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Shakespeare y Cervantes (Mimesis, capítol xiii: El príncipe cansado)

Las dos obras que Goethe cita elogiosamente, después de las dos shakespearianas, son de Calderón. Esto nos lleva a la literatura del Siglo de Oro español, la cual, a pesar de toda la diferencia en los supuestos previos y en la atmósfera, ofrece un tratamiento de la realidad vital íntimamente emparentado con el isabelino, tanto por la mezcla de los niveles de estilo como por la intención general, que abarca en verdad la representación de la realidad corriente, pero no como finalidad. Esta literatura sobrepasa la mera realidad: el empeño por una poetización y elevación constante de la realidad es aún más perceptible que en Shakespeare. Hasta podrían incluso comprobarse ciertas semejanzas respecto a la separación estamental de estilos, pero son sólo superficiales: el orgullo nacional español es capaz de considerar a cada cspañol como figura de estilo elevado, y no tan sólo a los españoles de procedencia noble, pues el motivo tan importante y propiamente central de la literatura española, la honra de la mujer, proporciona ocasión de complicaciones trágicas incluso entre campesinos, y de este modo aparecen dramas populares de carácter trágico como, por ejemplo, Fuente Ovejuna, de Lope de Vega, o El alcalde de Zalamea, de Calderón. En este sentido, el realismo español es más decididamente popular y de un mayor contenido en vida del pueblo que el realismo inglés de la misma época: nos presenta en general mucha mas realidad contemporánea corriente. Mientras en la mayoría de las naciones europeas, particularmente en Francia, el absolutismo hizo callar al pueblo de modo que durante dos siglos apenas si fué oída su voz, en España aquél estaba tan unido con lo más peculiar de la tradición nacional que alcanzó la mas abigarrada y vital expresión literaria.

Sin embargo, la literatura española del gran siglo no tiene mucha significación en la historia de la conquista literaria de la realidad moderna; mucho menos que Shakespeare, e incluso que Dante, Rabelais o Montaigne. Es cierto que ejerció gran influencia sobre el romanticismo, del cual, como esperamos demostrar más adelante, surgió el realismo moderno, pero dentro del romanticismo aquella literatura fecundó más bien lo fantástico, aventurero y teatral que el sentido de lo real. La poesía medieval española había sido realista de un modo bien auténtico y concreto, pero el realismo del Siglo de Oro es como una aventura él mismo, y produce un efecto casi exótico; hasta en la representación de las más bajas zonas de la vida es extremadamente colorista, poetizante e ilusionista; ilumina la realidad cotidiana con los rayos de las formas ceremoniosas en el trato, con formaciones verbales rebuscadas y preciosistas, con el grandioso pathos del ideal caballeresco y con todo el encanto interior y exterior de la devoción barroca y contrarreformista: hace del mundo un teatro de la maravilla. Y en el teatro de la maravilla —cosa muy esencial para su relación con el realismo moderno— reina asimismo, a pesar de lo aventurero y maravilloso, una ordenación fija; en el mundo es verdad que todo es un sueño, pero nada un enigma que incite a la solución; hay pasiones y conflictos, pero problemas no. Dios, el Rey, honor y amor, clase y actitud clasista son cosas inconmovibles e indudables y ni las figuras trágicas ni las cómicas nos hacen preguntas difíciles de contestar.

Entre los autores españoles que conozco de esta época floreciente, es con toda seguridad Cervantes quien a lo sumo nos presenta personajes que ofrezcan un carácter problemático, pero basta comparar la locura de simple desvarío, fácilmente comprensible y finalmente curable de Don Quijote, con la locura fundamental, multívoca e insanable de Hamlet, para darse cuenta de la diferencia. Como el armazón de la vida es tan firme y tan seguro, por mucho que las cosas ocurran dentro de él al revés, no se puede sentir en las obras españolas, pese a todo su ajetreo abigarrado y vivaz, ningún movimiento hacia lo hondo de la vida, ninguna voluntad de investigarla radicalmente y de modelarla en la práctica. En estas obras las acciones de los hombres se proponen preferentemente patentizar y corroborar deslumbradoramente la actitud moral, sea trágica o cómica o mezcla de las dos; si producen algún efecto, si empujan algo hacia adelante, si ponen una cosa en movimiento, ello no tiene mayor importancia, pues después de todo el orden del mundo permanece tan invariable como antes. La corroboración o el extravío son sólo posibles dentro de él.

Cuánto más importantes son la actitud y la intención moral que el éxito, nos lo parodia Cervantes en el capitulo XIX del libro primera del Quijote. Cuando el caballero es instruído por el bachiller Alonso López, herido, sobre los daños que con su ataque ha causado al cortejo fúnebre, no experimenta la más leve perplejidad ni turbación; había tomado la comitiva por una aparición demoníaca, y su deber era, por lo tanto, atacarla; está contento de haberlo cumplido y de ello se ufana.

Por lo demás, raras veces un tema anduvo tan cerca del estudio problemático de la realidad contemporánea como en Don Quijote. El conflicto entre los ideales de una época pasada y de un estamento que carece ya de función, por un lado, y la realidad del momento, por otro, debería conducir a una presentación problemática y crítica de esta última, tanto más cuanto que Don Quijote, con su locura, es a menudo superior a sus contrarios racionalistas por su sentido moral y por su espíritu. Pero Cervantes no ha ido por este camino. Su imagen de la realidad española se desfleca en muchas aventuras y estampas aisladas; sus fundamentos permanecen inconmovibles.

Erich Auerbach, Mimesis. FCE.