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ECONOMÍA, DERECHOS HUMANOS Y MEDIO AMBIENTE

Diego AzquetaDepartamento de EconomíaUniversidad de Alcalá 

En un texto ya clásico, David Pearce (1976), uno de los padres de la Economía Ambiental, recordaba que la biosfera, el medio ambiente en general, cumple al menos cuatro funciones que son valoradas positivamente por la sociedad:  

a) En primer lugar, constituye "un sistema integrado que proporciona los medios para sostener toda clase de vida" en el planeta. Función tan esencial que muchos autores la consideran parte integrante de la propia definición de medio ambiente.

b) En segundo lugar, los recursos naturales y ambientales forman parte de la función de producción de gran cantidad de bienes y servicios (procesos productivos que consumen agua de una determinada calidad, aire, etc.). El medio ambiente, y los recursos naturales en general forman la base sobre la que se apoyan muchos procesos productivos, que serían impensables en su ausencia.

c) En tercer lugar, actúa como un receptor de residuos y desechos de todas clases, producto tanto de la actividad productiva como consuntiva de la sociedad. Hasta un cierto límite, y gracias a su capacidad de asimilación, puede absorber estos residuos (que de esta manera son liberados sin coste), y transformarlos en sustancias inocuas o, incluso, beneficiosas: es el caso de algunos fertilizantes orgánicos, por ejemplo.

d) Finalmente, proporciona bienes naturales (paisajes, parques, entornos naturales...), cuyos servicios entran a formar parte de la función de producción de utilidad de las economías domésticas.

Dadas las características propias de estos servicios, y de las del sistema de mercado como mecanismo de asignación de recursos, la gestión de los activos naturales no debe delegarse en este último. Haberlo hecho así es lo que nos ha generado los problemas de degradación ambiental e insostenibilidad que hoy padecemos. La gestión del medio natural ha de quedar por tanto en manos del decisor social como representante de los derechos (y deberes) de la sociedad como un todo. Ahora bien, la gestión de los recursos naturales y ambientales de la biosfera desde la perspectiva del bienestar social no puede obviar la problemática de los derechos que el ser humano se reconoce con respecto a la misma. Por un lado, porque si el objetivo del decisor social ha de ser maximizar el bienestar social, se requiere de una identificación previa del grupo social titular de este derecho,  cuyo bienestar va a ser considerado, y cuáles son los elementos constituyentes de este bienestar. En otras palabras: definir quién tiene derecho a que su bienestar se tenga en cuenta a la hora de gestionar el medio natural, y qué tipo de derecho. Por otro, y de forma simétrica, porque el respeto de determinados derechos humanos, como el derecho a la salud, por ejemplo, depende de cómo se gestione nuestro entorno natural.

LA ÉTICA ANTROPOCÉNTRICA AMPLIADA 

Antes de abordar esta problemática ha de plantearse, sin embargo, una cuestión previa: dado que compartimos la biosfera con otros seres vivos e inanimados, es preciso delimitar qué derechos les reconocemos, y a quiénes, con respecto a la misma. Al hacerlo estamos definiendo también nuestros derechos y deberes con respecto al resto de seres que conviven con nosotros. Es ésta una cuestión ética y, como tal, no tiene una respuesta concluyente. No obstante, y aún a riesgo de simplificar en exceso, tres son las posturas que se pueden identificar a este respecto (Azqueta, 2007, cap. 2): 

La urgencia de las necesidades que necesitan cubrir algunas de las sociedades más pobres del planeta hace muy difícil que sacrifiquen su resolución en aras de un futuro mejor para todos los que puedan disfrutarlo.  Foto: Álvaro López.   

a) La Ética Antropocéntrica, acorde con una tradición cultural que ha colocado a la persona en el centro del cosmos, afirma que es la especie humana quien da valor al resto de sus componentes, y en función de quien éstos lo adquieren. El ser humano, por tanto, tiene un valor inmanente, y está revestido del derecho a decidir qué otros seres o cosas tienen valor, y qué tipo de valor. El ser humano reconoce sus obligaciones, en pie de igualdad, para con el resto de los miembros de su especie, pero no con respecto al resto de las especies. El resto de los seres vivos e inanimados tendrían pues un valor intrínseco o extrínseco, pero en cualquier caso derivado: en tanto en cuanto, y en la medida en que, se lo dan las personas. La naturaleza, en consecuencia, se vería carente de derechos e incompetente para generar deberes por sí misma: no podría ser soporte de valores si no se los otorga el ser humano. El derecho de los animales a no ser maltratados, por ejemplo, es un derecho otorgado por quien puede hacerlo y que no es contradictorio desde un punto de vista ético, en cualquier caso, con el hecho de que esta misma persona pueda decidir sobre la vida del animal. El mundo de la naturaleza per se pertenecería al universo de lo éticamente neutral, caracterizado no por lo que se debe hacer (campo de la ética), sino por lo que se puede hacer (campo de la ciencia).

b) Algunos autores consideran que esta postura no es sino una muestra más de discriminación injustificada, con respecto a colectivos semejantes al nuestro en el ámbito del derecho: la pertenencia a una determinada especie sería una diferencia moralmente irrelevante entre los seres vivos. Y así como el progreso social ha traído el desmoronamiento de muchas de estas barreras de discriminación en función del sexo, la raza o la condición social, el siguiente paso en este camino hacia una sociedad más justa será el de derribar la barrera que separa a la especie humana del resto de las especies de la biosfera. Al igual que el racismo o el sexismo, el especismo o racismo antropológico (la discriminación en función de la especie a la que se pertenece) no sería sino un mecanismo injustificado de dominación y discriminación. Esta postura, la Ética de los Derechos de los Animales, defendida tanto desde perspectivas consecuencialistascomo deontológicas, reivindica por tanto que muchos seres vivos, y no sólo el ser humano, son portadores de un valor inmanente, y titulares de derechos no derivados.

c) Finalmente, los discípulos de Aldo Leopold consideran que la existencia del ser humano está metafísicamente, y no sólo causalmente, ligada a sus relaciones con los otros componentes de la biosfera, de tal forma que se identifica con el universo como un todo. La ética atomística e individualista del propio interés, común a las posturas anteriores debería ser sustituida por una ética del compromiso holístico: la Ética de la Tierra. En concreto, se afirma, los únicos que tienen un valor moral intrínseco, y por tanto un derecho fundamental a la existencia, son los ecosistemas como tales, y no los miembros individuales de cada especie: son los ecosistemas los que pueden reclamar el derecho a la consideración moral, ya que en función de su derecho fundamental a la existencia, se establece la bondad o no de todo lo demás. Los individuos de las distintas especies tendrían un valor meramente instrumental. El criterio de moralidad quedaría ocupado ahora por las propias leyes de la naturaleza: sería moralmente aceptable aquello que las respeta, y condenable lo que las viola. La homeostasis (“tendencia de un sistema biológico a mantener un equilibrio dinámico mediante la actuación de mecanismos reguladores”) ocuparía el lugar del imperativo categórico (García Gómez-Heras, 1997).

Como era de esperar, no son problemas los que les faltan a estas posturas. Desde la falacia naturalista y el determinismo moral que caracterizan y, por tanto, hacen muy discutible la Ética de la Tierra, hasta la imposibilidad de determinar con parámetros éticos aceptables la frontera que separa a los seres vivos con valor inmanente de aquellos que tienen un valor derivado, y que complica la aceptación acrítica tanto de la ética antropocéntrica como la de la basada en los derechos de los animales. No es aventurado afirmar, sin embargo, que la sociedad en la que vivimos parece aceptar en este contexto una Ética Antropocéntrica Ampliada que incluye en pie de igualdad a las generaciones futuras, acepta un catálogo cada vez más amplio de derechos de los animales (otorgados por el ser humano), y reconoce que las personas valoran el medio ambiente no exclusivamente por un motivo utilitarista, sino también con base en el respeto, la apreciación o la consideración. Partiendo por tanto de la base de que el ser humano tiene derecho a disfrutar de los dones de la naturaleza, el respeto a ese derecho por parte del otro implica, como es obvio, una serie de limitaciones con respecto a ese disfrute, y un catálogo de deberes en relación con la gestión del patrimonio natural. Es por ello que se hace fundamental, como se apuntaba más arriba, delimitar al otro, y sus derechos.

NATURALEZA, IGUALDAD Y DERECHOS HUMANOS 

El medio ambiente proporciona bienes naturales (paisajes, parques, entornos naturales…). Foto: Álvaro López.  

El punto de partida en este sentido parece ser obvio: todos los seres humanos tendrían el mismo derecho a disfrutar de lo que la naturaleza proporciona, incluyendo por supuesto a las generaciones futuras: “la naturaleza es un préstamo de nuestros hijos”. En este sentido se posicionaron algunos de los más influyentes economistas. Es el caso, por ejemplo, de David Ricardo. Las denominadas rentas ricardianas derivan en su origen de las “propiedades indestructibles del suelo”, propiedades que no deberían ser sujeto de apropiación individual. De ahí la recomendación de establecer un impuesto único sobre las rentas de la tierra, recomendación que se encontraba ya entre los economistas fisiócratas y que adoptarán tanto los economistas clásicos como los neoclásicos, y no sólo por motivos de eficiencia (el no introducir una distorsión en el mecanismo de asignación de recursos es lo que muy popular entre algunos economistas liberales) sino, mucho más importante desde nuestro punto de vista, también de equidad: es el caso, por ejemplo, de Leon Walras. En palabras de quien quizá sea su más conocido defensor, Henry George: “cuando gravamos el valor de la tierra, tomamos de los individuos lo que no pertenece a éstos, sino que pertenece a la sociedad, y lo que no puede dejarse a los individuos sin que resulten robados los otros individuos"#(1).

El problema es que la humanidad lleva muchos siglos sin respetar esta propiedad colectiva, apropiándose privadamente de los recursos que proporcionan los activos naturales y ambientales, y eso complica enormemente la posibilidad de gestionar el medio natural respetando el derecho de todas las personas por igual, incluyendo las generaciones futuras, a su disfrute.

Es cierto que se han dado algunos pasos relevantes para incluir en la gestión del medio los derechos de quienes nos van a suceder. En el campo de la explotación de los recursos naturales, por ejemplo, vale la pena señalar la introducción del denominado coste del usuario, que refleja la pérdida de valor que para las generaciones futuras tiene el agotamiento hoy de un determinado recurso natural no renovable. En la misma línea se encuentra la constitución de fondos soberanos alimentados con los beneficios de la explotación de un determinado recurso natural y del que sólo se consumen sus rendimientos, de forma que el valor capital del mismo va sustituyendo el valor del capital natural extraído.

En el campo de la gestión de los recursos ambientales, el  Convenio Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático contempla, así sea de manera incipiente, el derecho de las generaciones futuras a un planeta sostenible, y lo mismo podría decirse del Convenio sobre la Diversidad Biológica, aunque su grado de desarrollo sea mucho más limitado.

No puede decirse, sin embargo, que haya habido progresos similares con respecto a los derechos de la generación presente como un todo frente al patrimonio natural. En el caso de los recursos naturales, estos se explotan como propiedad exclusiva del país o comunidad en la que están enclavados, por dudoso que sea desde un punto de vista ético, e incluso lógico, el origen de dicho derecho. Haberlo hecho así, y seguir haciéndolo así, no sólo ha sacrificado sino que sigue sacrificando los derechos con respecto al medio ambiente de la generación presente y de las futuras del propio territorio en el que se encontraban los recursos naturales y, por supuesto, del resto de la población del planeta. El motivo es sencillo: el valor que los seres humanos otorgan al entorno natural depende del tipo de necesidades que consiguen satisfacer con el acceso y explotación del mismo. Cuando los niveles de renta son muy bajos, el entorno es una fuente de recursos que permite cubrir las necesidades más básicas (alimentación, energía, etc.), lo que lleva a su explotación y transformación, en muchos casos irreversible. Cuando los niveles de renta se elevan, y las necesidades más básicas están satisfechas, una parte creciente del entorno se incorpora a la categoría de patrimonio, en este caso natural, y como tal lo que la sociedad valora es su conservación: ha dejado de ser una mercancía y su valor deriva del hecho de ser un bien superior, no susceptible de ser sometido a la lógica del mercado (Azqueta y Sotelsek, 2007). Cuando las sociedades alcanzan este nivel de desarrollo, sin embargo, gran parte del entorno natural que ahora hubieran valorado como parte de su patrimonio ya ha desaparecido. Este razonamiento es igualmente aplicable al problema de la sostenibilidad: garantizarla es esencial, pero el esfuerzo que ello conlleva sólo tiene sentido para quien tiene que llevarlo a cabo si va a ser capaz de disfrutar del futuro. La pérdida de diversidad biológica o el cambio climático encajarían parcialmente en este marco conceptual: la urgencia de las necesidades que necesitan cubrir algunas de las sociedades más pobres del planeta hace muy difícil que sacrifiquen su resolución en aras de un futuro mejor para todos los que puedan disfrutarlo.

Hace unos años, y como respuesta a la pregunta de un estudiante norteamericano, Cristovam Buarque, politólogo, economista, y ministro de Educación en el gobierno del presidente Lula da Silva afirmaba: “Como humanista, acepto defender la internacionalización del mundo. Pero, mientras el mundo me trate como brasileño, lucharé para que la Amazonia siga siendo nuestra”. Desgraciadamente esta asimetría está todavía hoy lejos de resolverse, con unas consecuencias muy negativas para la resolución de los principales problema ambientales, tanto desde el punto de vista de la eficiencia como de la equidad.


Notas
 (1).-http://schalkenbach.org/el-impuesto-unico/

DERECHOS HUMANOS Y LUCHA CONTRA LA DEGRADACIÓN AMBIENTAL 

La solución a los problemas ambientales más acuciantes tiene que ser global, y ha de partir del reconocimiento de un mismo derecho con respecto a la naturaleza de todos los seres humanos. El haber gestionado el medio de otra forma hasta ahora, y el seguir haciéndolo en gran medida todavía hoy, dificulta sustancialmente la adopción de decisiones eficientes y justas.

En efecto. Tomemos el caso del cambio climático. El problema exige una reducción sustancial de las emisiones de gases de efecto invernadero y un esfuerzo de adaptación asociado al que en cualquier caso ya está ocurriendo. Ello supone unos costes no desdeñables. La responsabilidad  con respecto al origen del problema, sin embargo, y tal y como reconoce el Protocolo de Kioto, así como la distribución de los daños, es muy asimétrica. 

El medio ambiente funciona como un sistema integrado que proporciona los medios para sostener toda clase de vida. Foto: Álvaro López.   

 ¿Cómo van a compensar las sociedades responsables de la situación actual del problema a aquellas otras que, con un grado de responsabilidad inexistente o infinitamente menor, están siendo y van a ser las más perjudicadas por el cambio climático? No sólo es difícil aproximar el valor de esta deuda, sino que los mecanismos institucionales para llevar a cabo la compensación son prácticamente inexistentes, y los pocos que han sido creados están muy lejos de haber sido financiados aceptablemente.

Con respecto a la deuda, Mariano Torras aproximó en 2003 un valor de lo que los países que consumían una mayor cantidad de naturaleza de la que les correspondería deberían al resto de la humanidad. Utilizaba para ello dos herramientas. Por un lado, el concepto de huella ecológica, tal y como la calcula por ejemplo el Global Footprint Network (http://www.footprintnetwork.org/es/): “la superficie de tierra productiva y agua (ecosistemas acuáticos) necesaria para producir los recursos que la sociedad consume, y asimilar los residuos que produce, dondequiera que se encuentren dicha tierra y dicha agua” (Rees, citado en Azqueta, 2007, p. 229). Por otro, el valor de cada hectárea de tierra del planeta de acuerdo a sus características ecosistémicas según el pionero trabajo de Robert Constanza y sus colaboradores (Constanza et al, 1997)#(2).

Torras calculaba la deuda ecológica de los países que consumían más naturaleza que la que tenían, por un lado, y la comparaba con la situación de aquellos otros que tenían una huella ecológica inferior a lo que su capital natural les proporcionaba, y que serían por tanto los acreedores ecológicos. Este planteamiento, sin embargo, no parece justo, y así lo planteaba el propio autor, ya que hace depender el derecho de cada persona a disfrutar de la naturaleza de algo tan irrelevante, en este sentido, como el lugar de nacimiento. Y así resultaba, por ejemplo, que países como Bangla Desh o Egipto eran deudores ecológicos mientras que Canadá o Suecia eran acreedores. No obstante, si la deuda se calcula no con respecto a la dotación natural del país en cuestión, sino a lo que le correspondería en un reparto igualitario de la naturaleza, el dato constituiría un buen punto de partida para empezar a corregir injusticias: la deuda ecológica, así calculada, sumaba más de 800 mil millones de dólares (de 1995) en el más conservador de los escenarios. Es necesario, por supuesto, refinar mucho más el cálculo, pero difícilmente se va a mejorar el mismo si ni siquiera se empieza.

Existen algunos intentos de compensar a los países menos responsables del deterioro ambiental y más perjudicados por el mismo, pero son abiertamente insuficientes. Es el caso, por ejemplo, del Green Climate Fund, creado con este propósito en la Conferencia de las Partes de Cancún dentro del Convenio Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático. Como afirman sus propios responsables: “ Although governments have pledged to mobilize significantly more funding to reach the agreed USD 100 billion #(3) in new resources per year by 2020, the current level of USD 1.5 billion per year of commitment capacity of GCF is far from the levels required to deliver on its mandate to support low-emission and climate-resilient development in developing countries and to contribute to climate action” (http://www.greenclimate.fund/home).

Lo mismo podría decirse del problema de la pérdida de diversidad biológica: ¿cómo compensar a los países que conservan esta biodiversidad por el coste de oportunidad de no sacrificarla en aras del desarrollo económico, cuando otros ya lo han hecho, y los beneficios de la conservación son para ellos una externalidad positiva que disfrutarán en gran medida los demás?


Notas
 (2).-Este trabajo ha sido actualizado recientemente: véase Constanza et al (2014).
 (3).-Se trata de billones americanos: miles de millones europeos.

HACIA EL FUTURO 

El medio ambiente actúa como un receptor de residuos y desechos de todas clases. Foto: Álvaro López.  

 Desde el punto de vista ambiental, la naturaleza no sabe de fronteras políticas. Desde el punto de vista ético, no está muy claro con base en qué criterios morales podría justificarse la discriminación de determinadas personas y grupos sociales con respecto al acceso a su disfrute. En ambos casos parece que la solución a unos problemas ambientales crecientes no puede abordarse sino desde una perspectiva global y en la que todos los seres humanos, incluyendo las generaciones futuras, tengan reconocidos los mismos derechos con respecto a los activos naturales y ambientales. Es mucho lo que se ha avanzado en la comprensión de las relaciones entre la economía y la naturaleza, en la identificación de los límites que la biosfera impone sobre el desarrollo económico, así como en la construcción de una institucionalidad, todavía muy insuficiente pero inexistente no hace muchos años, que permita abordar la solución de los problemas ambientales de una forma más eficiente. 

Desgraciadamente, hacerlo de una forma también más justa implica el reconocimiento de un catálogo de derechos humanos con respecto al medio natural que, hoy por hoy, dista mucho de ser plenamente asumido.

Sirva para cerrar estas breves reflexiones recordar las palabras de Luis Vives en relación con el origen de algunos de los problemas más graves de la sociedad: “los seres humanos, en nuestra miseria, nos hemos apropiado de lo que la naturaleza nos dio en común. Todo lo que puso a nuestra disposición lo hemos cerrado y escondido con puertas, paredes, candados, armas y, por último, la ley. De esa forma, nuestra avaricia ha convertido la abundancia de la Naturaleza en hambre y necesidad”.  

BIBLIOGRAFÍA 

Azqueta, D. (2007). Introducción a la Economía Ambiental.  Segunda edición revisada y ampliada. Madrid, McGraw-Hill.

Azqueta, D. and D. Sotelsek (2007).Valuing Nature: From Environmental impacts to Natural Capital. Ecological Economics, 63 (1): 22-30.

Constanza,R., D'Arge, R., de Groot, R., Farber, S., Grasso, M., Hannon, B., Linburg, K., Naeem, S., O'Neill, R.V., Paruelo, J., Raskin, R.G., Sutton, P. y van den Belt, M. (1997). The value of the world' ecosystem services and natural capital. Nature, 387: 253-260.

Constanza,R., de Groot, R., Anderson, S., Kubiszeski, I., Farber, Sutton, P., Turner, K. y van den Ploeg, S. (2014). Changes in the global value of ecosystem services. Global environmental Change, 26: 152-1.

García Gómez-Heras, J.M. (coord.) (1997). Ética del Medio Ambiente: problema, perspectivas, historia. Madrid, Tecnos.

Pearce, D. (1976). Environmental Economics. Longman, Londres.

Torras, M. (2003). An Ecological Footprint Approach to External Debt Relief, World Development, 31 (12): 2161-2171.