ambient@

LOS PARQUES NACIONALES COMO PARTE DE LA IMAGEN GENERAL DEL PAÍS

Borja CardelúsPresidenteCentro de Cultura Iberoamericana 

 Desde una perspectiva global, los parques nacionales de los países resumen la variedad de ecosistemas existentes en el planeta. Y estos no son muchos: apenas dos docenas de ecosistemas, porque estos, en consonancia con los climas, se repiten de una manera sistemática de polo a polo. En este sentido, debe tenerse en cuenta que España atesora un porcentaje nada desdeñable de esas dos docenas escasas de ecosistemas. Nuestro país contiene hábitats como la estepa, el bosque mediterráneo, el bosque atlántico, los páramos subdesérticos, los humedales interiores o costeros, las áreas marítimas, la alta montaña y algunos tan originales en Europa como el bosque tropical de  laurisilva o las parameras volcánicas. La mayoría de estos ecosistemas se encuentra bien representada en la Red de Parques Nacionales españoles, la cual, como puede verse, exhibe una buena parte de la Naturaleza planetaria. 

“MARCA ESPAÑA” 

Cabe citar algunos ejemplos. Monfragüe es acaso la mejor muestra virginal del ecosistema del bosque mediterráneo, una de las áreas naturales del planeta, y ciertamente no de las más abundantes, pues se circunscribe al entorno del mar de su nombre, y a ciertas áreas de Australia, Chile, California y Texas. Por si fuera poco, esta verdadera joya biológica que es Monfragüe alberga nada menos que 280 especies de vertebrados, entre ellos la primera colonia de cría del buitre negro a nivel mundial, así como otras especies sumamente amenazadas, como el águila imperial o la cigüeña negra.

   Cabañeros es otra magnífica muestra de ese ecosistema escaso como es el bosque mediterráneo, y aloja la segunda población mundial de buitre negro, entre las cuatro especies amenazadas de extinción que contiene.

   Otros parques nacionales exhiben títulos exclusivos, tanto por su singularidad como por las especies que albergan: Picos de Europa, el mayor escenario calizo de la Europa atlántica, o Aigües Tortes y Ordesa, enclaves del sistema natural de los Pirineos, presente en solo dos países. O los ecosistemas únicos de la región de la Macaronesia, en las Canarias, sin réplica a nivel mundial, con una joya botánica como Garajonay, cuyo bosque de laurisilva es un relicto del Terciario y representante último de esta formación subtropical que antaño se extendió por Europa.  

Los parques nacionales constituyen de alguna manera el resumen ecológico de un país, son parte de su imagen de marca, ya que exhiben la variedad de sus grandes ecosistemas, como el de la montaña pirenaica de Ordesa. Foto: Álvaro López.  

Lo que otorga todo su sentido a los parques nacionales es que en su conjunto proyectan la imagen de la naturaleza española. Son parte de la “marca” general de la nación, más allá de la imagen particular de sus regiones. Es lo que subyace a la idea de red. Por sí solos son meros espacios naturales protegidos, como hay tantos otros. En cambio, globalmente forman un cañamazo mucho más sólido y representativo que sus partes individuales, del mismo modo que unas varas de junco no son gran cosa una por una, pero juntas conforman una sólida estructura, o de la misma forma que unos ladrillos en sí son inapreciables, pero unidos levantan la fuerte estructura de un edificio. Los parques nacionales son mucho más si son gestionados de un modo centralizado. Si poseen unidad de organización, de criterio, de proyección, y eso es algo que solo puede garantizar su administración por parte del Estado. El no hacerlo, el delegar la misma en otras entidades que no sean la estatal, supone prescindir de ese instrumento poderoso de proyección y de imagen que son los parques nacionales. Solo la Administración del Estado puede ofrecer esa visión de conjunto, generalista, imprescindible para extraer todo su valor a esa materia prima tan exquisita que son los parques.

 Sin duda que existen partidarios de lo contrario: de acercar lo más posible la gestión de los espacios naturales -sean o no parques nacionales- a las instancias administrativas. En este sentido, algunos han llegado a preconizar no solo la gestión regional, sino incluso la local, por el mayor conocimiento de los Ayuntamientos del medio físico circundante. 

GESTIÓN CENTRALIZADA VERSUS GESTIÓN CERCANA 

Hay elementos naturales presentes en los parques Nacionales que trascienden a lo meramente regional, como la flora de las latitudes norteñas europeas, que empujada por la última glaciación terminó afincando en las alturas de Sierra Nevada. Foto: F. Castellón de la Hoz. Fototeca CENEAM.    

 Esto es un grave error técnico, muy propio de quienes se limitan a teorizar sobre los espacios naturales, sin haber conocido nunca los problemas que se derivan de la gestión cotidiana. El peor destino posible para un espacio natural de gran importancia es precisamente la gestión cercana. En los países democráticos, el voto condiciona buena parte de las medidas que se adoptan en cualquier sector, y la Naturaleza ha sufrido como pocos esta circunstancia. Los parques nacionales, al menos en un primer momento desde su declaración, cuestan muchos recursos y rinden poco en términos de votos.

En los primeros tiempos, los Ayuntamientos del entorno de Doñana como Almonte e Hinojos, recibieron de uñas la declaración de Doñana como Parque Nacional, porque ello cercenaba otras expectativas más rentables democráticamente hablando, como aquellas iniciativas locales que se traducían en cosechas inmediatas de votos, tales como proyectos agrícolas, urbanísticos o de infraestructuras, que hubieran ocasionado averías irreversibles en el parque. 

 No vieron entonces lo que llegó después: que Doñana como Parque Nacional habría de recibir una marea de turistas con efectos económicos muy beneficiosos y, sobre todo, sostenibles a largo plazo, hacia todo el entorno. Lo propio ocurrió en Ordesa o en Picos de Europa, tan beneficiados a la larga por su declaración como Parques Nacionales.

Pero esta cortedad de miras inicial, el hacer primar la búsqueda del voto sobre la conservación de la Naturaleza, ha llevado a no pocos desatinos de inversión. Y así, mientras los montes han dejado de ser desbrozados, con lo que ello supone para el crecimiento incontrolado de maleza y la propagación del fuego, han florecido por todas partes inversiones como los paseos marítimos, el ajardinamiento de los pueblos y otras muchas iniciativas privadas o públicas, innecesarias o incluso contraproducentes, pero a las que los políticos locales o regionales se muestran  sumamente sensibles, porque tienen su respuesta en votos electorales. De ahí que alejar los espacios señeros, los de mayor entidad, de la presión regional, y no digamos de la local, es imprescindible para liberarse de la presión de los acuciantes entornos y lograr el objetivo de su conservación.

LA SUPERACIÓN DE LO REGIONAL EN LA GESTIÓN DEL MEDIO AMBIENTE 

La conservación de la Naturaleza en general no siempre se ciñe al ámbito regional. No pocas veces lo rebasa, porque aunque sea una verdad harto repetida, es cosa cierta que el medio ambiente no conoce fronteras políticas. De ahí que, a partir de la segunda mitad del siglo XX, comenzaran a surgir iniciativas que dieran acogida a esa realidad extralocal de la Naturaleza y se aprobaron convenios y más tarde figuras específicas con ese fin.

   Este proceso no ha hecho sino ir en aumento. Y el refrendo de esa condición supraterritorial de la Naturaleza se ha bifurcado en dos grandes ramas: los espacios físicos y la biodiversidad. Cada vez es más visible la tendencia a comprender el planeta como una casa común, donde hay aspectos y conductas que, aunque individuales, deben ser vigilados por los demás vecinos, de un modo parecido a una comunidad de propietarios.

   En el ámbito de la biodiversidad la superación de las fronteras se hace evidente. La flora del Parque Nacional de Sierra Nevada por ejemplo, es un relicto de la última glaciación, cuando los hielos empujaron la vegetación hacia el sur, huyendo de la glaciación. La flora nevadense, propia de regiones subárticas, encontró acomodo en ambientes semejantes al suyo de origen en las alturas de la Sierra Nevada, y cuando se retiró la glaciación subsistió en esos parajes, quedando como un auténtico tesoro biológico cuya titularidad moral no es solo de una región, ni siquiera de un país, sino del conjunto de la humanidad.  

El bosque de laurisilva de Canarias, como el que se extiende en el Parque Nacional de Garajonay, es el último reducto de los profusos bosques europeos del Terciario, otro eximio ejemplo del carácter transregional de los Parques Nacionales, y que en los últimos años ha llevado a incluir varios de los Parques Nacionales españoles en las categorías de protección europeas y de la UNESCO. Foto: J.M. Reyero. Fototeca CENEAM.    

Algo parecido ocurrió con el urogallo, que escapando de los páramos helados del Cuaternario vino a refugiarse en los bosques cantábricos, donde afincó, sin seguir a los hielos en su retroceso por Europa. Sobre el urogallo, por su condición de rareza biológica, debe pesar pues una tutela mayor que la limitada al ámbito regional estricto.    Y lo mismo cabe predicarse de otras especies, cuya escasez, a veces en los umbrales de la extinción, las hace merecedoras de protecciones ultrarregionales: así, el citado buitre negro, el águila imperial, la cigüeña negra, el quebrantahuesos, el lince ibérico, todos los cuales, por su creciente mengua se han convertido en especies merecedoras no solo de protecciones que rebasan lo regional, sino de programas internacionales de conservación.    Y si las especies, por su relevancia o su singularidad, carecen de fronteras,  qué decir cuando se trata de especies migratorias, de las que los parques nacionales ofrecen muestras sobradas: cigüeñas, grullas, anátidas, rapaces..., decenas de miles de aves cruzan nuestro país cada año para nidificar o hibernar en él, volviendo cada año a sus cuarteles de invernada o cría, manifestación la más visible de que el medio ambiente no se ciñe a convencionales marcos administrativos.

   De ahí que, tras los Convenios internacionales iniciales, comenzaran a surgir instrumentos y figuras superadoras de lo regional. Ha sido el caso de las Reservas de la Biosfera de la UNESCO y de la Red Natura 2000, que marcan la tendencia mundial a considerar la Naturaleza como algo no solo suprarregional, sino supranacional. Es el reconocimiento de que existen espacios y elementos de la Naturaleza que trascienden con mucho el marco de las regiones, para insertarse en ámbitos mayores.    En este sentido, qué duda cabe de que haber otorgado a las Comunidades Autónomas las competencias sobre los parques nacionales supone una ruptura de la tendencia mundial y un error técnico. De lo primero, porque los países no dejan de dar pasos para superar las barreras impuestas por la geografía política, recurriendo a tratados y a figuras como las mencionadas. Y un error técnico, e incluso legal, porque esa cesión a las autonomías viene a suponer que el medio ambiente, en lugar de superar fronteras vuelve a contraerse al marco regional, con olvido de que el medio ambiente representado en los parques nacionales, por su relevancia y su proyección, por el hecho de que rebasa la geografía política, debe enmarcarse en el cuadro de competencias de la Administración del Estado. Lo contrario es técnicamente incorrecto y regresivo, y ecológicamente una involución.

   Y es incorrecto incluso legalmente, ya que, si bien la Constitución atribuye competencias a las Comunidades Autónomas en materia de medio ambiente, va de suyo que ello opera dentro de un esquema puramente regional, pero no cuando el medio ambiente desborda ese ámbito. Hablábamos antes de la menor capacidad de los entes regionales y locales para contener iniciativas agresivas procedentes de los entornos de los espacios naturales, lo que sugería la conveniencia de alejar las decisiones lo más posible de esos entornos y llevarlas al Estado. Y si esas agresiones afectan a bienes ambientales transregionales, como los casos que hemos citado, resultaría que las Autonomías estarían ejerciendo competencias sobre un medio ambiente que no les concierne, porque traspasa el marco regional, lo que una vez más reconduce técnicamente las competencias a la Administración Central. 

LO CULTURAL COMO ELEMENTO TRANSREGIONAL 

Las aves migratorias que se acogen a la seguridad de los Parques Nacionales, constituyen otra prueba palpable de que el medio ambiente no se constriñe a fronteras locales, sino que las traspasa, y que por ende la gestión de esa Naturaleza trascendente debe alejarse de sus entornos regionales inmediatos. Foto: A. Camoyan. Fototeca CENEAM.  

Al igual que ocurre con los parques nacionales, que en lo ecológico proyectan de manera general la imagen de marca de un país, ciertos elementos de su patrimonio cultural también lo hacen. Qué duda cabe que el Museo del Prado o el Archivo de Simancas son parte del acervo común de España, y en cuanto tal, no es concebible que su gestión no esté en otras manos que en las estatales.   

   Y es que lo cultural también es susceptible de trascendencia geográfica, lo cual ha sido ya reconocido en el plano de la legalidad internacional. Si, como ya hemos visto, en el ámbito de lo puramente ecológico hay espacios y especies que rebasan las fronteras regionales, e incluso nacionales, para insertarse en una categoría superior, lo propio cabe decir de lo cultural. Todos los países albergan su propio patrimonio cultural, ya sea este monumental, artístico o de cualquier otra clase, pero el término cultural es lo suficientemente extenso y flexible como para incluir en él otras cosas: sitios cualificados, paisajes, pueblos e incluso ciudades, además de aspectos diversos de la cultura inmaterial, esa que existe pero que no se traduce en objetos o en piezas de museo. 

Y como ocurría en el caso de los espacios naturales, algunas de las piezas de ese patrimonio trascienden también a lo local y se hacen merecedoras de una tutela ultrarregional. Son los tesoros culturales de alcance mundial, garantizados por figuras de protección específicas, de manera particular por las declaraciones de la UNESCO.

La andadura de la protección cultural otorgada por UNESCO comenzó con la declaración de ciertos bienes como Patrimonio de la Humanidad. Se trata de aquellos lugares de importancia excepcional para la herencia común de la Humanidad, y esa importancia puede ser no solo estrictamente cultural, sino incluso natural, como ocurre con ciertas áreas cualificadas por su interés naturalístico. De tal manera que la categoría puede englobar edificios, pueblos, ciudades, monumentos, pero también montañas, lagos, desiertos, cuevas, bosques. La lista, que ha ido engrosándose año a año, comprende ya cerca de mil sitios, de los cuales dos terceras partes serían culturales y el resto naturales o mixtas.

   En el año 1990 UNESCO abrió una nueva categoría de bienes, porque la declaración de Patrimonio de la Humanidad no se conciliaba bien con ciertos aspectos de la cultura que no eran físicos, sino más inconcretos. Esto dio lugar a proteger manifestaciones españolas como el flamenco, el silbo gomero, la fiesta de los patios de Córdoba o el Camino de Santiago, y compartida con otros países otras como la dieta mediterránea o la cetrería.    De esta forma, observamos que varios de nuestros parques nacionales, del mismo modo que ocurría con la visión puramente naturalística que estudiábamos antes, se encuentran igualmente afectados por una declaración cultural, lo cual hace exceder de nuevo al parque de su ámbito local, para proyectarse sobre una nueva dimensión mundial, la que otorga el paraguas protector de UNESCO.    Así, el Parque Nacional de Garajonay, la única muestra vigente del bosque tropical que cubrió en tiempos del Terciario el sur europeo, se halla declarado como Bien natural, la misma declaración de que goza el Parque Nacional del Teide; Monfragüe, muestra excelsa del paisaje mediterráneo prístino, está conceptuado como Bien cultural; El conjunto pirenaico Ordesa-Monte Perdido se halla catalogado como un Bien mixto, y finalmente el Parque Nacional de Doñana, acaparador de categorías nacionales e internacionales de protección, es por su parte un Bien natural según UNESCO.  

DOÑANA Y EL PAPEL DE LAS MARISMAS DEL GUADALQUIVIR EN LA COLONIZACIÓN DE AMÉRICA 

Todo lo dicho anteriormente es aplicable, y con creces, al Parque Nacional de Doñana, paradigma de la trascendencia ecológica y cultural. Acumula tales méritos en ambos aspectos, que adscribir su gestión a un organismo distinto de la Administración del Estado es un error técnico incomprensible. Ya se ha hablado, aun someramente, de sus valores biológicos, y toca ahora hacerlo de los culturales e históricos, desde mi punto de vista harto más trascendentes que aquellos, con todo y ser Doñana el área más estratégica del continente europeo en lo relativo a las migraciones de aves.    Porque es que la coyuntura histórica y geográfica hizo de Doñana un espacio clave en la colonización de América por parte de España, toda vez que las Marismas del Guadalquivir otrora se extendían sobre una superficie de 300 000 hectáreas y, más relevante aún, llegaban estas hasta las mismas puertas de Sevilla, hecho significativo porque Sevilla fue elegida como puerto de trasiego de personas y enseres entre España y el Nuevo Mundo.    Esta circunstancia haría revestir a Doñana y sus marismas de su excepcional importancia en orden a la colonización del Nuevo Mundo. Porque si la cantera de personas para la colonización, durante los primeros cincuenta años desde el descubrimiento de América, fueron los pueblos andaluces del Bajo Guadalquivir (lo que impregnaría a la totalidad de la América hispana del sello hispano-andaluz que hoy la caracteriza), la cantera de donde se extrajeron los ingredientes de la colonización rural fue precisamente las marismas y su entorno.

   En efecto, a la hora de embarcar elementos tales como el ganado con destino a las Américas, las marismas eran la trastienda más asequible para ello, por su proximidad al puerto de Sevilla. Y ya en el segundo viaje de Cristóbal Colón, en las diecisiete naves que inician la colonización española del Nuevo Mundo, brota el papel jugado por las marismas en todo ello. Dice la historia que el Almirante aprobó el envío de diez machos y hembras de caballos españoles de buena planta que le fueron presentados en el alarde previo. Pero que al enfermar Colón al momento del embarque, no pudo asistir al cambio que hicieron los tratantes, que sustituyeron los soberbios corceles exhibidos por los que han calificado los historiadores como “pencos matalones”, los que a la postre desembarcaron en las tierras recién alumbradas.

Pero no eran tales “pencos matalones”, sino caballos de la marisma. Más concretamente, caballos de las retuertas, esa raza arisca de ejemplares que deambulaban sin dueño por las planicies marismeñas, y que incluso pretendió ser eliminada por estorbar a los objetivos de la conservación, hasta que la intuición del biólogo Juan Calderón determinó investigarla, con el resultado de dar con un fenotipo antiquísimo, un verdadero tesoro biológico en el que con toda probabilidad hay que ver el tronco inicial de la introducción del caballo en América.

   Y es que el caballo había sido residente de las Américas en tiempos remotos –fueron incluso caballos americanos los que pasaron a África por los corredores terrestres y devinieron en cebras-, pero por circunstancias desconocidas habíanse extinguido del continente americano, hasta que fueron devueltos a él por los españoles. Pues bien, el caballo de retuerta habría de desempeñar un papel de primer orden en la reconquista equina del territorio americano. Porque se trata de un caballo, en efecto de aspecto nada esbelto, más bien ruin –de ahí que la historia los calificara como “pencos matalones”, pero de enorme resistencia, en verdad excepcional en las labores campestres del exigente campo americano. De ahí que se extendiera de tal forma por él, desde las grandes praderas de Norteamérica a la Patagonia, y que sus rasgos –pequeño tamaño, aspecto tosco, gran adaptación a las llanuras-, podamos detectarlos con facilidad en los caballos de los llaneros de Venezuela, de los charros mexicanos, de los gauchos de la Pampa o incluso de los vaqueros norteamericanos, área donde existe una especie legendaria asilvestrada, el mesteño, o mustang, que parece directamente extraído de las Marismas del Guadalquivir.

Los caballos que poblaron el continente americano proceden del tronco inicial de los caballos de retuerta de las marismas, que viajaron en el segundo viaje de Cristóbal Colón y se extendieron por todo el continente. El mesteño o mustang procede de esta antiquísima raza de caballos de la marisma.      
De las Marismas del Guadalquivir, cercanas al puerto de Sevilla, fueron extraídas las vacas mostrencas que poblaron las planicies del Suroeste de los Estados Unidos. Para defenderse de los predadores allí existentes, en rápida evolución desarrollaron una formidable cornamenta hasta convertirse en las famosas longhorn texanas.       

Algo semejante puede predicarse de la vaca mostrenca de las marismas béticas. Es vaca hosca, de cuerno abierto, y cuya estirpe felizmente nomadea todavía hoy por las llanuras de Doñana. Pues bien, estas vacas fueron igualmente llevadas a América, y en las planicies de las grandes praderas del Norte –Texas, Arizona, Nuevo México-, encontraron un hábitat muy similar al suyo de origen, solo que en extensiones desmesuradas, siendo dejadas a su arbitrio por los propietarios en fincas inmensas y sin cercas, donde pululaban coyotes, pumas, y, sobre todo, lobos, lo que dio lugar a una evolución genética, puramente darwiniana. Esos depredadores se encontraron de pronto con carne nueva y fácil, lo que obligó a las mostrencas a una rapidísima transformación fisiológica, lo que les permitió a la postre sobrevivir. Para defenderse desarrollaron en muy pocas generaciones su cornamenta, y por puro mecanismo de selección natural las mejor defendidas fueron las que más desarrollaron su cuerna, dando lugar a las afamadas longhorn tejanas, proceso espoleado luego por los criadores.

   De la cantera de las marismas fue sacada también la oveja churra lebrijana, como todo el ganado marismeño muy adaptado a las peculiaridades ecológicas de un medio tan exigente como este, sometido a intervalos de sequía e inundación, y sobre todo hechos a un territorio plano y desacotado, el mismo que hallaron el muchas partes de las Américas –el Llano, la Pampa, el Chaco, la meseta mejicana, las grandes praderas norteamericanas, los llanos del piedemonte andino, la Patagonia-, donde al ser instalado se sintió como en casa. Las churras marismeñas se extendieron prodigiosamente en el Suroeste norteamericano –mucho más que la vaca, a pesar de lo mostrado por el cine de Hollywood-, hasta el punto de que allí son conocidas como “churros”.

 Pero este útero de América en verdad prodigioso que fueron las marismas, no se limitó únicamente al ganado. Todo él emigró al Nuevo Mundo juntamente con lo que le rodeaba: el vaquero y el oficio del manejo del ganado. Manejo que podemos ver in toto, en las ya mencionadas áreas de la América rural. El charro, el gaucho, el llanero, el vaquero peruano o el del Chaco, son descendientes directos del vaquero andaluz de las marismas del Guadalquivir. Y nada se diga del indio norteamericano y del propio cow boy, con toda la ristra de elementos que rodean el manejo: el caballo, la montura, el vestuario –sombrero, zahones, botas de cuero, espuelas-, los arreos, el rodeo, la trashumancia... Incluso el alanceo de jabalíes, que en el Oeste norteamericano se troca por la caza de bisontes con lanza, practicada allí por los españoles, los llamados ciboleros. Todo este complejo de ingredientes, vendido al mundo a través de Hollywood como una de las grandes señas de identidad de los Estados Unidos, es empero estricta, íntegramente andaluz de las Marismas del Guadalquivir. Cosas del marketing.  

  ¿Qué se infiere de todo esto? Primero, que las Marismas del Guadalquivir fueron la verdadera matriz del mundo rural del Nuevo Mundo, donde se reprodujo el ambiente ganadero y humano de origen, con todos y cada uno de los elementos concernientes a ello. Segundo, que en razón a tamaña trascendencia, las Marismas desbordan con mucho el limitado ámbito de la cultura regional andaluza, incluso de la nacional, para devenir universal. De donde se deduce como corolario inmediato que atribuir la competencia sobre su gestión a un ente regional es grave desatino, ya que como poco debiera ser el Estado el que la asumiera. Y en tercer lugar, que las Marismas del Guadalquivir merecen como pocos lugares ser incluidas en las listas del Patrimonio de la Humanidad, donde debieran figurar hace mucho tiempo en cuanto el bien cultural de repercusión mundial que es.  

Sin embargo, la proyección internacional del Parque Nacional de Doñana en lo cultural, no se limita a las Marismas, con ser estas el capítulo más significativo. Debemos traer a colación una vez más que Doñana se encuentra ubicado en las inmediaciones del puerto de Sevilla, el punto neurálgico del trasiego marítimo hacia América, y tal hecho comportó otras exportaciones culturales.    La aldea de El Rocío es una de ellas. Asomado como un balcón sobre las Marismas, es un precioso pueblo de calles de arena y casas bajas y blancas, todo lo cual le confiere una personalidad distinta, única. Sus visitantes acostumbran decir que “parece un pueblo del Oeste”, incluso con los barandales delante de las casas para amarrar los caballos, que pululan con sus jinetes por las enarenadas calles. Y es cierto que lo parece, solo que al revés: los pueblos del Oeste americano reprodujeron el modelo de los pueblos andaluces de la época, de los que El Rocío es el último testimonio. 

   Tales pueblos ofrecían un frente de casas lucido, y una parte trasera tosca, donde se guardaban los corrales del ganado. Varios pueblos del Oeste americano conservan todavía este diseño genuinamente andaluz, con una particularidad: la parte trasera de las casas ofrecía un frente continuo, alto y sin ventanas, como mecanismo para repeler los ataques de las tribus indias, que eran harto frecuentes. Hay pueblos como San Ildefonso, en Nuevo México, que parece una réplica de El Rocío, con esa singularidad de fines defensivos: por delante, en la parte habitable que daba a la plaza mayor, las casas son lucidas). Por detrás los pueblos son un continuum edificado sin flancos débiles, un verdadero bastión fortificado.  

La influencia de Doñana en América se extiende a otros elementos, además de los ecuestres y ganaderos. Los poblados del Oeste norteamericano, como este de San Ildefonso, reprodujeron la planta de El Rocío, como se aprecia en la imagen. De ahí que los visitantes del Rocío que “parece un pueblo del Oeste”, aunque los términos deben invertirse.        

En punto a su proyección sobre las Américas, el Parque Nacional de Doñana ofrece otras deslumbrantes muestras: el palacio de Doñana, construido en el siglo XVI por los duques de Medina Sidonia, y hoy sede de la Estación biológica de Doñana. Aún puede rastrearse en su diseño lo que fue el arquetipo de la casa solariega del Nuevo Mundo, la hacienda americana. Procede de la casa romana, y tras pasar por el Al Muniat árabe devino en el cortijo andaluz, el modelo que más tarde se trasplantó a América y que subsiste en las grandes haciendas del Nuevo Mundo, desde México a la Tierra del Fuego: la parte principal con sus habitaciones, que dan a un patio, el cual se halla enlosado, porticado y ajardinado, como defensa activa frente al calor; este patio posee copiosa vegetación, que enfría el aire, lo mismo que hacen los corredores. A continuación de este primer patio hay una segunda pieza de habitaciones con patio para la servidumbre, y un tercer patio para los corrales del ganado. Aun con las transformaciones arquitectónicas que ha recibido, en el viejo el palacio de Doñana aún puede reconocerse el modelo. Como también subsisten los hornos de pan, que otrora poblaron los campos andaluces y que, exportados a América, en el Oeste se conocen como “hornos indios”, un error semejante al de atribuir carácter norteamericano al manejo del ganado a caballo.

CONCLUSIONES 

Los parques nacionales resumen la quintaesencia de la Naturaleza española, y por ello de algún modo pertenecen a la imagen de España, a su “marca”, y en cuanto tal su tutela y su proyección exterior deben ser técnicamente competencia de la Administración del Estado. De acuerdo con la Constitución, las Comunidades Autónomas pueden asumir competencias sobre el medio ambiente. Pero evidentemente no fuera de ellas, y ocurre que el medio ambiente muchas veces excede los límites territoriales de las regiones, para convertirse en suprarregionales, o incluso supranacionales. Este “desbordamiento” de lo puramente regional puede desdoblarse en varios ámbitos: unas veces geográfico, cuando el parque se extiende sobre el suelo de varias Comunidades Autónomas; otras, físico, cuando el parque incluye especies migratorias, que no entienden de fronteras políticas ni administrativas; y finalmente, cultural, cuando los valores del parque nacional trascienden de lo puramente regional, pudiendo llegar a convertirse en universales.

Desde hace décadas, las naciones han ido elaborando normas e instrumentos para superar las limitaciones geográficas, tan convencionales como escasamente operativas en la práctica. Así, la Red Natura 2000 europea, las Reservas de la Biosfera de la UNESCO, o las declaraciones como Patrimonio de la Humanidad del mismo organismo, todo lo cual refrenda la tendencia a tratar lo ambiental y ciertos aspectos culturales con visión global. Al lado de estas tendencias, el otorgamiento a la Comunidades Autónomas de la gestión de los parques nacionales ha supuesto un “paso atrás”, una regresión técnica grave, justamente en medio de un proceso general de superación de los localismos cuando se gestiona algo tan poco ceñido a barreras geográficas como es el medio ambiente.

En este orden de cosas, casi todos los Parques Nacionales españoles presentan títulos que rebasan lo regional. Pero el de Doñana, tanto en lo ecológico como, muy particularmente, en lo cultural, en cuanto que las Marismas del Guadalquivir fueron la cuna de la civilización ecuestre y ganadera de América, es un parque nacional decididamente universal.