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LOS DERECHOS HUMANOS MÁS ALLÁ DE LOS LÍMITES AL CRECIMIENTO

Ernest GarciaEstructura de Investigación Interdisciplinar en Estudios de SostenibilidadUniversitat de València 

Las cantidades importan. Un derecho que puede ser duradero e incluso beneficioso a un determinado nivel de población, puede ser insostenible o desastroso a otro nivel. La ética de la situación es la única ética que funciona. (Hardin 1980: 6).  

Hay muchos derechos cuyo disfrute solo es posible si el estado del medio ambiente lo permite. Esta es una verdad básica que el Relator Especial sobre los derechos humanos y el medio ambiente de la ONU ha expresado así:

“Todos los seres humanos dependen del medio ambiente en el que vivimos. Un medio ambiente sin riesgos, limpio, saludable y sostenible es esencial para el pleno disfrute de una amplia gama de derechos humanos, entre ellos los derechos a la vida, la salud, la alimentación, el agua y el saneamiento. Sin un medio ambiente saludable, no podemos hacer realidad nuestras aspiraciones, ni siquiera vivir en un nivel acorde con unas condiciones mínimas de dignidad humana.”#(1)

Se sigue de ello que la protección del medio ambiente ha de ser un objetivo necesario de la acción social y política, en tanto que precondición de una vida digna, por decirlo manteniendo el lenguaje de la fuente arriba citada. Esta es una línea argumental bastante frecuente entre quienes mantienen que un derecho al medio ambiente debería añadirse a la lista de los derechos humanos, postulando que lo que es un objetivo necesario debe ser también un derecho. 

Se sigue de ello, también, que el deterioro del medio ambiente en general, y el cambio climático en particular, afectan negativamente a muchos de los derechos humanos. Concretamente, dificultan la realización de los derechos a la vida, a la salud, a una alimentación adecuada, al acceso a agua potable en condiciones, a la vivienda y a la autonomía personal. Los daños son más intensos sobre los grupos más vulnerables: mujeres, niños, personas con discapacidades, aquellos que sufren de pobreza extrema, pueblos indígenas y desplazados. Estas apreciaciones pueden leerse en los documentos sobre el tema de las agencias especializadas de la ONU  (Devandas Aguilar et al 2015).

Es muy frecuente afirmar, en línea con las anotaciones precedentes, que la escasez de recursos naturales es una amenaza para el ejercicio de los derechos. 

El deterioro del medio ambiente en general, y el cambio climático en particular, afectan negativamente a muchos de los derechos humanos. Foto: Álvaro López.  

Menos frecuente, en cambio, es preguntarse hasta qué punto los condicionamientos ambientales insuperables, los límites del planeta, implican algún tipo de restricción a los derechos humanos, al menos a algunos de ellos, precisamente como condición para que sea posible mantenerlos en lo esencial. De hecho, esta tensión tiende a negarse. 

Tiende a negarse, en particular, en el contexto de las argumentaciones en torno a los llamados derechos de solidaridad o de la tercera generación. La tendencia doctrinal dominante en dicho contexto apunta a que el derecho al medio ambiente y el derecho al desarrollo van juntos. Es como si, en el conjunto, la idea fuese el reconocimiento del desarrollo sostenible como uno de los derechos humanos (Franco del Pozo 2000). O, por seguir citando documentos de las organizaciones internacionales centradas en el tema,  se mantiene que los derechos humanos y el medio ambiente son partes integrales, indivisibles e interrelacionadas del desarrollo sostenible (OHCHR y UNEP 2012: 8).

La poca atención dedicada a las contradicciones inherentes a la idea de un desarrollo sostenible no solo se repite, sino que se agudiza, en algunos entornos pretendidamente más radicales o avanzados. Así, por ejemplo, el documento conocido como Declaración Universal de los Derechos Humanos Emergentes#(2)  proclama en su artículo 3 que “todos los seres humanos y toda comunidad tienen derecho a vivir en un medio ambiente sano, equilibrado y seguro” y en el artículo 8 que “todos los seres humanos y toda comunidad tienen derecho al desarrollo”.

La inclusión de los derechos humanos en un marco que depende de que el desarrollo sostenible sea factible resulta problemática para quienes pensamos que el desarrollo sostenible es un concepto científicamente inconstruible, culturalmente desorientador y políticamente confuso (Garcia 1995). Si los derechos humanos se hacen dependientes del desarrollo sostenible y éste resulta ser imposible, entonces la privación de aquellos sería una consecuencia ineludible de la caída de éste.

En mi opinión, cuando se trata de la relación entre los derechos humanos y el medio ambiente sería preferible seguir líneas que no exigieran que el planeta Tierra sea cada día más grande.  


Notas   (1).-  http://www.ohchr.org/SP/Issues/Environment/SREnvironment/Pages/SRenvironmentIndex.aspx Ver también Knox 2012.
 (2).-  http://www.world-governance.org/IMG/pdf_DUDHE-2.pdf [acceso 23/11/2015]

TRANSLIMITACIÓN Y POSDESARROLLO 

Los daños son más intensos sobre los grupos más vulnerables: mujeres, niños, personas con discapacidades, aquellos que sufren de pobreza extrema, pueblos indígenas y desplazados. Foto: Alvaro López.    

Un modo de la existencia social que solo podría mantenerse en el tiempo, es decir, solo podría ser sostenible, si la Tierra fuese más grande de lo que es, es precisamente el modo de existencia, la forma de civilización, en que ya nos encontramos, desde algún momento en las décadas finales del siglo XX. Si, por ejemplo, usamos como referencia los datos de huella ecológica (calculados de acuerdo con la metodología del Global Footprint Network y publicados periódicamente por la organización World Wide Fund For Nature (WWF) como parte del Living Planet Report (WWF 2014)), la huella ecológica mundial viene superando la biocapacidad de la Tierra al menos desde 1985 (si es que no antes, porque las últimas revisiones de los cálculos han adelantado esa fecha hasta 1970). Para continuar con la población y el consumo actuales haría falta que la Tierra fuese un 50% más grande de lo que es (y el déficit aumenta cada año). 

Es solo una forma de plantear el tema pero podría también hacerse de otras formas con consecuencias similares. Las señales de que ya han sido rebasados los límites al crecimiento son abundantes. La información acumulada en ese sentido desde el cambio de siglo es mucha, metodológicamente refinada y tiene cada vez más consistencia mutua. Si lo que se desprende de la mejor información disponible resulta ser el caso, si la población y la economía están efectivamente más allá de los límites del planeta, entonces las visiones actualmente dominantes sobre la dirección del cambio social van a verse sustancialmente alteradas. Entre ellas, la que imagina un desarrollo sostenible, esto es, la que supone: a) que la población, el uso de recursos y la contaminación han iniciado una transición que les llevará a estabilizarse por debajo de la capacidad de carga de la Tierra; b) que el crecimiento económico está siguiendo un camino de desmaterialización, gracias a la disminución relativa de sus requerimientos materiales, a la desconexión entre riqueza e impacto ambiental; y c) que las políticas de medio ambiente, aplicadas por las organizaciones públicas y privadas, pueden evitar la translimitación.

Translimitación es el estado, necesariamente transitorio, de un sistema que se ha expandido hasta superar la capacidad de sustentación (o de carga) del ecosistema que lo mantiene. Ese estado se acaba con una reducción de las magnitudes del sistema (en tamaño, actividad, integración, diferenciación, etc.) hasta que éstas vuelven a ser compatibles con lo que el ecosistema dañado puede mantener (con los límites del mismo). Es decir, se trata de un estado que no puede estabilizarse (que es insostenible, como se dice ahora) y que por tanto no puede durar mucho tiempo. Las señales empíricas de la inestabilidad están por todas partes: la alteración del clima, el pico o zenit del petróleo convencional, las crecientes dificultades para mantener y aumentar la provisión de recursos minerales -energéticos y no energéticos-, la cada vez más tensa relación entre población y producción de alimentos, la extinción de especies, la alteración del ciclo del nitrógeno y de otros elementos, la degradación de diversas funciones útiles de los ecosistemas, etc. Todo eso está interrelacionado: la translimitación es un asunto sistémico (Rockström et al 2009, Garcia 2015). Cada una de las premisas del escenario del desarrollo sostenible se ve cuestionada por los hechos: la población y el uso de los recursos están ya por encima de la capacidad de carga del planeta; la desmaterialización esperada sigue pendiente; el equilibrio entre sociedad y naturaleza solo podría recuperarse a una escala sensiblemente inferior a la actual, tras una reducción de la población, de la economía y del uso de recursos.

La fase de translimitación representa el clímax de la civilización industrial y ha de dar paso a una fase de descenso. Ese descenso ha de incluir en mayor o menor medida un decrecimiento de las magnitudes físicas de la sociedad, demográficas y económicas, hasta situarse de nuevo en niveles compatibles con la capacidad de carga del planeta. Se trata de una trayectoria que se distingue de otros procesos de cambio social porque, por decirlo así, viene impuesta por la naturaleza. Su origen no es la aparición de nuevos valores, aunque parece que debe comportar una modificación sustancial del sistema de valores que se ha desarrollado con el capitalismo industrial. Su origen no es el cambio tecnológico, aunque el reconocimiento de la situación genere una gran demanda de innovaciones técnicas, sobre todo en materia energética, a fin de reducir los impactos negativos del uso decreciente de combustibles fósiles. Su origen no es la dinámica económica, en la medida en que no suscita grandes expectativas de riqueza, pese a que un número creciente de economistas esté comenzando a explorar nuevas oportunidades de negocio en este ámbito.  Su origen es la imposibilidad material de seguir con el presente estado de cosas, de seguir viviendo por encima de las posibilidades de la Tierra.

La salida de la fase de translimitación está marcada por el riesgo y la incertidumbre. Tal vez se produzca de manera ordenada, más o menos organizada y voluntaria, dando paso a una sociedad menos expansiva y menos acelerada que la actual pero capaz de mantener una vida civilizada y unos niveles suficientes de bienestar. Tal vez tenga lugar a través de un colapso catastrófico, que ocasione una simplificación súbita y radical, con formas extremas de conflicto social y de descomposición institucional.

Es cierto que, en teoría, el rango de incertidumbre no permite excluir completamente la posibilidad de prolongar por un tiempo la era del desarrollo gracias a algún milagro tecnológico aún hoy desconocido. Podría ser. Nadie lo sabe. Nadie puede saberlo. El descubrimiento no es programable. Se trata de una cuestión de fe, es decir, de creencia no racional. De hecho, el discurso del desarrollo sostenible descansa en buena medida en un incondicional acto de fe en ese sentido. Toda la teoría del desarrollo sostenible podría resumirse en una sola frase: ¡Algo inventaremos! ¡Siempre ha pasado y también pasará esta vez!  Bueno, nadie puede saber si el invento necesario tendrá lugar o no: es lo que pasa con los inventos. Y el registro histórico de situaciones similares en sociedades del pasado invita a la prudencia: algunas se adaptaron y salieron del paso más o menos bien; otras no lo hicieron y entraron en decadencia o descomposición. La cuestión ahora es que, a diferencia de lo que ocurre en un mundo medio vacío (donde los recursos naturales son abundantes y el capital, la fuerza de trabajo y los conocimientos son relativamente escasos, de forma que la tecnología puede precisamente impulsar la movilización de todo esto), en un mundo lleno la mayor parte de las novedades tecnológicas, incluso cuando mitigan transitoriamente los problemas, aceleran y amplifican el impacto contra los muros limitadores de la expansión, que por otro lado están muy cerca. En un mundo demasiado grande, acelerado e interconectado, añadir tamaño, aceleración y conectividad es seguir una ruta imprudente.

El discurso actual del desarrollo sostenible es una forma especialmente agónica de la apuesta fáustica característica de la civilización moderna. Jugarse los derechos humanos al eventual acierto en esa apuesta parece, digámoslo así, más temerario que responsable.  

LA TRAGEDIA DE LOS BIENES PÚBLICOS NO CONTROLADOS, LA ÉTICA DEL BOTE SALVAVIDAS Y LOS DERECHOS HUMANOS  

Resumiré la cuestión citando a Hardin, uno de los pocos clásicos de la filosofía ecológicamente inspirada que se preocupó explícitamente por las implicaciones de la finitud del planeta sobre la realización de los derechos humanos. Hardin recuperó una antigua idea, ya formulada por Malthus (1990: 399-400) y por Lloyd (1968), según la cual una situación en la que el acceso a los bienes públicos es totalmente libre, es decir, una situación en la que no hay una institución de regulación o gestión restrictiva de los mismos dotada de poder coercitivo, desemboca inevitablemente en escasez y, finalmente, en un desastre colectivo. Con este análisis, que él presentó como “tragedia de los bienes públicos no gestionados” (1968), sintetizó en una formulación muy general la dinámica social y económica que empuja a la translimitación. Con la metáfora del bote salvavidas, referida a una situación en la que el bote solo tiene capacidad para llevar con éxito a tierra firme a una parte de las víctimas de un naufragio (1974), ilustró los dilemas prácticos que aparecen cuando se llega a un estado de translimitación, a un estado en que las demandas del sistema social son superiores a la capacidad del ecosistema para satisfacerlas. 

La huella ecológica mundial viene superando la biocapacidad de la Tierra al menos desde 1985. Foto: Álvaro López.  

Planteándose las implicaciones de todo ello en el campo de los derechos, escribió lo siguiente (cito extensamente porque opino que formula varias preguntas esenciales): 

“Pero el nuevo límite al crecimiento –el puro deseo- creado al eliminar en lo sustancial los viejos límites (la enfermedad, principalmente) hace que la combinación del derecho al alimento y el derecho a procrear se vuelva suicida. Si esos dos derechos tienen una existencia translegal –si, por usar un lenguaje de otros tiempos, son derechos dados por Dios- entonces tenemos que concluir amargamente que Dios está empeñado en destruir completamente la civilización, que tiene la intención de reducir la existencia humana al nivel de los Iks, tan emotivamente descritos por Colin Turnbull. Decir que ambos derechos translegales existen en una forma no cualificada ni cuantificada es la modalidad de fatalismo más extrema. Por otra parte, si mantenemos que todo derecho, “natural” o no, ha de ser evaluado en el marco del sistema total de derechos aplicables en un mundo que es limitado, entonces hemos de concluir inevitablemente que no puede presuponerse que ningún derecho sea absoluto, que el efecto de cada derecho sobre quienes lo ofrecen y sobre quienes lo demandan debe ser determinado antes de poder asegurar la cantidad del derecho que es admisible. De aquí en adelante, el nuestro es y va a ser un mundo limitado. Los derechos entonces han de serlo también. A más población, más limitada la oferta per capita de todos los bienes, y más estricta entonces ha de resultar la limitación de los derechos individuales. En el núcleo central, éste es el significado político del problema de la población (Hardin 1980: 7-8). 

La relación entre población y producción de alimentos es cada vez más tensa. Foto: Álvaro López. 

A mi parecer, Hardin expresó los angustiosos dilemas morales relacionados con la finitud del planeta de manera muy clara y notablemente profunda. Sin embargo, al igual que ha ocurrido con otras líneas de argumentación neomalthusiana, el debate en torno a sus planteamientos ha sido extremadamente confuso. Su propuesta ha sido objeto de toda clase de polémicas, descalificaciones y malentendidos. Con frecuencia ha sido acusada de implicar una negación radical de toda forma de propiedad o gestión colectivista. Nótese, sin embargo, que es la ausencia de control, el hecho de que los bienes públicos sean no gestionados (unmanaged), y no su carácter de bienes públicos (commons), lo que conduce a la tragedia. Y que Hardin (1993: 218-219) afirma que no hay forma de decidir, en general, cuál de los tres sistemas posibles de gestión (comunal, privatista o socialista) es el más adecuado, lo que relativiza bastante esta línea de crítica.  

Es claro, por otra parte, que el propio Hardin atizó sin prejuicios el fuego de la polémica. Enfrentando su análisis, por ejemplo, a la esperanza marxista de que el comunismo permitiría dar a cada cual según sus necesidades: en condiciones de escasez, afirma, si existen límites, la idea de que cada persona pueda establecer sin restricción alguna cuáles son sus necesidades es una receta segura para el desastre. Enfrentándolo con la mano invisible, con la tesis de que el egoísmo privado produce espontáneamente el bien público: la tragedia de los bienes de acceso libre es un obvio contraejemplo de dicha tesis. Enfrentándolo con la invocación incondicional de la caridad cristiana. O, también, recuperando la crítica malthusiana a las leyes de pobres por la capacidad de éstas para reducir los costes de la paternidad irresponsable, con el estímulo consiguiente al crecimiento incontrolado de la población: Hardin reiteró este punto de vista respecto a las instituciones del estado del bienestar y respecto a las políticas sobre inmigración. No era de esperar que un análisis que se enfrenta a creencias muy arraigadas tanto del liberalismo como del cristianismo y del socialismo y que pone interrogantes a principios ampliamente asumidos de la política contemporánea, obtuviera fácilmente una aceptación unánime. Y, ciertamente, no la ha obtenido. Sin embargo, ha formulado con claridad un corolario ineludible del reconocimiento de que existen límites naturales al desarrollo: la necesidad de coerción mutua mutuamente acordada (o, si se prefiere decirlo de otra manera, la condición fundamental, insuperable, de la democracia política). Y directa o indirectamente, siguiendo sus ideas o tratando de refutarlas, ha estimulado el estudio de las condiciones institucionales para tratar los problemas de gestión de bienes públicos.

A menudo se opone el enfoque de Hardin al de Elinor Ostrom, la única mujer que ha obtenido el llamado premio Nobel de economía. Aunque se trata de dos enfoques divergentes en muchos sentidos, sus conclusiones no son incompatibles sino, en más de un sentido, complementarias. Hardin no afirmó nunca que la existencia de bienes públicos conduzca inevitablemente a la extralimitación. Lo que mantuvo es que es el acceso absolutamente libre e irrestricto a los bienes, la ausencia de instituciones de control y gestión,  conduce inevitablemente a la extralimitación. Por su parte, los estudios de Ostrom (2000) muestran que bajo determinadas condiciones la gestión comunal puede tener un éxito duradero, e iluminan también diversas vías para favorecer el surgimiento de la cooperación social necesaria para hacer frente a situaciones de escasez. Y téngase en cuenta que, entre las condiciones para que la gestión comunal sea viable, están la baja densidad y la aplicación de criterios de gestión sostenible.

Nótese, también, que cuando se reconoce la amenaza de sobreutilización de un recurso aparecen frecuentemente diversas opciones de gestión y control relacionadas con las tres modalidades básicas apuntadas por Hardin: la liberal, la socialista y la comunal (el mercado, el estado y la comunidad). Así, por ejemplo, la atmósfera ha funcionado como un bien público de acceso libre para emitir a ella dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero. A medida que se reconoce que la tragedia (el cambio climático) amenaza, se introducen medidas de control. Y éstas son de los tres tipos. Hay, por ejemplo, mercados de emisiones. Hay cuotas de emisión, tasas o tarjetas-carbono de racionamiento. Y hay acuerdos no jurídicos de la comunidad internacional, basados en el compromiso y la presión mutua. El debate sobre las diferentes políticas del cambio climático es, en definitiva, un debate sobre las diferentes formas de combinar, dosificar, implementar y monitorizar esas medidas.  

El debate en torno a las preguntas formuladas por Hardin, tanto en términos del análisis de situaciones e iniciativas sociales existentes como en términos de filosofía moral y política, no viene de ahora y es previsible que aumente en intensidad y resonancia pública en las próximas décadas (Aitken 1992, Carley y Spapens 1998, Ostrom et al 2002). Las respuestas serán seguramente más de una, en términos filosóficos y, sobre todo, en el terreno práctico de las respuestas sociales e institucionales. Pero no parece que vayan a poder eludir la conclusión básica de un análisis ecológicamente informado: un camino de libertad individual en aumento y recursos naturales en disminución no puede llevar muy lejos. Más derechos y menos recursos es una fórmula conflictiva.

En el terreno de los derechos humanos, la translimitación arroja sombras, plantea interrogantes y promete dificultades respecto sobre todo a dos puntos de la lista básica: los artículos 16 y 25 de la Declaración Universal. Seguir interpretando que el derecho a casarse y fundar una familia incluye el derecho a decidir de manera irrestricta el tamaño de ésta va a ser cada vez más difícil de justificar. El derecho a un nivel de vida adecuado, con todo lo que ello implica según el artículo 25 (salud, bienestar, alimentación, vestido, vivienda, asistencia médica, servicios sociales, seguros de desempleo, enfermedad, invalidez, viudedad, vejez, etc.), va a verse crecientemente comprometido a medida que los efectos de la translimitación se hagan visibles (en forma de descenso, decrecimiento, colapso o como sea).  

DE LA ESPERANZA EN EL MILAGRO TECNOLÓGICO AL SUEÑO DE LO COMÚN  

En realidad, nadie niega que más derechos con menos recursos es una receta impracticable. No obstante, casi todo el mundo intenta eludir de alguna forma la contrariedad que ello representa. Ya he apuntado antes la que seguramente es la forma más extendida (al menos en los territorios de la riqueza, la influencia y el poder): el desarrollo va a volverse sostenible;nunca habrá menos recursos; el progreso tecnológico se encargará de ello. No voy a insistir más aquí: quizás el desarrollo sostenible habría podido ser una buena idea hace sesenta años (o doscientos) pero todo indica que ya es demasiado tarde.

La segunda de las vías de escape principales se resume así: hay suficiente para todos pero está mal repartido. A mi parecer, esto ha sido verdad en muchas circunstancias históricas. Ha sido verdad, en particular, en lo que respecta a las causas del hambre en el mundo en la segunda mitad del siglo XX (aunque es muy dudoso que vaya a serlo también a lo largo del siglo XXI). 

La fase de  descenso ha de incluir en mayor o menor medida un decrecimiento de las magnitudes físicas de la sociedad, demográficas y económicas. Foto: Álvaro López.  

Sin embargo, la versión abstracta y generalizada de este principio (siempre habrá suficiente para todos, sean cuantos sean, a condición de repartir bien) es obviamente falsa si se pretende aplicarla en un planeta finito.  E interpretar de esta manera el derecho al medio ambiente, como a veces se hace, es muy inconsistente.

En sus formas concretas, aplicadas a situaciones concretas, el mencionado principio expresa una respuesta popular frente a situaciones de escasez. El historiador Edward P. Thompson (1971) se refirió a ella mediante la expresión “economía moral de la multitud”. Kropotkin, observando las reacciones populares surgidas durante la Comuna de París a fin de combatir los efectos de escasez y encarecimiento de los alimentos provocados por la alteración de la normalidad económica y por el abuso de los acaparadores, las generalizó normativamente de esta manera: “La reunión de todos los alimentos en un depósito común y la distribución según las necesidades de cada cual. Poner en un montón lo que abunda y racionar lo que puede escasear, ésa es la solución popular” (Kropotkine 1887: 12-13).

En la historia de las clases subalternas, por usar las palabras de Gramsci (1981: 89-90), estas cuestiones están ligadas a múltiples expresiones de heroísmo y de calamidad, de éxitos y de tragedias. No me ocuparé de ello aquí. Sí me parece oportuno introducir dos comentarios.

El primero. Las ideas de “lo común” y “la multitud” han adquirido mucha fuerza en las reacciones intelectuales, especialmente las postmarxistas, a la crisis iniciada el 2007. Han aparecido como un trasunto del eslogan de las protestas populares contra los recortes: “no es una crisis; es una estafa”. Por otra parte, se han mantenido casi totalmente desconectadas de cualquier consideración acerca del trasfondo ecológico de la crisis, algo que es problemático a medida que el sistema social se aproxima a un estado de translimitación (o ha entrado ya en él, como muy probablemente es el caso). Porque las propuestas de puesta en común-amontonamiento-reparto equitativo pueden tener efectos razonablemente buenos cuando el recurso socializado es abundante con respecto a la población (de hecho, pueden estar plenamente justificadas). Y conducir a una pesadilla en caso contrario. No conviene olvidar que éste es precisamente el sentido de la metáfora del bote salvavidas en el debate sobre los límites del planeta: el acceso al bote de todos los náufragos no funciona bien cuando hay doscientos náufragos y la lancha solo tiene capacidad para cincuenta. Hardin describió escuetamente lo que sucede en ese caso: “completa justicia, completa catástrofe”. No conviene olvidar, tampoco, que el sentido que el ecologismo ha dado siempre a ese mensaje no es insolidario sino preventivo: más nos valdría actuar antes de que sea demasiado tarde, antes de llegar a esa situación.

Es un poco inquietante, entonces, constatar la múltiple, insistente y muy transversal presencia de la tesis de que el igualitarismo económico se basta para resolver cualquier problema de escasez ecológica. Una idea que se expresa básicamente de la misma forma en el discurso cristiano, en el de los teóricos postmarxistas e incluso en el de muchos ecologistas sociales. La encontramos en la encíclica Laudato Si’, que mantiene que “debe reconocerse que el crecimiento demográfico es plenamente compatible con un desarrollo integral y solidario” y que “culpar al aumento de la población y no al consumo extremo y selectivo de algunos es un modo de no enfrentar los problemas” que solo pretende legitimar la desigualdad económica y la injusticia distributiva (Bergoglio 2015: párrafo 50)#(3).  La encontramos en artículos contra el decrecimiento de economistas postmarxistas, según los cuales “es difícil sostener la tesis de que no hay o no habrá suficiente alimento en el mundo para alimentar a una población varias veces superior a la existente hoy”; o también “el conflicto hoy es, como siempre ha sido, no sobre los recursos sino sobre el control de tales recursos” (Navarro 2014).

Foto: Álvaro López.  

En cierta ocasión uno de mis estudiantes, al preguntarle por la población mundial actual respondió: “unos dos billones, aproximadamente” (sí, billones con b). Si uno se pregunta si debería aceptarse que alguien pretenda graduarse en ciencias sociales ignorando hasta ese punto el dato, una respuesta errónea pero no del todo insensata podría rezar así: dado que la mayoría de los economistas, sociólogos, demógrafos, politólogos, etc., piensan que no hay ni puede haber un problema de superpoblación, sino solo de reparto, entonces, ¿qué demonios importa cuál sea la población del mundo? Igual da ocho que ochenta. Igual da dos billones que dos docenas… Igual da la realmente existente que cualquier otra que podamos imaginar… El argumento de Navarro cuando afirma, sin referirse a prueba alguna, que se podrá alimentar a una población varias veces superior a la actual, se sitúa en esa onda. Ocurre, sin embargo, que la cantidad importa.

A veces, incluso, no hace falta mucho más que aritmética elemental para percibir esa importancia. Y procede entonces preguntar: ¿Cuántas veces son “varias veces”? ¿Dos veces (es decir 14 400 millones)? ¿Tres veces (alrededor de 21 000 millones)?   

¿Cinco veces (en torno a los 35 000 millones)? Si tenemos en cuenta que para una población de 9200 millones habrá 0,16 hectáreas de tierra cultivable per capita, y si tenemos en cuenta que la dieta española del presente requiere casi 0,5 hectáreas per capita, y si también tenemos en cuenta que con menos de 0,08 hectáreas no sería suficiente ni siquiera mejorando en todas partes la productividad hasta el nivel del cultivo intensivo de los mejores y más ricos suelos actuales, entonces no es muy aventurado afirmar que vamos a toda velocidad hacia una situación límite, en la que los márgenes de flexibilidad se habrán reducido a la mínima expresión. Vale, si se difunden sin bloqueos las mejores tecnologías, si se universaliza la reforma agraria, si se reducen sensiblemente las pérdidas, si se controla el deterioro de los suelos, si se evita una simplificación excesiva de los ecosistemas agrarios, si se incrementa sensiblemente la igualdad distributiva, si se reequilibra la composición de la dieta, si el cambio climático no golpea muy duramente las zonas agrícolas y si no se acaba el petróleo, a lo mejor aún podría arreglarse la cosa para esos parámetros. Pero poco margen restaría ya (Smil 2003, Foley 2011). O sea, que difícil de sostener no es: Ni hay ni habrá suficiente alimento en el mundo para alimentar a una población varias veces superior a la existente hoy. (Sí que es difícil gestionar la inquietud moral que eso suscita, pero el mundo depende solo limitadamente del malestar de las conciencias).

Incluso entre partidarios del decrecimiento es frecuente encontrar una fuerte reticencia a aceptar que el control demográfico es una consecuencia ineludible de la visión de conjunto que ellos mismos proponen. Muchos, en ese movimiento, repiten que el problema del mundo no es el número de humanos sino el de automovilistas (la misma idea proclamada hoy por el papa de Roma, formulada de otro modo). La reticencia va unida a la incomodidad, claro, porque la fórmula “más población con menos consumo agregado” es inherentemente autodestructiva.

Como el impacto sobre el medio ambiente depende del consumo por persona y del número de personas, atribuir la sobrecarga a uno solo de esos factores es como mantener que la superficie de un rectángulo está determinada solo por la base o solo por la altura. En el límite, en un mundo con recursos limitados, incluso si en él se generalizase la sobriedad y se redujera drásticamente el exceso, el resultado de aumentar sin límite la población sería una miseria generalizada. En términos lógicos eso no es discutible. En términos de hecho, como casi siempre, las cantidades cuentan. En la literatura que discute este punto es bastante frecuente encontrar, por ejemplo, una comparación entre el consumo de los ricos y el de los pobres, en términos –digamos- de la huella ecológica per capita de los EE UU y la de Nepal, para concluir que el planeta podría mantener quinientos millones de norteamericanos o treinta mil millones de nepalíes (o veintitrés mil millones de burkineses, como apuntó en cierta ocasión Serge Latouche (2006)). Este tipo de análisis define, digamos, un “rango de posibilidades”: como es sabido, la capacidad de carga para humanos debería llamarse “capacidad cultural de carga” porque ha de incluir un parámetro que defina el nivel de consumo necesario para una “vida buena”. A menudo, el discurso continúa con alguna mención a las verdaderas necesidades humanas, o quizás a las necesidades básicas, aquellas cuya satisfacción debería asegurarse.

Este tipo de ejercicios está bien para ilustrar el alcance de la desigualdad social y para ayudar a interiorizar en términos concretos las consecuencias de la finitud del planeta, pero conviene ser conscientes de algunas de sus implicaciones menos evidentes e inmediatas. No es que sea nada nuevo, pero en este punto procede recordar dos cosas.

Primero, que resulta ineludible preguntarse por el grado de coerción que alguien tendría que aplicar para mantener a 23 mil millones de humanos igualados en los niveles de consumo promedio de Burkina Faso. Segundo, que la relación entre el número de personas y el consumo por persona no es exactamente lineal, contra lo que parece sugerir el análisis arriba apuntado. Es muy posible que un mundo con 23 mil millones de humanos solo pudiera ser mantenido mediante una tecnología avanzada (¿controlada por una minoría?): a fin de cuentas, si la población del planeta ha podido crecer hasta los siete mil millones es gracias a la enorme subvención energética de los combustibles fósiles.

Foto: Álvaro López.  

Si añadimos ambas cosas al análisis, es decir, si complementamos la relación población-recursos con política y con tecnología, damos algunos pasos hacia un cuadro sociológicamente más realista. La lección que se desprende, en mi opinión, es que convendría mantenerse suficientemente lejos del punto de máxima población y mínimo consumo (por supuesto: si no es demasiado tarde para ello). Al fin y al cabo, la sociedad en que cada cual recibe solo lo estrictamente necesario para sobrevivir la hemos conocido de sobra en la historia y no conozco a nadie que la desee: es el campo de refugiados (o quizás el campo de concentración). Tal vez el hábito de razonar en términos de población y recursos otorgue a los ecologistas una cierta ventaja a la hora de añadir a los análisis alguna dosis de realismo. Pero no me parece que los ecologistas tengan vocación alguna de llegar a ser los guardianes y administradores de Dachau. A mi entender, el espectro del ecofascismo no acecha sobre todo a los neomalthusianos, sino más bien a quienes no ven razón alguna para intentar poner un freno civilizado al crecimiento demográfico.

En el terreno de los derechos humanos “clásicos”, esa conclusión apunta a la necesidad de explorar las mediaciones –el mutuo condicionamiento- entre el derecho a formar una familia y el derecho a un nivel de vida adecuado#(4).  Y, en el terreno de los derechos humanos “emergentes”, a asumir que el derecho al desarrollo y el derecho al medio ambiente casan mal y a buscar por tanto vías capaces de sortear ese dilema. Más fácil de decir que de hacer, cierto.


Notas 
 (3).-Es instructivo comparar las frases de Bergoglio sobre el problema demográfico con el párrafo sobre el mismo tema en Populorum Progressio (Montini 1967: párrafo 37). Cito extensamente de ese párrafo: “Es cierto que muchas veces un crecimiento demográfico acelerado añade sus dificultades a los problemas del desarrollo; el volumen de la población crece con más rapidez que los recursos disponibles y nos encontramos aparentemente encerrados en un callejón sin salida. Es, pues, grande la tentación de frenar el crecimiento demográfico con medidas radicales. Es cierto que los poderes públicos, dentro de los límites de su competencia, pueden intervenir, llevando a cabo una información apropiada y adoptando las medidas convenientes, con tal de que estén de acuerdo con las exigencias de la ley moral y respeten la justa libertad de los esposos. Sin derecho inalienable al matrimonio y a la procreación no hay dignidad humana”. El papa Pablo VI reconocía la amenaza de la superpoblación, aunque la confrontaba con el derecho a reproducirse sin restricciones en tanto que principio moral incondicional. Era un planteamiento agonístico, en cierto modo trágico, que contraponía la materialidad al espíritu, pero que al menos apuntaba al reconocimiento de la realidad. Sus sucesores optaron por negar simplemente la existencia del problema. En El camino pascual (1983), Ratzinger afirmó directamente: “…, sabemos bien que la Tierra tiene riquezas suficientes para saciar a todos, no faltan los bienes materiales sino las fuerzas espirituales”. Y, antes, en Familiaris Consortio (1981), Wojtila se había referido al pánico suscitado por los estudios demográficos de ecólogos y futurólogos, estudios que en su opinión exageraban el peligro para la calidad de vida que el crecimiento demográfico representa, describiendo todo eso como muestra de una cierta enfermedad cultural, como expresión del pesimismo y el egoísmo que ensombrecen el mundo, y formulando a continuación una condena sin paliativos a cualquier medida de gobierno encaminada a “limitar del modo que sea la libertad de los esposos en la decisión sobre los hijos”. En más de un sentido, pese al énfasis retórico proambientalista de su encíclica, en este punto el papa Francisco se muestra muy continuista respecto a sus dos predecesores inmediatos.
 (4).-Las noticias que apuntan a una tendencia al abandono de la política de hijo único en China, que estaría cayendo bajo el peso de los efectos perversos a que ha dado lugar, no son muy alentadoras. A fin de cuentas, se trata de una de las muy escasas medidas de responsabilidad ecológica en profundidad adoptadas por los gobiernos del siglo XX. Su aparente fracaso no es un buen augurio para lo que resta del XXI.

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