y la sentencia 101/2005, de 20 de abril sobre el Plan Director de la Red de Parques Nacionales. Esta última se atrevió a diseccionar, medida a medida, la capacidad de una u otra administración respecto de cuestiones muy específicas, con una meticulosidad que a veces sorprende.

El escenario resultante abocaba a una paradoja. El Estado tiene capacidad para declarar parques nacionales, para configurar una Red donde todos estos espacios estén integrados, pero apenas dispone capacidad para poder orientar su gestión, y desde luego no tiene ninguna posibilidad de gestionar directamente estos espacios. A partir de aquí el juego de palabras y de posibilidades nos pueden ilusionar con expresiones como  capacidad de armonizar, coordinar, tutelar o liderar, pero la realidad es que, salvo una capacidad financiera generosa puesta al servicio de los gestores, de la disposición de un conocimiento científico absolutamente incontestable, o de una autoridad moral más allá de la capacidad legal, el papel del Estado parecía estar condenado a la marginalidad. Así lo sentíamos, así nos lo hacían ver. Recuerdo aquellos momentos con una sensibilidad especial. La realidad es que nos debatíamos entre la resignación, el abandono y la búsqueda de futuro. Tampoco encontramos demasiadas complicidades, ni dentro, ni fuera. Hasta el movimiento ambiental estaba dividido. 

2007, PARQUE NACIONAL DE MONFRAGÜE 

Monfragüe como parque nacional nace con el lastre de cuestiones pendientes no resueltas y que no había tiempo para resolver. Foto V. García Canseco. Fototeca CENEAM. 

La declaración del Parque Nacional de Monfragüe por Ley 1/2007 de 2 de marzo es un poco resumen del estado de ánimo que afectaba tanto al Estado como a las Comunidades Autónomas. Estas últimas, pasada la satisfacción en el caso de las recurrentes, empezaron a ser conscientes de la dificultad de mantener, en un escenario de gestión que ya barruntaba crisis económica y restricciones, un modelo de gestión en donde la conservación había sostenido una prioridad que tal vez no se pudiera mantener.

No es lo mismo gestionar un espacio en singular que enclaustrado como una pieza más en un sistema en el que hay decenas. En este caso la subsidiariedad, obviamente ventajosa en lo que supone de proximidad y de integración con las escalas locales, se vuelve inconveniente cuando hay que defender cuestiones a medio y largo plazo por encima de los intereses inmediatos. 

La Red se tornaba necesaria como referente. A medio plazo la tutela estatal podría ser el mejor de los refugios si realmente se pretendía mantener un criterio riguroso de conservación. En este contexto se desdibujan las máscaras, y las ideas adquieren su plena dimensión. Comprobamos que existen populismos demagógicos y simplistas, pero también descubrimos actitudes ejemplares y voluntades dispuestas a que los elementos más señeros de nuestra naturaleza lo siguieran siendo más allá de quien gestionase el día a día. Fue tiempo de sorpresas.

Monfragüe como parque nacional tiene mucho de ese estado emocional. Necesitamos continuidad, y solo una declaración podía dárnosla. El parque nace con el lastre de cuestiones pendientes no resueltas y que no había tiempo para resolver: los embalses, la caza, los usos incompatibles de la propiedad. Por encima de todo ello gravitaba esa actitud ejemplar de colaboración que encontramos en los colegas de esa Comunidad Autónoma. Impulsamos la declaración porque el espacio lo merecía, tal vez, pero sobre todo porque encontramos en algunas personas el cariño que en esos momentos otros, incluso más próximos, nos retiraban.

Esta vez sí era un poco el final de la escapada. Todo podría ser igual en el futuro, pero todo iba a ser distinto. Y quizá, igual que viejos bueyes no abren surcos nuevos, había llegado el momento de entender que tal vez eran necesarias otras visiones para construir el futuro. No pocos apostaban por entender asépticamente que nuestro tiempo estaba a punto de pasar. La supervivencia del organismo entró en cuestión, y algunos tratamos de hacer refugio emocional de su defensa. Fueron meses delicados en los que la  mano prudente de los que entonces nos dirigían, desde el silencio y la pretendida aceptación, hicieron más por la Red y por los parques nacionales que otras voces más arreboladas tal vez hubiéramos hecho durante años. La meritoria y despreciada Ley 5/2007, de 3 de abril, de la Red de Parques Nacionales, es un raro caso de construcción posibilista en un escenario en donde la carga inicial de la intención pasaba, simplemente, por acabar de una vez con todo aquello.

Decidimos apostar por construir desde lo limitado de nuestra capacidad. Decidimos arriostrarnos en la sonrisa y tratar de reencontrarnos, con rostro amable, con aquellos que debieran continuar con nuestra labor. Decidimos apostar a sabiendas de que el resultado no nos pertenecería, y debía ser completamente distinto a lo que nos había guiado. Y creo que no lo hicimos del todo mal. Creo que poco a poco en ese recorrido, voluntarioso esfuerzo por que España siga teniendo una Red de Parques Nacionales con criterios comunes y con una vocación de conservación, algo logramos. Teníamos la sensación de navegar ya en una nave impropia por un mar del que casi todo lo ignorábamos, pero decidimos aventurarnos. Sí, tal vez fuera el final de la escapada. Era momento para apenas señalar al futuro y dejar pista abierta a nuevos constructores de sueños.

Diez años después, y alejado en lo físico y en lo emocional de aquellos últimos avatares, algo me dice que esa reflexión aún sigue abierta. Todavía resta por encontrar un encaje calibrado y digno para esa identidad nacional que late en lo más recóndito de nuestra naturaleza. Es una necesidad esencial de país decente. Es el más hermoso de los proyectos posibles. Pero tendrá que ser algo radicalmente distinto, y tal vez rompedor con muchas de las cosas que creemos consolidadas e inmutables. Todo lo vivido sirvió, aunque tal vez ya no vale. Solo resta desear la mejor de las fortunas a los que tengan la responsabilidad en sus manos. Ni pedir lo imposible, ni retrasar lo inevitable.