¿Y la neurociencia?

Una breve reflexión sobre el aprendizaje basado en proyectos, la pedagogía ignaciana y la neurociencia.

La Pedagogía Ignaciana ha venido interesándose por la neurociencia desde 1997, cuando Ralph.E. Metts sj. empezó a tratar de vincularlas: llegó a la conclusión de que en la P.I. ya se realizaban muchos de los hallazgos de lo que en aquella época estudiaba la neurociencia y, sobre todo, los estudios sobre neurodesarrollo y neurocognición. Sabíamos que a Ignacio este asunto le había preocupado sobremanera al redactar los EE.EE. porque era consciente de que el pensar era una actividad corporal, no solo cerebral, y que el cuerpo determinaba muchas de nuestras decisiones y acciones.

Hoy sabemos que el aprendizaje está determinado por las emociones, que la memoria espacial o autobiográfica trabaja las experiencias y los contextos personales mucho mejor que la clasificadora, conceptual o taxonómica, y que por lo tanto debemos trabajar mucho las experiencias personales y los contextos propios en el aula. Sabemos las relaciones entre aprendizaje y atención o percepción. Sabemos mucho más que antes de nuestros procesos conscientes, de los inconscientes, de los automatizados... Sabemos que los retos estimulan y los miedos inhiben el aprendizaje. Sabemos que el sujeto que aprende puede tener los mismos mecanismos de funcionamiento que su vecino pero que sus redes neuronales son únicas y resultan el fruto de su memoria autobiográfica. Sabemos que esas redes hacen el cerebro más o menos plástico, y que la riqueza de ese nivel reticular depende tanto la interacción con el mundo como de las emociones internas y la profundidad y relevancia de los aprendizajes. Y lo mejor: sabemos mapear dónde sucede esto en nuestro cerebro.

Pero los retos para las ciencias que estudian el aprendizaje son ahora mismo enormes, porque sabemos dónde pero no sabemos muy bien cómo suceden algunas cosas importantes. En estos años, la revolución neurocientífica se está escindiendo en dos sectores enfrentados y a los educadores nos puede coger “fuera de juego” o, como quien dice, “cogiendo el rábano por las hojas”.

Por una parte, los avances en lo que podríamos llamar “revolución neurocientífica objetiva” o estudios, como dice Zack Lynch, “neurocéntricos”, se centran en las aplicaciones, las técnicas, las neuroarmas, el neuromarketing, la neuropersuasión… Los estudios se concentran en los niveles de estudio de las grandes áreas cerebrales o los procesos a nivel cerebral o molecular, de los que ya sabemos mucho… Pero apenas sabemos de ese nivel intermedio, el de la forma en que se asocian las células nerviosas, el nivel de las redes cerebrales, que es el que nos interesa más a los educadores, porque es el que explica cómo vemos el mundo, cómo planificamos, cómo predecimos, cómo pasamos de las descargas neuronales a la consciencia, cómo se construye eso que llamamos “mente” y que hace que distingamos lo objetivo de lo subjetivo. Esa es la “revolución neurocientífica subjetiva”, que avanza mucho más lentamente que la otra porque hay en ella menos “intereses de mercado”.

Sin embargo, abre problemas que en el futuro serán cruciales para la antropología de la educación (y, aunque nos parezca increíble, para nuestra práctica educativa diaria). Entrarán en discusión y quizá en declive conceptos clave como la voluntad, la libertad, la libre decisión e incluso la espiritualidad. Incluso la idea de la existencia del “yo” está en discusión desde la neurociencia. Las consecuencias de este debate no solo recaen sobre la educación: evidentemente, si el concepto de “libertad” o “voluntad” es una mera ficción de la mente, si el “yo” es una ilusión que creamos para poder enunciar, la idea de sujeto político de derecho en una democracia se cae por su propio peso. Si la espiritualidad es para el cerebro un mero placebo ficcional, nos jugamos trabajar no tanto como educadores sino como druidas. Estamos hablando de algo más que de educación.

¿Quiere decir esto que debemos interesarnos por los avances de la neurociencia y sus convergencias con la educación? Por supuesto. No es una elección: es una obligación moral tan imperativa como la conciencia ecológica.