ambient@

ANTES DEL PRINCIPIO. ORÍGENES HISTÓRICOS DE LOS PARQUES NACIONALES DE COVADONGA Y ORDESA

Los centenarios son ocasiones propicias para el examen retrospectivo. Los cien años redondos de Covadonga y Ordesa, como primeros parques nacionales que hemos tenido en España y, por extensión, primeros espacios protegidos en un sentido moderno, bien merecen un momento de atención. La historia se convierte en actualidad. El examen del pasado nos inspira para plantear cómo queremos construir el futuro. Por eso en 2018 es seguro que se va a tratar ampliamente de la historia del Parque Nacional de la Montaña de Covadonga y del Parque Nacional del Valle de Ordesa, que tales fueron los nombres originales de los que hoy conocemos como Picos de Europa y Ordesa respectivamente. Ambos fueron creados, con pocas semanas de diferencia, en 1918.

Pero toda historia tiene a su vez otra historia detrás. Es decir, además de narrar la historia de estos parques, podemos preguntarnos por las circunstancias anteriores a su creación y, específicamente, por aquellas que hicieron posible todo lo que luego ocurrió. ¿Cuáles fueron los orígenes históricos de los Parques Nacionales de Covadonga y Ordesa? En este artículo trataremos de dar algunas pistas, seguramente incompletas, sobre tal cuestión.

ANTES DE YELLOWSTONE 

Para empezar, es obvio recordar que los parques nacionales no son un invento español. El precedente que siempre se cita es el Parque Nacional de Yellowstone, creado en los Estados Unidos en fecha tan temprana como 1872. Sin ánimo de ser puntillosos, hay, sin embargo, una referencia aún anterior, el valle de Yosemite, que fue protegido por el estado de California en 1864. En esa fecha el presidente Lincoln cedió a California ese territorio como el “Yosemite Grant”, para que el estado lo protegiese y lo dedicase al disfrute público. Bajo el esquema estadounidense, Yosemite no fue por tanto inicialmente un parque nacional, aunque más tarde iba a pasar a esta categoría, sino un parque o reserva estatal. 

El precedente de Yosemite no se cita aquí en un afán de precisión histórica, que siempre podría encontrar algún antecedente aún más antiguo, sino por un hecho que resulta relevante para comprender la historia de los espacios protegidos en su conjunto. 

El Parque Nacional de Yosemite (USA) fue gestionado en su primera época por Olmsted, quien luego crearía  Central Park en Nueva York. Foto: Alberto Caballero.   

El primer comisionado al que se encargó la gestión del nuevo territorio protegido de Yosemite, el primer gestor de áreas protegidas de la historia podríamos decir, no fue otro que Frederick Law Olmsted. Y Olmsted es famoso por haber sido también, y sobre todo, el creador del Central Park de Nueva York. Es decir, que en los mismos años de mediados del siglo XIX encontramos dos proyectos unidos por la palabra “parque”, el parque como espacio protegido y el parque como verde urbano, y vinculados a un mismo protagonista histórico. Y ello es así porque ambos tipos de espacios respondían, de modos distintos, a una misma preocupación o conjunto de preocupaciones características de ese periodo.

El siglo XIX había supuesto, en el mundo occidental, el triunfo de la industrialización y de la creación de grandes áreas urbanas, en las cuales se concentraban crecientes masas de población. Las ansiedades sobre lo que muchos ya veían como un exceso de civilización, por decirlo así, encontraban una lógica respuesta en la naturaleza. Era preciso, pensaron algunos entonces, preservar algunos fragmentos de naturaleza, especialmente los más salvajes, grandiosos y bellos, para que los seres humanos pudieran reencontrar ese contacto perdido con un entorno natural primitivo y silvestre. De ahí que las primeras propuestas de parques nacionales estuvieran siempre ligadas a ideas de uso público, disfrute recreativo y desarrollo turístico. Mientras tanto, era urgente también que las masas urbanas dispusieran, en las mismas ciudades o sus alrededores, de grandes parques públicos que compensasen el ambiente malsano de las fábricas y las barriadas. El ejemplo arquetípico del Central Park, obra cumbre del ya citado Olmsted, fue seguido en las décadas siguientes por otras grandes y medianas ciudades de medio mundo.

Así pues, los primeros parques nacionales surgen de esas preocupaciones por los males de la civilización moderna y, especialmente, de su modalidad industrial y urbana. Preocupa, para empezar, la salud física, amenazada por plagas modernas como la tuberculosis o la malnutrición, pero también la salud espiritual, es decir, los problemas de desarraigo, falta de identidad y embrutecimiento moral en una sociedad que se percibe crecientemente materialista y descreída.

Uno de los grandes profetas de la conservación estadounidense, John Muir, se expresaba así en 1911 precisamente a propósito del territorio de Yosemite, que a pesar de su protección se veía amenazado por un proyecto de embalse. Los promotores del proyecto eran para Muir “destructores de templos” y “devotos de un comercialismo devastador”, agentes de un capitalismo deshumanizado que mostraban un “perfecto desprecio por la Naturaleza, y en vez de elevar sus ojos hacia el Dios de las montañas, los elevan hacia el Todopoderoso Dólar”.

Aunque estamos citando precedentes norteamericanos, por su indudable relevancia en la temprana historia del conservacionismo, inquietudes similares se registran a finales del siglo XIX en otros países. Desde luego, así ocurría en Europa y, aunque los procesos de industrialización y urbanización hubiesen sido menos intensos, también en España.

MONTAÑISMO Y PICOS DE EUROPA 

El “Parque Nacional de la Montaña de Montserrat”, decía Puig y Valls, podía verse como una “joya” o “portento” de la naturaleza, en donde hallar “un ideal para el devoto, una maravilla para el naturalista, un prodigio para el creyente y un monumento para el patriota”. Foto: A. Fernández Cid. Fototeca CENEAM. 

Así se observa en la primera propuesta formalizada y elaborada, otra cosa es que no prosperase, para la creación de un espacio protegido en España. Su autor fue el ingeniero de montes catalán Rafael Puig y Valls, un hombre de prestigio como técnico forestal pero también como propagador del amor al árbol a través de la educación y de innovadoras formas de sociabilidad, como festejos cívicos y plantaciones colectivas. El foro ante el que presentó su iniciativa fue precisamente una Fiesta del Árbol, la celebrada en 1902 en Barcelona, una de las muchas promovidas por las asociaciones de amigos del árbol en toda España. Y el lugar objeto de la propuesta fue Montserrat. 

Los términos en que Puig y Valls justificó su pionera propuesta para Montserrat ilustran de modo elocuente la combinación de ideales y aspiraciones que en aquellos inquietos años del cambio de siglo algunos dirigieron hacia los paisajes más conmovedores de la naturaleza patria. 

Frente al moderno desasosiego urbano, combinación de apresuramiento, superficialidad y desarraigo, el “Parque Nacional de la Montaña de Montserrat”, decía Puig y Valls, podía verse como una “joya” o “portento” de la naturaleza, en donde hallar “un ideal para el devoto, una maravilla para el naturalista, un prodigio para el creyente y un monumento para el patriota”. Fe, ciencia, belleza e identidad nacional.

La propuesta de Puig y Valls no prosperó en ese momento, pero su espíritu es perfectamente reconocible en las iniciativas que más tarde fueron planteándose. Como es bien sabido, los primeros impulsos para establecer espacios protegidos reaccionaron sobre todo ante paisajes, sobre todo paisajes de montaña, que la sensibilidad moderna reconocía como grandiosos, sublimes e inspiradores. Esa sensibilidad acusaba la profunda huella cultural y estética del romanticismo y se conmovía, en diferentes lugares del mundo, ante picachos nevados, valles profundos, lagos cristalinos, cascadas salvajes y bosques centenarios.  Esas joyas o portentos de la naturaleza, por utilizar el lenguaje de Puig y Valls, eran sin duda maravillas para el naturalista, y a menudo se comprueba que fueron naturalistas los primeros en reconocer su belleza y su valor. En el caso de los Picos de Europa suele citarse a este respecto el caso prototípico del geólogo Casiano de Prado, quien, a mediados del siglo XIX, había sido no solo su descubridor científico sino también un pionero de su aprecio cultural.

Del mismo modo, los espectaculares paisajes de Ordesa habían fascinado a tempranos exploradores y montañeros, entre ellos varios pirineístas franceses, gracias a la combinación, legada por los glaciares, de imponentes farallones rocosos en las paredes del valle y suaves praderías en su fondo, sin olvidar los hermosos bosques de sus laderas. Una combinación paisajísticamente homóloga de la que a mediados del XIX había sido apreciada en Estados Unidos para ese caso prototípico de Yosemite que al principio se citó, aunque allí el valle hubiese sido excavado en granitos y aquí las moles rocosas fueran predominantemente calizas. ¿Ordesa, el Yosemite español? Algo así.

Pero esa belleza paisajística no se entendía como mero objeto de disfrute estético. Las angustias culturales de la civilización industrial, temerosa de haber llevado a la sociedad al borde de la deshumanización, empujaban a buscar en la naturaleza, y especialmente en estos lugares sobresalientes, una fuente de inspiración para recuperar la salud física y espiritual de la ciudadanía. La conexión con aspectos religiosos, o en todo caso relativos a una esfera de creencia y espiritualidad, fue a menudo identificada de un modo explícito. Se aprecia en la valoración de Montserrat como “ideal para el devoto” y más tarde en la elección de Covadonga, que fue significativamente el nombre inicial del parque, con toda su potente carga de religiosidad. Pero Covadonga era también, y muy destacadamente, un posible “monumento para el patriota”, de nuevo según las palabras de Puig y Valls para Montserrat. Y es que los parques nacionales también podían ser, se deseaba que fuesen, elementos identitarios de cohesión social en torno a ideas de comunidad nacional, que en aquel momento histórico se querían redefinir y reactivar.

RECUERDOS DE LOS ORÍGENES 

Ordesa, quizá de modo más sútil, se percibió igualmente como un posible reservorio de esencias históricas ligadas a los orígenes de la nación. El Pirineo había sido un núcleo medieval de resistencia cristiana desde el que luego se conformaron algunos de los reinos hispánicos. En Ordesa, diría luego el Real Decreto de 1918 por el que se creaba el parque, “los montes y los valles conservan el aspecto peculiar de la Patria, en su primitivo estado natural, integrando los recuerdos de sus orígenes, siendo el vivo testigo de sus tradiciones”.

En efecto, la etiqueta de “nacional” en la exitosa frase inventada por los norteamericanos de “parque nacional” respondía a una doble vocación. Por un lado, y es importante recalcarlo, en su original formulación estadounidense tal denominacion apelaba a una visión democrática de un patrimonio público, compartido, inalienable, que debiera guardarse para el común y colectivo disfrute de todos los ciudadanos. Disfrute de todos, y no solo, como iba a decir años más tarde el geólogo y conservacionista español Eduardo Hernández-Pacheco, “de los fuertes y afortunados a expensas de los débiles y desgraciados”.

Por otro lado, es innegable que esa etiqueta trataba de movilizar también ciertos lugares sobresalientes del territorio del país para convertirlos en motivo de patriótico orgullo y referentes identitarios en clave nacionalista. Y es interesante anotar que este valor identitario de los parques como símbolos nacionales fue primeramente puesto en juego por naciones jóvenes o muy jóvenes, en las que escaseaban, al menos desde una óptica europea, vestigios históricos o monumentales a los que atribuir tales virtudes. 

Fueron destacados cazadores algunos de los primeros en convertirse a la causa de la conservación y los parques nacionales como Pedro Pidal, marqués de Villaviciosa  de Asturias. Pidal cazador en Gredos según foto del libro Unexplored Spain de 1910.   

Así ocurrió con los parques nacionales no solo de Estados Unidos sino también de Canadá, Australia, Nueva Zelanda o, un poco más tarde, de Argentina y otros países latinoamericanos. Pero también es verdad que esa misma nacionalización de la naturaleza resultó luego apropiada para naciones muy viejas, como España. Naciones que por aquel tiempo, finales del XIX y principios del XX, se hallaban inmersas en agudas crisis de identidad y autoestima colectivas, que aconsejaban buscar nuevos símbolos y referencias para el orgullo y la cohesión nacionales. En España, la nueva valoración de la naturaleza encajó muy bien con algunas de las preocupaciones e ideas del difuso pero intenso movimiento regeneracionista, que surgió por entonces para denunciar los “males de la patria”, según frase del geólogo Lucas Mallada, y para reclamar en particular una nueva mirada hacia el territorio, la naturaleza y sus recursos. 

FAUNA NACIONAL 

Pero, con ser muy importantes, sería injusto presentar estos componentes higienistas, patrióticos, identitarios y regeneracionistas como las únicas motivaciones que impulsaron aquel primer conservacionismo, plasmado al fin en Covadonga y Ordesa. Porque lo que hacía valiosos a esos territorios, y los convertía, a ojos de aquellos pioneros, en reservorios de virtudes terapeúticas para la sociedad española de la época, eran indudablemente la hermosura de sus paisajes y las singularidades de su gea, su flora y su fauna. Sin una nueva sensibilidad, predispuesta al aprecio estético de la naturaleza salvaje y a la curiosidad por los objetos y seres que la forman, no sería posible entender el nacimiento de aquel movimiento por la conservación de la naturaleza. 

Subespecie Capra pyrenaica victoriae en una ilustración de Joseph Wolf, de 1898. 

Entre todo ello, destaca en particular el interés por un componente de la naturaleza que luego ha tenido un protagonismo destacado en el desarrollo del conservacionismo. Ese componente fue la fauna. En especial, aquella parte de la fauna que representan los vertebrados más grandes y vistosos, aves y mamíferos sobre todo, fue protagonista de una mutación cultural. Una mutación que afectó a lo que hasta entonces era apreciado en términos estrictamente cinegéticos como pieza o trofeo de caza, o bien despreciado como dañina salvajina, para convertirlo, bajo una nueva mirada, en objeto de admiración estética, curiosidad científica e interés conservacionista. No en vano fueron destacados cazadores algunos de los primeros en convertirse a la causa de la conservación y los parques nacionales, tales los casos de Pedro Pidal y del mismo rey Alfonso XIII, amigo del anterior y valioso apoyo en sus proyectos proteccionistas. Y no en vano Covadonga y Ordesa contaron entre los atractivos que motivaron luego su distinción como parques nacionales con poblaciones de dos especies montaraces tan conspicuas y celebradas como, respectivamente, el rebeco y la cabra montés. En ambos casos se trataba, además, de subespecies diferenciadas, concretamente el rebeco cantábrico (Rupicapra pyrenaica parva) y la cabra montés de los Pirineos o bucardo (Capra pyrenaica pyrenaica), esta última por desgracia, y como es bien sabido, luego desaparecida. 

Alfonso XIII, como antes lo había hecho su padre, gustó de frecuentar los Picos de Europa para perseguir a los rebecos con su rifle. Le servía de guía su amigo Pedro Pidal y Bernaldo de Quirós, marqués de Villaviciosa de Asturias, vástago de una poderosa saga asturiana de políticos conservadores, entusiasta cazador, arrojado alpinista y, bajo todos esos aspectos, enamorado de las montañas y los valles de los Picos de Europa. Hombre apasionado y dinámico, Pidal dio en 1905 un paso muy notable al convencer al rey para que pusiera su alto patrocinio al servicio de la creación de un Coto Real en los Picos de Europa, cuyo propósito era proteger a los rebecos cantábricos de la excesiva presión cinegética a la que ellos mismos contribuían. Los cazadores comenzaban a transformarse en conservacionistas. 

Los rebecos ya no eran piezas de caza sino joyas de una naturaleza amenazada cuyo disfrute requería aplicar las nuevas ideas de la conservación. Tal como se recoge en la biografía que Joaquín Fernández le dedicó, Pidal acabó hablando años después de los rebecos, esos mismos animales que un día cazó, como criaturas “gráciles, ágiles y gentiles”, considerándolas parte de “la obra de Dios en estos lugares sacrosantos”, hasta el punto de reclamar “su maldición para el que mate en ellos un Rebeco”. Diríase que, arrepentido, Pidal se maldecía retrospectivamente a sí mismo.

La cabra montés fue objeto de una operación similar, no en los Pirineos sino en Gredos, donde habitaba la subespecie Capra pyrenaica victoriae, que por entonces se consideró la más amenazada. El Coto Real de los Picos de Europa y el Coto Real de Gredos se convirtieron así, bajo fórmulas aún heredadas de previas tradiciones cinegéticas y aristocráticas, en los prolegómenos de un paso más rotundo para inaugurar en España la protección de espacios naturales con una vocación de plena trascendencia social. Un paso para crear, como venimos comentando, los primeros parques nacionales.

 Lamentablemente el bucardo  en España solo puede verse disecado desde que en el año 2000 murió el último ejemplar.  Foto: A. Palomares. Fototeca CENEAM.  

Y ese paso se dio, como es bien sabido, y como será insistentemente repetido en este conmemorativo año de 2018, con la aprobación de la Ley de Parques Nacionales en 1916 y con la creación en 1918 del Parque Nacional de Covadonga y el Parque Nacional de Ordesa. Llegamos así al principio de los parques nacionales en España, que, en nuestro caso, es el final de este relato, pues ya se dijo al comenzarlo que el propósito en esta ocasión iba a ser examinar el contexto y los antecedentes que hicieron ese logro posible.

Los cien años de nuestros parques nacionales, que ahora celebramos, hacen que bien valga la pena mirar por un momento hacia el pasado. Pero si hoy podemos disfrutar de todo ello es porque en aquel año de 1918 hubo quienes quisieron mirar hacia el futuro.

BIBLIOGRAFÍA 

Boada, Martí, 1995. Rafael Puig i Valls. Precursor de l’educació ambiental i dels espais naturals protegits. Generalitat de Catalunya, Barcelona, 79 pp.

Casado, Santos, 2010. Naturaleza patria. Ciencia y sentimiento de la naturaleza en la España del regeneracionismo. Marcial Pons Historia, Madrid, 381 pp.

Fernández, Joaquín, 1998. El Hombre de los Picos de Europa. Pedro Pidal, marqués de Villaviciosa: fundador de los Parques Nacionales. Caja Madrid, Madrid, 334 pp.