Literatura universal Babelia

¿Existe la literatura universal?

Babelia reabre el debate sobre la existencia de una narrativa global que inauguró Goethe con el término Weltliteratur

Virginia Collera 12/01/2008

El 31 de enero de 1827 Goethe escribió. "[...] Me gusta echar un vistazo a lo que hacen las naciones extranjeras y recomiendo a cualquiera que haga lo mismo. Hoy día la literatura nacional ya no quiere decir gran cosa. Ha llegado la época de la literatura universal y cada cual debe poner algo de su parte para que se acelere su advenimiento. [...]". Es un extracto de una conversación entre el autor alemán y su secretario J. P. Eckermann (incluida en Conversaciones con Goethe, Acantilado). Goethe acuñó el término Weltliteratur para, según Martín de Riquer, "indicar una idea de una literatura realmente universal, que implica que todas las literaturas del mundo pueden tener el mismo valor y atractivo". El universo literario no parece discutir la autoría del término: Goethe es el progenitor de la "literatura universal".

Gredos ha reeditado la Historia de la literatura universal de Martín de Riquer y José María Valverde. "Pasen 50 o 100 años la Historia de Riquer y Valverde seguirá siendo valiosa y no perderá del todo su vigencia. Es una foto fija de la literatura realizada por dos grandes autores", explica José Manuel Martos, director de Gredos. En el prólogo, los autores acotan su universo literario: "Este libro pretende ofrecer un claro panorama crítico de las obras que constituyen, simplemente, a toda creación literaria capaz de interesar a un lector de nuestra cultura y tiempo, por encima de barreras nacionales o lingüísticas y de posiciones ideológicas". Es decir, su obra es de una prudente universalidad. "La orientación de los dos tiene el espíritu pedagógico y aspira a idéntica función que la idea de Goethe: ofrecer una biblioteca, suficiente pero nunca completa, a muchos. Quizá ésa sea la mejor definición de literatura universal: una biblioteca para muchos. Así existe todavía en las utilísimas colecciones de fascículos de literatura universal que se venden a buen precio en los quioscos. De allí y de ningún otro lugar, de ese sueño, parcial pero inclusivo, surgen los lectores", asegura Nora Catelli, escritora y profesora de teoría literaria y literatura comparada en la Universidad de Barcelona.

Esta Historia se propone estimular "el apetito de leer" y servir "de mapa en el interminable y maravilloso viaje por la literatura universal". Y Babelia se propone reabrir el debate en torno a la literatura universal. ¿Existe una verdadera literatura universal?

A favor:

"La literatura es, en esencia, universal, como todas las artes. No es que no exista la literatura universal, es que nadie tiene ese conocimiento total, acceso a todas las lenguas y tradiciones que conforman la literatura universal, constantemente cambiante y movediza. Es posible que ni siquiera exista ese interés", Anne-Hélène Suárez Girard.

"Si yo, un bantú que vive en el siglo XXI, vibro con los escritos de Homero, Cervantes, Shakespeare, Dostoievski, Victor Hugo, Ralph Ellison, Chinua Achebe o García Márquez, es porque son historias universales muy bien contadas. Los clásicos del Mundo Antiguo describen, básicamente, el mismo universo que todos sus descendientes: los sentimientos que impulsan al ser humano, llámense amor, odio, ambición, lealtad, traición, bondad o maldad. Sólo que cada época, y cada cultura, lo expresan con rasgos estéticos propios", Donato Ndongo.

"Claro que existe, sí, la literatura universal existe, lo que no existe es la literatura nacional, que es un invento del siglo XIX con fines pedagógicos", Javier Cercas.

En contra:

"No creo en la literatura universal: los libros, los poemas, siempre están escritos desde una posición específica y dirigidos a unos determinados lectores. Esas posturas y lectores pueden ser más o menos poderosos, numerosos, y hoy por ejemplo, asistimos a una literatura escrita para una amplia audiencia de alcance internacional. Pero no podemos ni hablar de literatura universal cuando en África, escribir para el mundo no significa escribir para, por ejemplo, países como Marruecos o Nigeria", Franco Moretti.

"De ninguna manera, nunca debemos hablar de literatura universal. De existir, sería abstracta y sin contenido, a fuerza de querer desprenderse de todo arraigo territorial, de todas sus particularidades. Lo universal es, en realidad, una sublimación de lo particular. Es el caso de los valores del mundo occidental, de autoproclamada validez global, que tienden a generalizarse (universalizarse) en el mundo, o al menos en esos lugares cuyas condiciones económicas y sociales se lo permiten", Édouard Glissant.

"En la actualidad, la idea de literatura universal que sustentó Goethe está muy traicionada, no ha tenido las consecuencias que él quería, no es una piedra angular entre distintos pueblos. Hoy en día el concepto de literatura universal no es una realidad porque se desconocen otras literaturas. El reto de la literatura poscolonial supone desmontar la idea de la literatura universal y deslegitimar su idea unívoca, también existen otras literaturas y hay que dar una visión de ellas. Las literaturas poscoloniales deben hacer de la literatura universal una utopía concreta", Wilfrid Miampika.

Entre ambas posturas, Enrique Vila-Matas: "Existe la literatura universal, pero sospecho que el concepto engloba sólo las literaturas de Occidente: lo que Goethe denominó Weltliteratur o literatura universal. Así que tal vez no existe. Además, la literatura no necesita calificativos. Universal, por otra parte, es redundante. Total, que no lo sé".

En torno a la existencia -o no- de la literatura universal gravita otro concepto, digamos, delicado: el canon. Según Riquer, las obras canónicas deben "tener un interés o un valor aceptados por todo el mundo, por los lectores, por los críticos, y que este interés y este valor se hayan mantenido y perduren a través de los tiempos". Y ninguna época ha escapado a su correspondiente canon. "Lo que ocurre es que el ser humano tiende siempre a acotar y clasificar, a depurar y eliminar aquello que no entiende, para tener la sensación de conocer. Los cánones han parecido necesarios en diversas épocas y culturas, no sólo en la occidental, pero inevitable y lamentablemente imponen un criterio parcial y dejan fuera de la Historia a numerosos autores de valía porque el canon es un espejismo, una fórmula divulgativa para tratar de pactar unos referentes, para dar cierta imagen de una época o para servir a intereses muy alejados de la Literatura como arte. Siempre las grandes potencias económicas tienden a pensar que su propia literatura es la universal. Eso es lo que ha hecho hasta ahora el eje euro-americano", argumenta la sinóloga y traductora Anne-Hélène Suárez Girard. Uno de los ejemplos canonizadores recientes es el polémico El canon occidental (Anagrama), donde Harold Bloom ordenó la anarquía literaria en una selección de 26 autores, desde William Shakespeare hasta Jorge Luis Borges pasando por Emily Dickison y Miguel de Cervantes. "Mimesis, de Eric Auerbach, es un ejemplo insuperable, concebido, a mediados del siglo XX, como repertorio de la sensibilidad literaria europea, desde la Biblia y Homero hasta James Joyce, Marcel Proust y Virginia Woolf. En Mimesis no está todo; pero lo que está permite imaginar o pensar lo que no aparece: eso sugirió uno de sus mejores estudiosos, Edward Said, al mostrar, en Orientalismo, que lo universal casi siempre era sólo occidental. Otro ejemplo es la Historia social de la literatura y el arte de Arnold Hauser; es inclusiva pero parcial, dogmática y a veces torpe, pero brillante, reveladora, insustituible", señala Catelli. Una de las principales críticas de los enemigos de los cánones es su rigidez. "Si me remito a conocimiento de la historia literaria, el canon es extremadamente riguroso. Cada vez leemos menos a autores clásicos, excepcionalmente algunos abandonan las filas del canon, pero apenas ninguno ocupa su lugar", asegura Franco Moretti, profesor de literatura comparada en Stanford. Por su parte, el escritor Tomás Segovia prefiere hablar de dogmas. "Creo que éstos son incluso peor que los cánones. Un canon me parece que nunca podría ser estricto. Es algo vago que el escritor (y el lector) husmean sin poder generalmente definirlo con claridad, de modo que a nadie le corresponde establecerlo. Los dogmas en cambio es bastante visible quiénes los establecen: los que llevan la batuta de la crítica y la moda, los que logran dar más vuelo a sus preferencias o prejuicios, los que destacan por hablar más alto y más autoritariamente que los demás". Éstos, coincide el escritor Félix de Azúa, son el núcleo del problema. "En realidad el problema no es del canon, sino de quienes proponen un canon universal, y suele hacerlo alguien con una vanidad inmensa, como el inepto de Bloom. Los demás no tenemos canon, tenemos simpatías", asegura. Caso que ilustra el mismísimo Vila-Matas: "Yo tengo mi propio canon y, aunque por naturaleza es único e intransferible, hasta me han ofrecido trasladarlo a un libro. Que tenga mi canon personal es consecuencia lógica de mi experiencia de muchos años de lector. El mío es un canon preferentemente voluble, excéntrico y vital. Y si tengo alguna duda, consulto con el profesor Jordi Llovet".

En estos tiempos de world wide web, amazons y kindles es posible asomarse casi a la literatura de cualquier país, sin embargo, el futuro de la literatura universal está teñido de negro. "Vivimos en una sociedad mediática, globalizada y multicultural. La posmodernidad es heterogénea y caótica. Y soy pesimista: los consensos se basarán en correcciones políticas, grupos de presión y criterios ajenos a la calidad literaria tradicional. Si hubiera en el futuro algo parecido a una literatura global va a depender de una suma confusa de todas las limitaciones particulares que acabo de negar: idioma, nación, grupo, raza, género, minoría, continente, etcétera", opina Juan Antonio González Iglesias, poeta y profesor de filología clásica en Salamanca. Suárez Girard comparte su pesimismo. "La traducción ha hecho que las literaturas se influyan, se renueven y enriquezcan, aunque en ese proceso también tiendan en ocasiones a empobrecerse, asemejándose unas a otras y, quizá, a desaparecer. Todo ello forma parte del aspecto dinámico de la literatura universal, cincelado, desmoronado y vuelto a cincelar por las sucesivas generaciones y sus cánones. Para que predomine el lado enriquecedor y renovador sobre el destructor son fundamentales el interés y el respeto hacia el autor; hacia las demás culturas, los estudios de humanidades y el cultivo de la lectura como algo nutritivo y placentero a la vez. Esto que digo son perogrulladas, pero no parece que estén en la onda de los tiempos que corren".

1. ¿Existe la literatura universal? 2. ¿Cómo la definirías? 3. ¿Hay un canon estricto? ¿A quién le corresponde establecerlo? 4. ¿Cómo ha evolucionado la literatura universal?

1 y 2. Como no me parece que pueda dirimirse si existe o no una "literatura universal" sin haberla definido previamente, comenzaré definiéndola según mi opinión. La "literatura universal" -término acuñado por vez primera, posiblemente, por Goethe en sus Conversaciones con Eckermann- es algo más que el mero conglomerado de todo lo que se ha escrito en el mundo entero. Tal conglomerado existe propiamente (basta con visitar las páginas web de las grandes bibliotecas del mundo), pero no coincide con lo que debería entenderse por literatura universal, que sería algo bastante más complejo. De acuerdo con Goethe y con el uso tradicional de esta expresión, la universalidad, en materia de literatura, procede más bien de los intercambios simbólicos que se producen cuando las literaturas nacionales entran en contacto entre sí, sincrónica y diacrónicamente. De hecho, la idea es de puro cuño ilustrado y neoclásico, y no deja de reflejar, en el caso de Goethe, el interés del escritor alemán por conservar unas relaciones cordiales con las literaturas francesa e inglesa, sin que la alemana perdiera el terreno que, especialmente con su propia figura, acababa de conquistar.

Si las literaturas nacionales o regionales -desde las más grandes literaturas escritas en las más potentes lenguas hasta aquello que Kafka denominó "literaturas pequeñas"- no entran en contacto mutuo por la vía de las traducciones, tampoco resulta fácil hablar, por lo menos en términos simbólico-cualitativos, de literatura universal. Por otra parte, no deja de ser cierto que muchas muestras de literaturas pequeñas, cuando alcanzan un grado de poquedad o de particularidad muy evidentes, difícilmente llegarán a subirse al tren de lo que entendemos aquí por literatura universal por mucho que se traduzcan, porque parecen haber nacido deliberadamente bajo la única protección, ideológica, de nacionalismos muy magnánimos.

Creo, pues, que existe la literatura universal, pero siempre en este doble bien entendido: a) que las obras se hayan escrito al calor de influencias entrecruzadas con el resto de las literaturas de un continente, o de varios, y de diversos momentos de su historia; y b) que posean por sí mismas una carga suficiente de universalidad en función de su materia tratada, sus formas de expresión y su alcance hermenéutico o interés general.

3. También pienso que hay un canon literario universal, en contra de la opinión de mis colegas contemporáneos más à la page (pero posiblemente menos atentos a las páginas de un libro). En este sentido, soy un leal discípulo de Martín de Riquer y de José María Valverde, que estudiaron mucha historia de la cultura, pero no sucumbieron a la propaganda de los llamados "cultural studies". No sé a qué cuento de qué puede venir discutir el carácter canónico de Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare o Flaubert: se han traducido a muchas lenguas, todo el mundo los ha leído con provecho y con placer, y forman parte del acervo humanístico de muchos países por meras razones estadísticas, además de poseer aquellos fundamentos estéticos que han propiciado, precisamente, su divulgación. Se ha puesto de moda ridiculizar la idea selecta de un canon de literatura universal (el de Harold Bloom, como muchos otros que se redactaron en otros momentos de la historia, siempre a partir del siglo XVIII), pero parece una mera insensatez, por no decir una bobada, echar del canon a Cervantes o a Shakespeare para sustituirlos por cualquier escritor de tres al cuarto por razones habitualmente extraestéticas (sexo, raza, lengua perseguida en la que escriben, heroica indigencia del autor, etcétera). Las críticas a la idea general de "canon de las letras universales" proceden habitualmente de ideólogos y de grupos sociales de presión y de autoafirmación, y no de la crítica literaria solvente, ni siquiera de las preferencias de los lectores; a veces son la consecuencia de operaciones de merchandising, otras veces son un fruto espurio del patriotismo más cegado, otras un grito desesperado de los que nunca escribirán como se debe -se trata de la sintaxis, la construcción y la eufonía, eso es todo; el contenido es casi secundario-, o de escritores reivindicativos de su condición racial, sexual o social. Quiero decir que no basta con ser homosexual, por ejemplo, para autoafirmarse como escritor tan canónico como cualquiera: al fin y al cabo, Shakespeare, Wilde, Cernuda y García Lorca lo fueron, y su entrada en el canon universal no se produjo por sus opciones sexuales, sino por la calidad de lo que escribieron. Ni basta con ser pobre, o siberiano, o, para colmo, afroamericana, lesbiana y vecina del Bronx, para ponerse al lado de Henry Fielding, Jane Austen, Thomas Mann, Gao Xingjian o Wole Soyinka.

En el fondo, basta con dejar que los años transcurran. El tiempo acaba poniendo en un lugar canónico -es decir, de validez universal, por muy locales que hayan sido las lenguas utilizadas en cada caso o sus materias tratadas- a quienes se han devanado los sesos y han aguzado el ingenio para escribir páginas perdurables. A no ser que los planes de educación secundaria y universitaria (Bolonia), o los suplementos literarios de los periódicos, acaben también con esta capacidad secular de discernimiento.

4. Cómo ha evolucionado la literatura universal ya es otro asunto. Hasta hace muy pocos decenios, sólo entraban en esta categoría los autores que poseían un valor estético de carácter solvente, habían traspasado las fronteras lingüísticas nacionales y habían sido alabados por la crítica internacional o por muchas generaciones de lectores. Ésta, como ya he dicho, es una idea ilustrada, que el fenómeno de la posmodernidad ha criticado y ultrajado con la desfachatez que caracteriza a este movimiento: el último gran acto de dejación intelectual que ha conocido Europa. De modo que, hoy día, es posible que alguien considere más universal Harry Potter o El código da Vinci que la poesía de Joseph Brodsky o de José Ángel Valente por el mero hecho de que aquellos libros se han divulgado infinitamente más que la obra de éstos. Ante este fenómeno, no cabe más que reivindicar los supuestos de orden estético, que eran sólo una parte de los que habitualmente habían entrado en juego en la definición de literatura universal. Uno ya no puede fiarse de las listas de libros más vendidos (antes al contrario, suelen ser los libros que no deben leerse); y será preferible, con vistas al futuro de nuestra concepción de lo que es o deba ser literatura universal atender, sobre todo, a los valores de orden formal -y, como su sombra, también los valores cívicos y morales- de todo producto literario. Que un libro se haya traducido a cincuenta idiomas o que haya sido leído por millones de lectores, en el fondo tampoco le confiere hoy a ese libro categoría literaria universal: entonces no entrarían en el canon, ni por asomo, ni Góngora ni John Donne ni Mallarmé, por poner sólo tres ejemplos de monstruos literarios que casi nadie ha leído ni ha entendido jamás.

Jordi Llovet es catedrático de Literatura Comparada de la Universidad de Barcelona y editor de Lecciones de literatura universal.

Diálogo con los creadores

Francisco Rico 12/01/2008

Un ensayo reciente de Pierre Bayard, Comment parler des livres que l'on n'a pas lus? (Minuit), sensatísimo, ameno y perfectamente argumentado (aunque con algunos recortes ganaría en eficacia demostrativa), razona que nadie ha leído la mayoría de los libros que se da por supuesto que todos hemos leído. De acuerdo. Pero las reglas se confirman con las excepciones, y para mí está claro que cuando menos entre Martín de Riquer y José María Valverde sí los han leído. A la pregunta del título de Bayard, por otra parte, propongo contestar: "De la mano de De Riquer y Valverde".

Lo que falta en la red y a su usuario es lo que De Riquer y Valverde tienen a puñados.

La Historia de la literatura universal de ambos es de hecho dos obras distintas: una aparecida entre 1957 y 1959, en un par de volúmenes (puestos al día en posteriores ediciones), y otra de 1984, en 10 tomos con multitud de ilustraciones y una copiosa antología de textos. Confieso mi preferencia por la versión más breve, rescatada por Gredos, que se me antoja más fresca, más esencial, más para leer y menos para consultar.

No quiero sugerir con ello que no sea útil a este último objeto. Bien al contrario. En los tiempos de la world wide web, podría ponerse en duda que valga la pena buscar información en una Historia de la literatura universal escrita de la cruz a la fecha por dos españolitos, por doctos que sean. Si uno quiere saber quién fue y qué hizo Teófilo Folengo ¿no es más fácil teclear el nombre (entre comillas) y comprobar que en una décima de segundo Google, amén de remitir a la inevitable Wikipedia, compila "aproximadamente" otras 29.299 referencias? Échale un galgo. La red es una maraña de indiscriminación, fragmentación y suspensión de criterios. Para sacarle el incalculable partido que de hecho ofrece, hay que estar a la altura de sus mejores contenidos. Ahora bien, lo que falta en la web y a su usuario es lo que De Riquer y Valverde tienen a puñados.

No esconden que su selección de obras y autores es tendenciosa, guiada por "esa libertad incoercible de que gozamos todos a la hora de leer por puro gusto y no sólo por cumplir deberes de estudio". Podemos respirar tranquilos: la "libertad" que con descaro reivindican nos lleva infaliblemente al terreno en que el "puro gusto" se alía con el valor artístico y la pertinencia histórica.

Desde luego, las interpretaciones que presentan se basan en lecturas hechas mayormente en sus lenguas originales y se acompañan con la transcripción de no pocos fragmentos, a menudo nunca traducidos antes al castellano. Los datos están sólidamente basados en la bibliografía, y tan bien discernidos, que el paso de los años no pide sino retoques de detalle. (Hoy, pongamos, parece en extremo probable que los versos de Louise Labé fueran en realidad obra de un grupo de poetas lioneses, y si existió una mujer de ese nombre se tratara de una prostituta). La disposición de la materia, conjugando cronología, géneros y movimientos, es perspicua. Pero lo de veras impagable es la calidez de los juicios y las ganas que contagian de irse a los textos corriendo.

No es una historia enunciada ex cáthedra, sino contada desde la experiencia. Quien como yo haya tenido la suerte de medio siglo de aprendizaje y amistad con de Riquer y más de la mitad de su vida con Valverde reconoce no ya opiniones peculiares de uno de ellos, sino incluso las inflexiones de su voz. No es cosa de entrar en la cocina del libro, pero no dudo de dónde vienen una cita de Machado a propósito de Cervantes o el paralelo entre Picwick y el Quijote. De los capítulos más inconfundiblemente de De Riquer, no pasaré de subrayar la perspectiva insólita y reveladora con que contempla cualquier asunto. Así, la balada que Villon pone en boca de su madre "para rezar a Nuestra Señora" ha sido comentada mil veces, pero es De Riquer quien observa que "este gran sinvergüenza es uno de esos pecadores empedernidos de las leyendas medievales cuya única salvación está en manos de la Virgen". O en otras palabras (que no tienen por qué ser mise en abyme ni "metaficción"): con la oración que escribe para su madre, Villon espera convertirse en protagonista de un milagro como los de Berceo. Otra muestra, complementaria de la anterior: en el Decamerón, "Boccaccio no adopta una actitud moral frente a sus personajillos: le divierten precisamente por ser tal como son y por nada del mundo quisieran que se enmendaran, pues al fin y al cabo sabe que todos ellos tienen un sitio reservado en el infierno dantesco" y su "única finalidad es divertir a las clases elevadas".

No pasaré de ahí, digo, por pudor en presencia del maestro. Desdichadamente, no es el caso con Valverde, vivo en la poesía y en muchas prosas como las más suyas de esta Historia. Hay en ella páginas espléndidas, tales las dedicadas al romanticismo inglés o a la novela francesa de Stendhal a Zola, auténticos modelos de agilidad crítica a la vez que de presentación instructiva. (Pero no valen menos las flechas epigramáticas: los hermanos Goncourt acabaron viviendo para su Diario, "como hay peligro de que ocurra con todo Diario"; el "único defecto" de Edna Saint-Vincent Millay "fue no haber vivido en el siglo XIX", etcétera).

Valverde no sólo conocía punto por punto toda la gran literatura de Europa y América, sino que la había leído con tanta pasión como lucidez. Jamás se deja llevar por los dictámenes convencionales: dialoga con los textos y con los autores, no teme hacer objeciones a Goethe o a Conrad. Habla, claro está, a título desenvueltamente propio y a la luz de sus hábitos de creador. En ese sentido es significativa la manera justa y cordial en que se introduce a sí mismo en la Historia: "J. M. V. (autor, por cierto, de este libro) publica Hombre de Dios (1945), de religiosidad introspectiva". Pero también se siente portavoz de una tradición y un talante que a cada paso lo animan a opinar en nombre de "los poetas de hoy" o "el católico normal de ahora". No hace falta compartir sus apreciaciones ni sus planteamientos para sentirse estimulado por ellos. Las virtudes humanas de Valverde lo son también del historiador de la literatura universal.