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La raza de los pastores libres

CAÑADAS, TRASHUMANCIA Y CULTURA MESTEÑA

Pedro García MartínCatedrático de Historia ModernaUniversidad Autónoma de Madrid 

Volvió a mirarlo don Quijote, y pensó, sin duda alguna, que eran dos ejércitos que venían a embestirse y a encontrarse en mitad de aquella espaciosa llanura. (...) Y la polvareda que había visto la levantaban dos grandes manadas de ovejas y carneros, que por aquel mismo camino de dos diferentes partes venían, las cuales, con el polvo, no se echaron de ver hasta que llegaron cerca”.    Miguel de Cervantes: El Quijote. I, Cap. XVIII. 

Yo vengo de una raza de pastores que perdió su libertad cuando perdió sus ganados y sus pastos”. Julio Llamazares: La lentitud de los bueyes 

La polvareda levantada por el trote de la historia. La herencia de una raza de pastores libres. Esta son algunas de las imágenes más reconocibles del paisaje ibérico. Los rebaños trashumantes marchando a extremos por la cañada real. El río merino de blancos vellones desembocando en el mar amarillo de las rastrojeras. La silueta del pastor -el gesto adusto, el rostro curtido- recortando el horizonte. El concierto de balidos y cencerros en la soledad sonora de los campos de sembradura. En suma, hablamos de las señas de identidad de nuestra cultura rural. Las de la ganadería mesteña que, a pesar de las cicatrices de los siglos, ha dilatado sus huellas hasta la era de Internet.

En las penínsulas del Mar Mediterráneo es palpable el arraigo secular de la trashumancia. Esta práctica migratoria, basada en el aprovechamiento estacional de pastizales complementarios, modeló el espacio agropecuario, alumbró un tipo humano de vida cíclica, reportó riqueza material a las economías preindustriales y comportó un trazado de los caminos pastoriles.

De resultas, se crearon instituciones gremiales que tutelaron el ramo: la afamada  Mesta en la Corona de Castilla, la Casa de Ganaderos en la de Aragón, la  Dogana de Foggia en el Mediodía italiano, y, de menor entidad, las de la Maremma, las islas de Córcega, Cerdeña y Sicilia, las sierras de Portugal, el mosaico de los Balcanes, los valacos de Rumania y los sarakatsani de Grecia. Una geografía de la trashumancia que enlazaba por el sur del con el nomadismo del desierto. Las dos caras pastoriles de ese Mare Nostrum que fue cuna de nuestra civilización.

El pastoreo estante es el más común a todos los pueblos ganaderos del mundo, y es en el que el ganado no sale de sus suelos a herbajar a lo largo de todo el año. Foto: Álvaro López.  

Sin embargo, previa a la reglamentación pastoril, se esbozaron dos ecosistemas imprescindibles para que se verificaran las migraciones pecuarias: Sierras y Extremos. Por Sierras entendemos las montañas que bordean la Meseta septentrional. Por Extremos, los pastos de invierno de Extremadura, La Mancha y Andalucía; muchos de ellos terrenos adehesados que las Órdenes Militares poseían en tierras de Alcántara, Alcudia, Campos de Montiel y de Calatrava. Puertos serranos frente a pastizales sureños. Los extremos de la trashumancia. 

VIDA PASTORIL 

La vida pastoril de la España preindustrial estuvo tutelada por el gremio pecuario de la Mesta. En el Medioevo se acuñó el concepto de Cabaña Real de Castilla, quedando definida como el conjunto de todos los ganados del reino y sus dueños bajo el amparo del monarca en el uso de prerrogativas mayestáticas. Aunque tengamos que esperar a 1828 para que un pastor mesteño, Manuel del Río, de la cuadrilla soriana, nos describiese las peripecias trashumantes en el tratado Vida pastoril. Dentro de esa Cabaña Real podemos distinguir tres modalidades de pastoreo:

1) El pastoreo estante, el más común a todos los pueblos ganaderos del mundo, en el que el ganado no sale de sus suelos a herbajar a lo largo de todo el año. Está estrechamente unido a la labranza, que se beneficia del estiércol producido por los animales, quiénes además aportan elementos básicos a la economía autosuficiente campesina, como la carne, la leche, la lana, la osamenta, el cuero, etc. El labriego-pastor, puesto que así le podemos llamar, o bien mantiene a sus reses en los apriscos, o bien los hatos de cada uno de los vecinos se unen en una sola manada comunal que pasta en los baldíos del pueblo en régimen de mancomunidad.

2) El pastoreo transterminante, donde los rebaños traspasan –transterminan-el término jurisdiccional de sus municipios y pasan a utilizar dehesas de pueblos vecinos. Como en su caminar en pos de pastizales contiguos, siguen el curso de las riberas, estos ganaderos reciben el nombre de "riberiegos".

3) El pastoreo trashumante propiamente dicho, el de los grandes desplazamientos semianuales, donde las cabañas marchan a en otoño a invernar a las cálidas dehesas del Mediodía para regresar en primavera a agostar a los puertos frescos de las montañas del Septentrión interior.

 Los ejércitos (de ganado) prestos a batirse en la llanura que confundieron la razón conjurada de Don Quijote. El Quijote infantil de Ramón Sopena. Foto: Pedro García Martín. 

La longeva vigencia de esta tipología es recogida por Azorín en La hora de España, su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia, leído en 1914, donde evoca la vida rural en el Siglo de Oro y parafrasea al alcalde de cuadrilla decimonónico metido a escribidor de pastoradas:

“Los ganados se dividen en riberiegos y trashumantes -escribe el padre de la Generación del 98-. Los riberiegos suelen tener corto número de cabezas; no van de una parte a otra por las veredas; pacen siempre en los mismos prados y cañadas; se recogen, venida la noche, cuando las estrellas comienzan a lucir, en los rediles de los caseríos o en las parideras del monte. Los ganados trashumantes son centenares y centenares., Cruzan y recruzan toda España. Levantan en las llanuras polvaredas que se diría movidas por un ejército”.

Los ejércitos prestos a batirse en la llanura que confundieron la razón conjurada de Don Quijote.  

LOS CAMINOS PECUARIOS 

La trashumancia es un sistema cíclico. Conlleva una forma de vida circular. Necesita continuidad regular. Para ello se hicieron necesarios dos elementos: una infraestructura viaria más o menos estable y un gremio pastoril que reglamentase el sector.

Las ganaderías móviles -de la trashumancia al nomadismo- necesitan en todo tiempo y lugar unos caminos pastoriles. La trashumancia entre zonas de pastos complementarios se realizaba en toda el área mediterránea a través de unas rutas pecuarias específicas, que variarán en función de las circunstancias políticas, bélicas, climáticas y mercantiles.

El mismo concepto recibe diferentes nombres según los países: tratturi, subdivididos en tratturelli e braci en Italia, cabañeras en Aragón, azadores reales en Valencia, carreradasen Cataluña, carraires en Provenza, caminhos en Portugal y, en fin, cañadas reales en Castilla y León.

Las cañadas reales castellanas son definidas por las leyes mesteñas como “el espacio entre dos tierras cultivadas”. Estas “cañadas” debían tener una anchura legal de 90 varas (= 75 metros), y se subdividían en bifurcaciones menores llamadas “cordeles” de 45 varas (37 metros) y veredas de 25 varas (20 metros). A su vez, hay una gran multitud de venillas camineras y coladas de  enchufe que reciben numerosos nombres según la toponimia comarcana: ramales, tranvías, hatajos, galianas, cordones, cuerdas, coladas,  travesíos, etc. En suma, estamos ante toda una red de vasos comunicantes, en los que en muchas ocasiones el pastor decidía por dónde marchar en función de los albures climatológicos, los estallidos bélicos y el cambio del mercado de las yerbas.

La red de cañadas reales, su cartografía y longitud, ha suscitado una amplia bibliografía. Por eso, en lugar de componer un atlas histórico, discutir el trazado exacto de los viales o reiterar su problemática merced a las intrusiones, preferimos exponer un decálogo de ideas que caracterizan a nuestros caminos pecuarios:

1) La red de cañadas, cordeles y veredas es una densa retícula viaria que dibuja una tela de araña sobre el terreno. La cifra teórica de 125 000 km debe ser revisada, pues fue hecha a base de equidistancias sobre el mapa,  por lo que deberíamos fijar definitivamente la longitud y anchura de las cañadas actuales. En este objetivo está trabajando el Servicio de Vías Pecuarias del MAPAMA. A este respecto, siempre hemos conocido de forma parcial el itinerario de las cañadas reales. En siglos pretéritos, sobre todo desde el XV, a través de los Libros de Apeos que laboraban los Alcaldes Entregadores de Mesta, dando cuenta de los rompimientos que en las vías efectuaban los campesinos. En el siglo XIX, mediante las “descripciones de cañadas” que realizaron los Visitadores Extraordinarios de la Asociación de Ganaderos del Reino. En el siglo XX, por medio de la cartografía de geógrafos de la Universidad y de funcionarios de los Ministerios de los que han ido dependiendo los caminos pastoriles. Y en todo momento y lugar por la memoria oral de los trashumantes que todavía hicieron a pie el recorrido o a tramos combinados con camión y ferrocarril. Por tanto, ha llegado el momento de acabar con este conocimiento parcial, para saber en términos numéricos el estado real de nuestra red viaria.

2) Es un tópico la creencia en que se ha mantenido la anchura legal de cañadas, cordeles y veredas a lo largo de los siglos. Es más, quizás nunca hubo una cañada que tuviese noventa varas desde el inicio al final. Y ello por tres razones: _ La orografía obligaba a estrechar o ensanchar los caminos, adaptándose la marcha del rebaño a la misma. _ En las cabeceras y los extremos la cañada se ensancha en forma de embudo: en unas para que convergiesen las diferentes cuadrillas y en los otros para que se expandiesen por las dehesas. _ Las vías pecuarias son vasos comunicantes. Así, las cañadas castellanas enlazan con las rutas de los vaqueiros de alzada asturianos, las extremeñas con las portuguesas, las navarras y catalanas con el Pirineo francés, etc. Esto dificulta su representación cartográfica porque empasta los mapas a gran escala.

3) La cartografía de las vías pecuarias tiene dos vertientes: una corresponde a la cultura académica y la otra a la cultura popular.La primera, que es la que se plasma en mapas físicos, realiza una abstracción de la red viaria, representando sólo las nueve grandes cañadas reales, a saber: de La Vizana o de La Plata, Leonesa Occidental, Leonesa Oriental, Segoviana, Soriana occidental, Sorian00a oriental, Riojana, Conquense y del Reino de Valencia. Pero esto no es más que una convención que utilizamos los estudiosos universitarios, como yo mismo he realizado en mis libros, y los peritos agrícolas de las instituciones oficiales, a sabie0ndas de que la realidad viaria es mucho más compleja. La segunda cartografía, que es la que se plasma en mapas mentales, lleva a cabo una descripción detallada de las marchas trashumantes que guarda en su memoria el pastor. La solución para que ambas cartografías se complementen sería la elaboración de un atlas histórico de cañadas utilizando fuentes eruditas y populares.

4) Las cañadas se diferencian de carreteras y  vías férreas por su aparente falta de racionalidad, puesto que cortan el territorio peninsular, a despecho de las dificultades orográficas. Obedecen, pues, a una lógica pastoril que busca las yerbas para el rebaño y elude a los pueblos ávidos de grabar fiscalmente la trashumancia. De resulta, no discurren por los parajes de tránsito más cómodo, sino que atajan ríos y montañas, marchan por pendientes y cumbres más que por valles y llanuras. De esta forma, habilitan pastos frescos para las reses, acortan el tiempo de marcha, reducen los roces con los agricultores y se mueven en el filo de navaja de la divisoria entre términos municipales.  

5) Los nombres de las cañadas varían por tramos y obedecen a una toponimia elaborada por los lugareños. La denominación genérica de los viales que utilizamos los técnicos y profesores no invalida la toponimia local. Las especulaciones y abstracciones cartográficas se transforman si bajamos a la realidad vial a pie de cañada. Luego, en futuras cartografías, sería deseable reflejar tanto la nomenclatura oficial como la toponimia real, que como la propia cañada se irá modificando merced a los procesos de humanización del paisaje, las coyunturas económicas y las transformaciones políticas y sociales.

LA INSTITUCIÓN DE LA MESTA 

La historia de las cañadas y las de las instituciones pastoriles son indisolubles. El camino es un hecho natural que se convierte en artificial cuanto interviene la técnica de una cultura superior. En este sentido, el nacimiento de las vías pecuarias se produjo por las mismas sendas que abren los animales en busca de abrevaderos, por lo que las cañadas existirían desde la protohistoria. Y los arqueólogos han detectado intercambios pecuarios en las tribus ibéricas de la antigüedad, así como la reutilización pecuaria de sus hábitats -cuevas y abrigos- por romanos y godos.

De hecho, el inicio de una reglamentación de los desplazamientos ganaderos y de sus rutas camineras se encuentra en el famoso código del  Fuero Juzgo visigodo, la cual se interrumpió con la conquista musulmana y la implantación de una economía de guerra fronteriza.

El proceso de mayor trascendencia para el sector fue la selección de la apreciada raza merina, productora de la lana de más alta calidad del mundo hasta la aparición de las fibras industriales. Foto Álvaro López. 

Ahora bien, la trashumancia histórica requiere reglamentos y policía para desarrollarse con periodicidad. Por eso su nacimiento oficial se dio en la alta Edad Media, cuando existía la costumbre entre los pastores castellanos de fazer mestas, esto es, celebrar asambleas anuales para devolver el ganado extraviado a sus dueños. Además, la dinámica de la Reconquista favorecía a la ganadería sobre la agricultura: primero, porque era más fácil guardar el ganado que la tierra en caso de ataque enemigo, y segundo, porque los rebaños necesitan menos mano de obra que los campos.

Todo ello hizo que Alfonso X el Sabio fundase en el año 1273 el gremio intitulado “Honrado Concejo de la Mesta”, que nace no como una federación de las pequeñas mestas locales, sino como un marco legal para todos los ganaderos del reino. En la Baja Edad Media, el gremio pecuario contempla la sucesiva concesión y confirmación de privilegios reales, la génesis de una legislación pastoril y la fiscalización del ramo por la Hacienda Real, que pasó a cobrar el impuesto del servicio y montazgo en unas estaciones de peaje llamadas puertos reales. Estos puertos, se encontraban en medio de las cañadas, a mitad e camino ente invernaderos y agostaderos, como en la Sierra de Gredos, en Toledo o en Socuéllamos, e incluso se halaban en la derrota de territorios de las Órdenes Militares, como en el Campo de Calatrava.

Ahora bien, el proceso de mayor trascendencia para el sector fue la selección de la apreciada raza merina, productora de la lana de más alta calidad del mundo hasta la aparición de las fibras industriales. Esta lana blanca fina merina fue el único producto español que llegó a cotizarse en la primera bolsa de valores como fue la de Ámsterdam y dio a los castellanos el monopolio lanero internacional durante cinco siglos. Por eso, los cronistas mesteños calificaron a la trashumancia como “la principal sustancia destos reynos”.

La expansión lanera bajomedieval culminó con la política proteccionista de los Reyes Católicos. Esta consistió en la concesión del privilegio sobre pastos conocido como “ley de posesión”, la organización interna de la Mesta y la codificación de las leyes pastoriles. La Mesta vivirá en el siglo XVI su primera etapa de esplendor bajo los Austrias Mayores, Carlos V y Felipe II, alcanzando la cifra de tres millones y medio de cabezas trashumantes. Como el negocio merinero estaba en alza, las cañadas se protegían de los rompimientos e intrusiones.

Sin embargo, la crisis diferencial del siglo XVII que coincide con el reinado de los Austrias Menores, acarrea un proceso de concentración de riqueza pecuaria en manos de unos pocos ganaderos. En suma, este es el Siglo de Hierro del que nos habla la lucidez mágica de Don Quijote, que alancea a sendos rebaños de ovejas al confundirlos con dos ejércitos prestos a batirse en la llanura de La Mancha.

Ahora bien, el siglo XVIII supone el segundo auge de la Mesta, al calor de la elevada cotización de las pilas de lana en los mercados europeos. Al punto que el primer Borbón, Felipe V, llega a crear una Cabaña Real Patrimonial de efímera vida. El hecho es que en 1765 se alcanza el techo numérico de toda la historia de la Mesta con 3.750 000 cabezas trashumantes. Aunque no impidió que el reformismo ilustrado de Carlos III y su ministro Campomanes desarrollase una política antimesteña.

Ello no es óbice para que el sector llegue a comienzos del siglo XIX como una actividad rentable. No obstante, la invasión napoleónica de 1808 marca el punto de inflexión e nuestra granjería merina, produciéndose de forma simultanea tres procesos adversos:

1. Los vaivenes bélicos y políticos, propiciaron cambios socioeconómicos sensibles, aprovechando los agricultores el vacío de poder para romper cañadas y pastizales e incumplir las leyes pastoriles.

2. La expansión de la raza merina por el extranjero y su aclimatación fuera de nuestro suelo, propició la aparición de competidores en el mercado lanero internacional en situación de igualdad con respecto a los españoles.  

3. La consecuencia inmediata de todo ello fue la pérdida de nuestro monopolio lanero en Europa y el estrangulamiento de beneficios en las empresas merinas, de las que empiezan a desprenderse los ganaderos por su carácter deficitario.

De manera que la supresión de la Mesta en 1836 a manos del gobierno liberal no era más que la crónica de una muerte anunciada. Y, sobre todo, con la desaparición del gremio no termina la trashumancia. Esta prosigue verificándose anualmente bajo la tutela de la Asociación General de Ganaderos del Reino en el siglo XIX. Una entidad que envía a hacer trabajo de campo a unos comisionados llamados Visitadores Extraordinarios para fijar los caminos pastoriles ante el deterioro a que estaban sometidos. Lo mismo sucederá en el siglo XX con el Servicio de Vías Pecuarias dependiente del Ministerio de Agricultura, que ha ido clasificando la “red nacional” de cañadas y preparó la Ley de Vía Pecuarias de 1995. 

LA CULTURA MESTEÑA POR LOS CINCO SENTIDOS 

A pesar de la globalización en la que estamos inmersos, nuestro paisaje del alma, nuestro paisanaje del tiempo, revelan las huellas de una  cultura mesteña. La presencia entre los pueblos de la Península Ibérica durante siglos de una modalidad de pastoreo trashumante de largo alcance, reglamentada y tutelada en el caso castellano por la corporación del Honrado Concejo de la Mesta, ha dejado una huella imborrable en el patrimonio y la idiosincrasia ibéricos, puesto que la misma dinámica de las migraciones cíclicas facilitó el intercambio de objetos y productos característicos de nuestra cultura popular.

De manera que podemos hablar de la existencia de una cultura trashumante, diferenciada tanto del mundo agrícola como del urbano, algunas de cuyas manifestaciones han venido proyectándose hasta nuestros días y forman parte de las señas de identidad de la piel de toro.

Ahora bien, las obras de la cultura ganadera no son homogéneas, sino que responden a la ordenación estamental de la sociedad y a las categorías que jerarquizaban a los propios agremiados. Por consiguiente, y sin negar la circularidad cultural entre ganaderos propietarios y mayorales y pastores asalariados, irán contraponiéndose las casas solariegas y los ranchos a la choza y la cabaña de raíces paleolíticas, el vestuario señorial a la indumentaria campera, el mobiliario lujoso al modesto ajuar salido de las manos del pastor artesano.

Esa cultura mesteña se desgrana a lo largo de un paisaje cañariego. La percepción del mismo, de acuerdo a la clásica definición aristotélica, está asociada a los cinco sentidos: la vista,  la visión del entorno que nos rodea; el oído, a la música; el gusto, a la alimentación y la gastronomía; el olfato, a la botánica y el tacto al amor carnal.

La vista del trashumante disfruta de una acusada profundidad de campo. Los desplazamientos cíclicos le permiten moverse en un juego de planos entre la vía pecuaria, el horizonte y el firmamento.   

Pastores medievales en la catedral de León. Foto: Pedro García Martín. 

Sin embargo, el reflejo iconográfico de esta percepción pastoril oscilará entre el simbolismo y el realismo estéticos. De este modo, las pinturas rupestres de animales cazados o recogidos en el redil emanan de la magia mimética. Los motivos pecuarios acompañan a la decoración grecolatina: recordemos que de Hermes saldrá la figura cristiana del Buen Pastor. Tampoco faltan los símbolos en los códices miniados y los calendarios medievales, las “Biblias de los pobres”, puesto que pretendían ilustrar a los simples desde capiteles y portadas de las iglesias románicas y catedrales góticas.

La laboriosidad ganadera está presente en los frescos del panteón de San Isidoro de León, donde los pastores tañen el caramillo y apacientan el rebaño, así como en los grabados del Civitates Orbis Terrarum, en cuyas panorámicas pueden contemplarse en primer plano hatos y rabadanes con sus cayados trasterminando por los aledaños de las poblaciones.

Pero donde hallamos la imagen más  certera de nuestros mesteños es en la pintura de la España del Siglo de Oro. Entre otras escenas bíblicas tan dilectas para la Contrarreforma se puso de moda el tema de La adoración de los pastores. Y dada la fidelidad que atesoraban los grandes maestros del momento,  desde Diego Velázquez a Bartolomé Esteban Murillo, los lienzos trasmiten el retrato de unos pastores con vestidos pobres y rotos, que portan zurrones e instrumentos musicales y crían ovejas de apreciados vellones merinos.

El oído pastoril ha inspirado a la música popular evocando las faenas y el calendario migratorio, los sucesos y las leyendas, mientras que la música clásica se ha centrado más en el estado primigenio de la naturaleza.

El repertorio musical de los pastores españoles incluye instrumentos, canciones y danzas características de su ciclo vital y de sus particulares actos sociales. De esta forma, en los ratos libres del oficio suelen tocar dulzainas, flautas de caña y rabeles posados en la majada o al amor de la lumbre. El cancionero cuenta con un amplio repertorio que hace referencia al santoral católico -devoción a San Antonio, letras de Navidad y de Semana Santa-, a los trajines de la trashumancia, y, sobre todo, a los romances profesionales como La loba parda, y amorosos como Los peregrinos.  

El gusto pastoril ha sido educado en una alimentación de subsistencia proporcionada por las especies ganaderas que integran sus rebaños y los productos que compran o truecan en los pueblos de paso por la cañada. Los elementos básicos de su dieta eran el pan, el queso y la leche, mientras que la carne de caprino, vacuno y sobre todo ovino -criado por la lana y no como comestible-, era un extraordinario ligado a la celebración de festividades y a la finalización de actividades laborales, como los alegres días que cerraban el esquileo o los ágapes que recibían a los trashumantes a su regreso a las moradas de origen. 

Los platos típicos de los trashumantes son bien conocidos por toda la Península Ibérica, porque la movilidad de las cabañas por las vías pecuarias los dio a probar en las distintas regiones, incorporando variantes comarcales en su preparación y presentación. De este modo, podemos comer las famosas migas canas en León y Extremadura, en Segovia y Andalucía, en Soria y Cuenca y en La Mancha, con diferentes aderezos y tanto en almuerzos como en comidas y cenas. Pero también son tradicionales las calderetas, las gachas, las cachuelas, las tortas, los gazpachos pastores y hasta el elocuente matahambre que disimulaba el apetito en los días de vigilia. Esta cocina que nació al pie de la choza en torno a efímeros hogares encendidos sobre la marcha estará circulando durante siglos por las cañadas hasta colarse de rondón en las mesas burguesas. 

Los rebaños trashumantes marchando a extremos por la cañada real. La silueta del pastor -el gesto adusto, el rostro curtido- recortando el horizonte. Estas son algunas de las imágenes más reconocibles del paisaje ibérico. Foto: A. Añó. Fototeca CENEAM. 

El olfato pastoril es deudor de los conocimientos botánicos indispensables para la crianza de los ganados. De tal forma que la experiencia les hacía memorizar auténticos herbarios para saber en cada momento qué frutos recolectar, qué plantas curaban o envenenaban al ganado, qué flores eran útiles o intrusas, y qué pastizales eran  adecuados para la alimentación de sus reses.  El propio Manuel del Río, el citado pastor  que dio a la imprenta la primera Vida pastoril en nuestro país, enumera un sinfín de cuidados y remedios para evitar que las ovejas enfermaran por la ingestión de malas yerbas.

Por fin, el tacto pastoril, alejado de los relatos idílicos de la novela de género, presentaba como célula básica que aseguraba la reproducción del sistema la unidad que formaban la familia y la casa, sancionada mediante el matrimonio cristiano.

Tan indisolubles eran los conceptos de parentesco y domesticidad, que, aunque buena parte del año el pater familias se cobijaba en la precariedad de la choza, la mujer, los ancianos y los hijos permanecían en la casa serrana. Puesto que tener una vivienda abierta en el pueblo era lo que confería la condición de vecino y, por tanto, el disfrute de las yerbas comunales cuando el marido retorne a agostar con su hato. De resultas, la demografía y la sexualidad entre los trashumantes eran cíclicas, produciendo unos ritmos tan estacionales como los derivados de las migraciones del propio ganado.

La cosmovisión pastoril del trashumante, como la de otras ganaderías móviles del planeta, delata una filosofía empírica y una existencia cíclica. Los hábitos de ese vivir sobre el terreno se elevaron a la categoría de la cultura mesteña. Esas son las coordenadas de la naturaleza ibérica. La que marcha por las cañadas con los cinco sentidos despiertos y el espíritu ligero de pesares. El equipaje de los pastores libres